Los robles, aún sin yemas ni hojas en esta incipiente primavera, tapizan los valles serranos haciendo que las laderas tomen un aspecto mullido y esponjoso. El sol penetra hasta el suelo entre las ramas desnudas del bosque y calienta el suelo donde florecen ya las prímulas y los narcisos. Nosotros atravesamos lomas observando cómo la fuerza de la naturaleza se va poco a poco adueñando del suelo que siempre fue suyo, asfixiando y arrinconando algunos pinares residuales de aquellos tiempos obsoletos de aterrazamientos y bulldozers, ahogando los pensamientos productivistas y esquilmantes de la bárbara mentalidad que imperaba en la gestión forestal de esta piel de toro no hace tantas décadas, y que aún hoy en día coletea en nuestros montes. El robledal abraza y acaba fagocitando algunas fincas hoy olvidadas, con sus cercones de piedra musgosa, en donde muchos años atrás se acumulaba la paja en forma de ameales. Pájaros cantando, indicios de la existencia de algunos tímidos mamíferos, un cielo azul límpido, arroyos saltarines y cristalinos: todo parece equilibrado y estético. Como si tras el desastre de la deforestación, los incendios y los brutales cultivos de pinos y eucaliptos que arrasaron como caballo de Atila gran parte de nuestras montañas, se hubieran asentado las cosas, como si los monstruos hubieran muerto por fin y todo buscara ser como debía ser. Parece como si las aguas del río intentaran volver a su cauce, al fin.
Parece, al menos.
Nosotros, por lo pronto, somos testigos de la paulatina recuperación ecológica de muchas de las laderas de nuestras sierras, aún mucho menos diversas que las originales, pero no menos bellas.
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