Extremeños y salmantinos nos juntábamos cada fin de semana
en aquel rincón olvidado; secreto y desconocido excepto para nosotros, los
locales. Gentes de Plasencia, Cáceres, Cabezuela, Zafra, Salamanca o
Candelario. Del Placentino, del Valcorchero, del Monfragüe, del Candelariense o
del Grupo Salmantino de Montaña, clubes todos ellos amigos y hermanos. Cada uno
con sus mochilas, motivaciones y sueños, los escaladores y montañeros de mis
recuerdos formábamos una entrañable comunidad, ahora irrepetible en este mundo
globalizado. Cada fin de semana del invierno o del verano nos reencontrábamos y
se renovaba aquella pequeña sociedad, y durante dos días vivíamos, escalábamos,
pateábamos y soñábamos viajes y montañas. El domingo por la tarde la hermandad
se desvanecía y aquel lugar perfecto quedaba de nuevo solitario durante los
siguientes cinco días, silencioso hasta que la llegada de un nuevo viernes aceleraba
las prisas por abandonar la jungla atroz de la ciudad y regresábamos de nuevo a
aquel hoyo glaciar que era nuestra casa.
Cuando ahora regreso al que fue mi hogar y mi escuela, lo
reconozco de la misma manera que el emigrante que dejó su aldea siendo un niño la
reconoce en los cambios y en la transformación. Ahora mucha gente conoce el
lugar pero pasa de largo; algunos incluso vivaquean y escalan en él, igual que
lo hacíamos en los 80 y 90; aparece en las revistas y en los libros, y por
supuesto en la red que lo democratiza todo. Pero ahora, cuando yo camino por
entre sus bloques de piedra y levanto la cabeza para mirar sus paredes negras, siento
que algo no encaja, que falla algo en aquel escenario maravilloso, y me embarga
la sensación de que ha mutado, mientras respiro un ambiente aséptico e
impersonal. Siento que hay algo que lo hace distinto. Diferente. Extraño. Será
que ya no veo aquella comunidad de amigos cuyas voces aún parecen rebotar en
mis oídos mientras escalaban cada fin de semana las negras paredes de aquel
lugar.
Aquel lugar se llama Hoya Moros.
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