Sin apenas días de otoño en esta Castilla continental, se acerca de lleno un nuevo invierno. Pasaremos sin contemplaciones del calor asfixiante a un frío intenso que nos atenazará durante varios meses. De momento, aprovecho la buena temperatura de comienzos de este octubre excepcionalmente cálido y planeo algún encuentro con las garcillas bueyeras (Bubulcus ibis) que cada invierno se congregan para alimentarse en unas praderas amplias y accesibles, no muy lejos de donde resido. Ya he contabilizado en ellas concentraciones de casi un centenar de ejemplares en los últimos días de septiembre. Las lombrices deambulan por la superficie del terreno, entre las hierbas empapadas por el rocío de la noche, y las garcillas lo saben; vienen y "pastan" por la llanura como si de un rebaño de ovejas se tratara, solo que en vez de pasto lo que buscan son suculentas y grandes lombrices de tierra con las que desayunar, rechonchas y lentas, listas para llenar sus estómagos. Fáciles.
En estos primeros compases de la "temporada de lombrices" los bandos de garcillas están llegando a sus comederos más tarde de lo que venían haciendo el invierno pasado; aunque en cualquier caso, siempre es antes de que el sol haga su aparición tras el horizonte. A un servidor esto le da igual. Bien abrigado, aparco mi coche en las cercanías un tiempo antes de que claré el día, evitando así que me sorprenda en medio de los preparativos algún bando especialmente madrugador, o alguna persona que deambule a estas extrañas horas por la zona camino de su trabajo, o paseando al perro antes de irse a currar desde las urbanizaciones cercanas; o algo similar, que hay gente rara para todo, incluso para venir aún de noche a hacer fotos de día. Amparado por la oscuridad de la noche, me dirijo directamente a un arbusto ya familiar del año pasado, y que me va a dar este año también cobertura para pasar desapercibido a las garcillas. Lo alcanzo habiendo procurado no mojarme la puntera de las botas con la hierba húmeda; luego agradeceré tener los pies completamente secos cuando permanezca quieto, sin apenas moverme durante dos o tres horas. Acomodo una esterilla fina pero de gran densidad junto a la base del matorral, instalo el cañón sobre su soporte a ras de suelo, todo bien integrado bajo sus ramas, sitúo una almohada de forro polar y de un mimético color marrón junto al equipo, abrigo la cabeza con un cálido gorro, me cubro completamente con una red de camuflaje y me subo todas las cremalleras de la ropa. Ya estoy listo para cuando lleguen. Ahora es el momento de dormir un poco, que he madrugado mucho. Me tumbo de lado, apoyo la cabeza sobre la almohada, meto mis dos manitas entre las rodillas para que no se queden frías y ... a dormir. ¡Si me viera alguien ahora, alucinaría! Sí que es cierto que hay gente extraña por ahí haciendo cosas incomprensibles para los demás.
Bueno, media hora después, y tras haber incluso soñado algo, incorporo la cabeza para ver si ya han llegado las primeras garcillas. Ya ha amanecido hace un rato pero aún se harán las remolonas un par de cabezadas más. Es ya cuestión de minutos que hagan acto de presencia; creo saber hasta cómo respiran, pero los animales siempre te sorprenden. Hasta que efectivamente transcurrido un pequeño rato, por fin se dignan a aparecer. Esta vez no me han sorprendido.
Me acomodo sin prisas tras el equipo fotográfico y espero que se acerquen. Tras ellas también llegarán los primeros rayos de sol, que las iluminará con los esperados tonos cálidos. Ya estamos todos; ahora a disfrutar.