13 de marzo de 2014

El baile de los estorninos

Se apagan las últimas luces de esta tarde solitaria, un viernes cualquiera en las postrimerías del invierno. Los tonos rosados del ocaso se reflejan en las mansas aguas de la palentina laguna de La Nava, entre carrizos y juncales. Llevo varios días viajando solo en mi casa con ruedas y recalo en estos campos amplios este atardecer pausado y tranquilo, suave, con los mejores colores aterciopelados del día. Estoy solo. Los aparcamientos están vacíos y el silencio me recarga de energía. Disfruto de esta soledad en el campo. Las fochas se persiguen aún con los últimos escarceos amorosos de la jornada, aunque mañana, sin duda, habrá más. Escucho los reclamos de los patos. Algún grupito pequeño de ánsares aún me sobrevuelan en un par de ocasiones, perezosos ante la inminente migración, no en vano el grueso de sus compañeros ya iniciaron hace días el largo regreso a sus cuarteles estivales. Los últimos vuelos del aguilucho lagunero baten el terreno una última vez, provocando el miedo en los habitantes de la laguna. El espectáculo indescriptible del atardecer en el humedal se ve culminado por los vuelos acrobáticos de los grandes bandos de estorninos, dibujando figuras blandas y garabateando esponjosas bolas negras que se estiran y se encogen, se unen y se separan, elásticas, mullidas. Pasan sobre mi cabeza con el ruido denso del aleteo de miles de alas. Van y vienen, posándose y levantándose de nuevo, para, instantes después, volverse a posar, en lo que parece ser el acto final de la jornada. Poco a poco, lentamente, muere sin hacer ruido la levedad rosada de este cuadro apaisado en los lavajos de La Nava. Agoniza el día y crecen las sombras de la noche.





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