La fotografía de paisaje suele ser practicada por una inmensa mayoría de aficionados, por razones obvias: la simple belleza de la naturaleza. Mires por donde mires y camines por donde camines, cualquier paisaje nos ofrece la oportunidad de disfrutar del mismo hasta donde nuestra sensibilidad nos permita. Da lo mismo que sea una estepa llana y horizontal, monótona (según para quién) y uniforme, que las montañas más inexpugnables y verticales; o el bosque más exuberante y verde, o la marisma más intransitable, todos ellos, todos los paisajes que nos podamos imaginar, desprenden una atracción que los hace irresistibles no sólo a la sensibilidad humana, sino también al ojo ávido del fotógrafo. Sin embargo, yo (al igual que una gran mayoría de fotógrafos), cuando camino con mi equipo debajo del brazo, voy mirando cielos, nubes y luces, pues definitivamente son ellos los verdaderos escultores últimos de la fotografía. Miro para arriba, busco y persigo el complemento final para el paisaje. Muchos lo pensaréis y es cierto, ya lo sé, estoy en las nubes.
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