La penumbra que anuncia la inminente noche se apodera del paisaje y atenaza a los seres diurnos, que se encaman y se acomodan en sus dormideros y refugios. Nosotros, ya poco podemos ver, así que plegamos el telescopio, el equipo fotográfico y los prismáticos, y echamos al hombro sillas y taburetes, mientras que las viandas, cantimploras y otros chismes entran en la mochila. Caen las últimas luces de la jornada y encaminamos nuestros pasos hacia el rincón oculto en donde ha permanecido toda la tarde nuestra furgo. El ulular de un cárabo se convierte en la banda sonora que nos acompañará durante la pequeña marcha de regreso, junto al reclamo de algún chotacabras.
Ya noche cerrada, llegamos a nuestro vehículo. Picamos algo, comentamos, ordenamos todos los aperos y nos sentamos cada uno en su asiento. La llave gira en el contacto y arranco el motor, que rompe odiosamente el silencio que invade el monte. Enciendo las luces y la negrura de la noche se vuelve más oscura, si cabe. Ahora, los lobos que no se han dejado ver por la tarde habrán salido de sus encames y merodearán por los pinares. Quizás por este pinar que tenemos delante, oscuro, tenebroso y misterioso; silencioso como una caverna bajo tierra. Lo miramos y lo pensamos: ahora están ahí, ahí dentro, dentro del negro de la noche, en lo más oscuro del bosque, amparados por sus tinieblas. Miramos un lugar insondable más allá de los últimos árboles iluminados por los focos, y nos los imaginamos, allí, donde nuestros ojos no los pueden ver, observándonos al amparo de la noche cerrada. Noche cerrada como boca de lobos.
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