30 de septiembre de 2014

Retrato de un asesino en serie

Tan letales como bellos, los felinos son unos de esos animales que no dejan indiferente a nadie. Parece que con ellos la hermosura se inventó para convertirse en eficaces armas de matar. Salvo en el caso de los leones donde parece que la bestia pura y su fuerza bruta prevalecen sobre la sutileza, en el resto de las especies de félidos la especialización predatoria les ha configurado un carácter y un aspecto físico cautivador, hipnotizante y sugestivo. Magnético. Silenciosos, siempre acechando, misteriosos, sigilosos y furtivos. Fantasmas nocturnos que han ocupado muchos de los grandes ecosistemas del planeta, desde desiertos a selvas, taigas y altiplanos. Siempre salvajes, nunca han podido ser domesticados del todo, y hasta el gato doméstico más urbano (generalmente aceptado como Felis catus) encierra ese espíritu indómito y libre que otros animales han perdido a nuestro lado.

Tengo al cachorrillo de gato doméstico frente a mí. Su pelaje es del color de la arena cálida del Sahara. Sus profundos ojos de pupilas verticales, absorbentes, transpiran ya una personalidad independiente y fuerte. Brava como la de todos los felinos. Observo su seductor atractivo y se me vienen a la mente los estragos que llegan a ocasionar cuando se mueven libremente -asilvestrados o no- por nuestros campos compitiendo por el alimento con los depredadores de pequeño y mediano tamaño existentes en el medio y ejerciendo a veces una altísima presión sobre la fauna que depredan, provocando serios desequilibrios ambientales en los ecosistemas. Su carácter autónomo les permite, además, alejarse de pueblos y granjas muchos kilómetros, lo que sumado a su instinto cazador les posibilita la supervivencia en plena naturaleza sin ningún problema, alimentándose de micromamíferos, pequeñas aves y reptiles. En contacto con el gato montés (Felis sylvestris) llega a hibridarse con él, provocando en esta especie una notable degeneración genética que a la larga puede influir en la propia supervivencia de la especie; aunque en este punto los estudiosos no se ponen de acuerdo respecto en qué medida este problema llega a ser recurrente o no. Por si todo esto fuera poco, pueden ser transmisores de enfermedades contagiosas propias de los félidos a sus parientes silvestres, tanto gatos monteses como linces.

Sea como fuere, nuestro pequeño matador de ratones, ignorante de estas cuestiones, se arrebuja contra alguno de nosotros en el sofá buscando el calor de la compañía. Le pesan los ojos y se le cierran poco a poco, amodorrado en un ligero duermevela, quién sabe si soñando con una vida salvaje y libre en un lejano monte, como en aquel en donde hace más de nueve mil años sus ancestros comenzaron a ser casi casi domesticados, casi casi amansados.




24 de septiembre de 2014

Mi barrio

Sigo recorriendo mi ciudad y sigo encontrándome con extraños personajes que poco tienen que ver con mi Salamanca monumental, aunque quizás sí con la cotidiana, con la vulgar que vive el día a día.

Por las calles de mis barrios de toda la vida paseo. Calles tristes, de trabajadores, estrechas, donde casi no entra la luz, de edificios humildes, donde la clase obrera lucha por salir adelante. Calles olvidadas por regidores y ediles, con asfaltos parcheados, sin árboles ni bancos para sentarse. Casi sin bares ni tiendas, donde ya hace una eternidad cerraron el ultramarinos de siempre y la pequeña panadería familiar donde Juaqui y Matías nos vendían la leche, todavía en aquellas bolsas de plástico que siempre había que revisar por si estaban picadas. Recuerdo con claridad el carromato gris de tres ruedas con el que Matías repartía el pan y la leche, bajando por mi calle, anunciando su llegada con el petardeo escandaloso de su tubo de escape y los sempiternos ladridos de aquella perra de color marrón y orejas caídas llamada Ola, que cada mañana corría junto a él y que tanto nos asustaba a algunos críos. Ante la llegada inminente -y para algunos de nosotros, temerosa- de la perra calle abajo, más de uno nos escondíamos dentro de cualquiera de los portales, en los que aún no existían los modernos porteros automáticos que nos permiten en la actualidad mantenerlos cerrados. Por aquellas calles los niños íbamos solos al colegio y a la salida jugábamos a las chapas y a las canicas. Las niñas lo hacían al pati, a la comba y a la goma. Y desde las ventanas las madres llamaban a sus hijos a voces cuando había llegado la hora de la merienda o de subir a cenar. Calles llenas de bullicio entonces, de vida. Alegres.

Calles donde años más tarde rasgaban el aire las canciones de Los Chichos y Los Chunguitos y hoy se escucha hip-hop y rap callejero emergiendo de alguna ventana abierta, con mensajes sociales que nos atraviesan las sienes aunque no interesen a ningún político. Calles donde hoy la juventud deambula zombie sin futuro, fumando unos petas, con los cascos de música en el cuello y los móviles en la mano. Pantalones caídos, piercings y enormes gorras ladeadas. Anestesiada, generación perdida que deja pasar el tiempo apoyada en los rincones. Rincones de mi barrio, antes llenos de vida y hoy olvidados, donde los chavales firman con sus grafitis, reclamando nuestra atención: "hey, que estamos aquí, no lo olvidéis, existimos".







23 de septiembre de 2014

Tarabilla norteña

Paso la mañana en el escondite observando los campos de alrededor sin que la fauna sea consciente de mi presencia. Espero pacientemente, pero no se acercan las especies que busco. Nada, pues, que no entre dentro de lo imaginado: mucho tiempo que a alguno le parecerá perdido. No a mí. Los riñones se resienten tras las horas, buscando por las ventanucas camufladas del chajurdo, con posturas contorsionistas que me permiten mirar por los huecos que quedan a ambos lados del equipo fotográfico, por los laterales o por detrás de uno mismo. Los pajarillos dejan que me entretenga con ellos, revolotean sobre mi hide, se posan, reclaman, cantan, y van y vienen sin pensar que estoy bajo sus patitas. En tardes aciagas como esta una simple foto puede ser más que suficiente. Eso debió pensar esta hembra de tarabilla norteña (Saxicola rubetra) que se apiadó de mí sin ella saberlo, y se prestó a que la retratara mientras iba y venía con insectos en el pico. Se barruntan los meses duros del otoño que ya llegó y del invierno que llama a la puerta, y comienzan a retornar a nuestras tierras vecinos que nos dejaron meses atrás con la llegada de la primavera, al tiempo que comienzan a marcharse aquellos otros migradores que necesitan latitudes más cálidas. Estamos en una época de profundos cambios que vuelven, si cabe, más apasionante la naturaleza que nos rodea. Y yo no quiero perdérmelo.


18 de septiembre de 2014

La suma

Yo a menudo digo que somos el resumen de nuestros recuerdos, que el presente sólo se puede escribir con la ayuda del pasado. Y pienso que gracias a Dios pasan los años y que con ellos se van acumulando experiencias, momentos y sucesos que nos hacen, si no más sabios, al menos sí menos ingenuos. En nuestro verdaderamente insignificante camino en este planeta llevamos en la mochila amigos, desengaños y amores;  en la piel las arrugas que nos obsequia el paso del tiempo; y en las retinas  grabados los paisajes y las luces que un día nos marcaron, sus colores. Y pienso que cuando el pelo se tiñe de blanco en nuestras sienes, los ojos se nos vuelven transparentes y claros. Somos el resultado de nuestras acciones y de nuestras decisiones, de nuestros pasos, que se suman poco a poco y nos van cambiando. Pasamos de ser una persona a ser otra distinta, muy suavemente, sin percibirlo, como de puntillas nos desdoblamos, porque el resultado casi nunca es igual a cada uno de los sumandos.

Hace unos días re-encontré esta vieja foto de hace más de veinte años, deshidratado y con la piel quemada por la altura, pero emanando esa paz interior que te invade cuando sigues el camino que tú te has marcado. Agotado pero feliz. Deshecho pero satisfecho. Da igual el sitio. Da igual la montaña. Miro la foto y veo otra persona que en aquel momento fue producto, y ahora simplemente un sumando, un recuerdo, una decisión, un momento.


14 de septiembre de 2014

La puerta de mi casa

Mi casa nunca está cerrada, porque no tiene puerta. Está siempre abierta, porque ni siquiera tiene cristales. Los plásticos con los que cierro el paso al viento y la lluvia son viejos y sucios, y los ato con cuerdas y alambres.

Mi casa no tiene luz. Por eso no tengo frigorífico, ni televisor. Ni microondas, ni lavadora última generación, de esas triple A, eficientes y ecológicas. Ni home cinema, ni aparato de alta fidelidad. Como en ella no puedo cargar mi smartphone tampoco me compré uno. La tablet nunca me gustó.

Saco a la entrada una silla que encontré junto a una cuneta. En ella me siento. Y desde ella miro mis zapatos. Están viejos y gastados. Si llueve me mojo los pies y los calcetines raídos y agujereados. No tengo otros, son de verano y de invierno al mismo tiempo. Tendré que buscar unos nuevos pronto. Bueno, mejor tendré que buscar unos pronto.

Tampoco aparco delante de ella mi coche, porque como ya habréis adivinado tampoco tengo. Pero solo es porque me gusta moverme despacio por la ciudad, andando. Saboreando el paso del tiempo. Caminando. Buscando. Revisando contenedores. Ya sabes, a veces tomando prestado de un frutal o de una huerta. Paseo hasta mi casa y desde mi casa. Paseo porque no tengo horarios, no tengo trabajo, ni ficha que fichar. Por eso muchas veces pienso que mi trabajo es aguantar. Sobrevivir. Superar un día sin neumonía. Hacer una rayita más en la pared de atrás de mi casa, la que da para el corral que no tiene gallinas. Una muesca más por cada día que como, por cada noche que duermo seco y caliente, una por cada día que no enfermo. Seis rayitas y una que las cruza. Un semana. Y así se suman los grupos de rayitas. Y los grupos suman paredes. Tengo que buscar otra pared para seguir haciendo rayitas, y ya llevo varias.

Se que a veces hablan unos y otros de mi y de otros pocos que viven como yo. Nos llaman los desheredados y no entiendo por qué. Los sin techo, y no entiendo por qué. Los excluidos. Los desamparados. Los olvidados. Llegan a llamarnos los invisibles. Y no entiendo por qué. El caso es que nunca vino aquí ninguno de ellos a verme, ni a hablar conmigo, ni a ofrecerme otro trabajo que no sea el que ya os expliqué de aguantar, ni ayudarme a mejorar. Ni curas, ni políticos, ni vecinos.

Mesas encontradas, cajas de frutas que hacen de armarios y baldas improvisadas, viejos colchones manchados y mantas, botellas, cubos y barreños, platos de porcelana mellada y viejos cartones de vino malo que me consuelan en las frías noches de invierno. Y de verano.

Esto es mi hogar. Mi casa.

Mi casa que ni siquiera es mi casa.


11 de septiembre de 2014

Rebecos cantábricos

Estamos a primeros de septiembre y nosotros hemos aprovechado un hueco de unos pocos días para hacer la última escapada veraniega, migrando al norte con la intención de fotografiar  al rebeco (Rupicapra rupicapra). El caso es que después de tres jornadas pateando por la zona es esta nuestra última oportunidad tras ver solamente rebaños muy alejados y desconfiados los días anteriores.

Hoy nos hemos alejado de los enclaves más humanizados buscando algún grupo al que poder fotografiar en un ambiente alpino y salvaje. Tras superar una cómoda canal llena de simas, recovecos y pedregales, estamos a punto de alcanzar un collado herboso en donde en anteriores ocasiones hemos podido ver y fotografiar a esta especie sin complicaciones. Es un lugar tranquilo, solitario y alejado de las rutas más conocidas de Picos de Europa. Y a pesar de ello, los rebecos que otros años hemos visto en esta zona no son especialmente asustadizos, aunque tampoco son precisamente de los que se acercan a los hombres hasta entablar casi contacto físico. Nuestra esperanza es que nos permitan mantener una distancia de seguridad suficientemente cercana como para facilitarnos el trabajo fotográfico, algo que tampoco es muy difícil ya que debido al tamaño de estos animales esta distancia no tiene por qué ser corta.

Por fin estamos llegando al collado donde esperamos encontrar al rebaño -no quedan ni cinco minutos- cuando súbitamente un grupo numeroso de rebecos se nos aparece de frente, huyendo asustados en nuestra dirección. Bajan a grandes saltos por un gran nevero que nosotros estamos esquivando, y escapan por unas laderas rocosas de fuerte pendiente hacia un jou al que nosotros no tenemos pensado bajar. Estamos sorprendidos. Pero, ¿qué a pasado? Intrigados, terminamos de subir y junto al collado descubrimos el motivo de la espantada generalizada de la manada: cuatro montañeros acaban de acceder hasta el lugar desde la vertiente opuesta. Nuestras esperanzas de pasar el día junto al rebaño de la zona se han desvanecido por completo de un plumazo. Por lo pronto no vemos ningún rebeco más. El inoportuno grupo de montañeros continúa su camino y nosotros dos nos quedamos de nuevo a solas con la montaña, abatidos por nuestros pensamientos: si hubiéramos caminado un poco más deprisa, si hubiéramos parado menos veces, ...

Decepcionados, deambulamos por la zona buscando con los prismáticos hasta que, camino de una cumbre próxima, nuestra suerte parece cambiar, pues localizamos por fin una primera hembra rumiando tranquila acompañada de su cría, que por estas fechas ya presenta un buen tamaño. Permanecen tranquilas ante nuestro lento acercamiento, y nos permiten hacerles algunas tomas a una distancia prudencial que les incomoda poco o nada, ya que están más pendientes de otra pareja de montañeros que evolucionan a mucha mayor distancia que de nosotros mismos.

Tras permanecer junto a ellas durante bastante tiempo, nos despedimos finalmente de esta familia solitaria y las dejamos pastando entre los canchales cercanos. Han ido pasando las horas y hemos ido localizando desperdigados por los alrededores nuevos ejemplares que se prestan a posar para nosotros. Alguna otra madre con su descendencia, algún ejemplar altivo y solitario. Poco a poco hemos salvado la jornada, aunque solo sea en parte tras la azarosa huida de la manada principal. Finalmente se han sumado un puñado de imágenes difíciles en la tarjeta de la cámara y nosotros, sin estar plenamente satisfechos, emprendemos el regreso definitivo. Nos despedimos de ellos por ahora. Esperamos que sea una despedida momentánea, pues es en invierno cuando la belleza de esta especie se presenta en todo su esplendor con el contrastado pelaje invernal. Queda pendiente, por lo tanto, una futura escapada cuando las ventiscas y las heladas hayan hecho acto de presencia en la alta montaña cantábrica. No es un adiós, sino un hasta pronto.












8 de septiembre de 2014

Las piquigualdas

Regresamos Pablo y yo de darnos una pequeña paliza en busca de algunos rebecos que tengan a bien dejarse hacer alguna foto. Dentro de un rato estaremos en la carretera de regreso a nuestra casa, pero antes de bajar de estas montañas y juntarnos con el resto de la familia que espera abajo en el valle, decidimos probar suerte con las siempre espectaculares chovas piquigualdas (Pyrrhocorax graculus). Para ello nos detenemos en unos prados junto a unos grandes precipicios sobre los que los días anteriores hemos observado que estas aves gustan de jugar con el viento. Vuelan en grupos realizando acrobáticas piruetas, yendo y viniendo, piando, reclamando, posándose cerca de montañeros y turistas, esperando obtener algo a cambio y volviendo a emprender el vuelo para alejarse hasta otro lugar. Se acercan y se alejan, posándose en las praderas alpinas en busca de insectos.

Descargamos, pues, nuestras espaldas del peso de las mochilas y nos sentamos en la hierba al borde del acantilado. Preparamos las cámaras y nos disponemos a esperar. La montaña se presenta increíble, con un espléndido cielo azul. Detrás, moles gigantescas de caliza; delante, el valle aún muy abajo tapizado de hayedos y praderas. En momentos como estos uno comprende por qué regresamos una y otra vez a las alturas. Me dan envidia estas aves alborotadoras, veleras como pocas, habitantes de las montañas más altas de Eurasia, desde China a la Cordillera Cantábrica, y en menor medida también del norte de África. En el Himalaya o Karakorum se las puede observar por encima de los ocho mil metros de altitud, visitando los campamentos de altura de las expediciones alpinísticas, llegando a criar allí en alturas cercanas a los cinco mil metros. Inteligentes como todos los miembros de la familia de los córvidos, repasan los lugares en los que los humanos hemos descansado previamente, batiendo la zona en busca de restos alimenticios. A menudo se posarán en las cumbres cuando nosotros las abandonamos.

A nosotros hoy nos es suficiente una hora de descanso en los prados junto a los cantiles para disfrutar de su presencia antes de iniciar el definitivo regreso al valle y a casa. Unas pocas fotos, unos pocos minutos de despedida en su compañía.