Descansamos por fin allí donde se juntan todas las aristas de la montaña.
Antes de sentarme con los míos y tomar alguna vianda, correteo de un lado para otro como un poseso fotografiando y observando valles y cumbres vecinas. O primero observando y luego fotografiando, en el orden que prefiráis. O quizás, en mi caso, las dos cosas al mismo tiempo. Perdiguero, Crabioules, Maupas, Poset, Aneto, Maladeta, Punta Blanca,... todo cuanto nos rodea son moles admirables que nos vuelven a los hombres insignificantes seres con grandes ambiciones. Cuanto más conscientes somos de nuestra pequeñez más admiramos la magnificencia de los grandes espacios abiertos que la naturaleza nos regala, esa naturaleza a la que pertenecemos pero en la que ya no sabemos vivir. Por suerte las montañas son muchas y por ello siempre habrá cimas a las que cortejar. Miro el rosario de montañas que nos rodean, inalcanzables ahora. Desde muchas de ellas habrá algún otro alma gemela que mire a aquella sobre la que yo me he alzado. Él deseará subir a esta para ver qué hay del otro lado, cómo se ven los valles desde aquí, para descubrir si la dificultad de la ascensión estará a la altura de su belleza. Yo desearé estar allí.
Descendemos una vez más. Siempre descendemos. Andando porque somos animales imperfectos, que no podemos planear sobre laderas y cumbres con las alas desplegadas, esas alas que no tenemos. Con cuidado, midiendo cada paso en los lugares más expuestos, allí donde la pendiente se vuelve más brusca, donde la roca es más lisa y la pradera más resbaladiza. Buscamos los prados horizontales para reposar y descansar, para sentarnos, para recuperar el resuello. Allí nos sentimos en medio de la nada o del todo, a mitad de camino de la cumbre, pero también a mitad de camino del fondo del valle que añoramos.
A nuestra espalda queda la cima que nos ha acogido durante unos minutos, cortos, escasos, siempre insuficientes. La cumbre altiva que en unas momentos quedó vacía de gente, solitaria, hogar de las águilas y las chovas. Puntiaguda, como una flecha que busca el cielo más allá de las nubes. Esbelta Salvaguardia, increíble fortaleza. Volvemos cada poco la mirada para grabar en nuestra mente su silueta, imantados por esa atalaya desde la que hace ya una eternidad contemplábamos el paisaje alrededor. Temerosos de perder los recuerdos, que se desvanezcan con el tiempo.
Regresamos al calor del valle. En nuestra memoria el recuerdo ya de lo que durante unos instantes fue un sueño hecho realidad. Estuvimos allí arriba, con las chovas y las águilas. En nuestra mirada el reflejo de lo que un día se hará realidad, esas otras montañas a las que aún no hemos subimos, esas que nos miran desde lejos, desde el otro lado del valle. Coqueteando con nuestros sueños. Esas otras cimas a las que nuestra mente pone ya sendas y caminos.
Regresamos al valle, sí, pero con la mirada puesta en ese punto y final en el que se juntan todas las aristas de una montaña.
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