Veo partir el microbús con mis compañeros camino del aeropuerto y siento bruscamente el peso de la soledad sobre mí, de pie en la puerta del hotel. Por delante diez días absorto en mis pensamientos mientras respiro el ambiente de una ciudad que para mí es poco menos que un mito, una de las Mecas del montañismo: Rawalpindi, antigua capital de Pakistán, la vieja Pindi, la puerta hacia el legendario Karakorum.
Desayuno como cada mañana y tomo la cámara y mi mochila y me encamino al Rajah bazar, el verdadero corazón de la vida real de esta metrópoli de cerca de tres millones de almas. Me sumerjo entre sus gentes amables y curiosas, que entablan rápidamente conversación con ese occidental extraño que deambula por entre sus puestos sin rumbo fijo, congelando con su cámara fotográfica instantes que para ellos son vulgares y cotidianos y que a él le deben parecer exóticos. Les llama la atención mi barba larga de varios meses sin ver la tijera, similar a la que algunos de ellos estilan, incluso más larga que la de muchos de ellos, y les incita a preguntarme en varias ocasiones "Are you muslim?" Las calles sucias son un enjambre de personas, mayoritariamente hombres, con la excepción de algunas mujeres que caminan por detrás de algún varón de la familia. Las arterias del bazar son un hervidero de gente que negocia su supervivencia. Los cables se arremolinan de fachada a fachada como si de un embrollo de lianas se tratara. Vacas sueltas por la calle se alimentan de la basura, los claxon no paran de avisar y las bicicletas cargan fardos de volúmenes imposibles. En las avenidas amplias algunos camiones engalanados con colores y adornos parecen competir entre sí en un concurso al más vistoso. Perros pulgosos y escuálidos, a los que parecen querer escaparse del pellejo los costillares, se enzarzan en escaramuzas y trifulcas. Los olores dulzones a especias pugnan con los olores malolientes de deshechos en descomposición por impregnar el aire.
Los ojos negros de unos niños brillan vivos y sus dientes blancos me regalan unas sonrisas que no tienen precio. Me hacen recordar a mi gente y me siento tan lejos que ahora sé que no existe esa Europa moderna, limpia y ordenada a la que pertenecía. Ahora tengo la certeza de que nunca existió, que mi hogar fue simplemente un sueño, pues la única realidad cierta es esta que me envuelve ahora. Con las manos en los bolsos del pantalón vagabundeo por los mercados, observando sus trueques y regateos; merodeo entre el trajín de los paisanos, despacio, sin prisas. Nadie me espera. Del altavoz de un alminar que se escapa al cielo de entre la locura del cableado eléctrico y telefónico, emerge el canto a la oración del muecín, cinco veces al día. Y me embriaga. Solo por oírlo mientras inspiro a bocanadas la vida de esta ciudad ha merecido la pena estos días de soledad. No lo puedo evitar, me subyuga el sentimiento que desprende. Me despierto al amanecer con su musicalidad y me hace comprender que en este mundo hay otros muchos mundos, distintos al nuestro, y hoy estoy aquí, viviendo intensamente la única realidad que ahora existe para mí, la de la vida en esta vieja e histórica Rawalpindi, fervientemente musulmana, intensa, extrema, única. Cautivadora.
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