Mi corazón regresa una y otra vez a la vieja fortaleza, derruida almenara. Como un imán, retorno en el tiempo a mirar sus muros resquebrajados, formados por sólidas piedras. Retrocedo. Parto hacia atrás. Vuelvo al pasado y navego en el tiempo, emprendiendo un camino de destino incierto.
Y subo la loma -familiar, conocida de anteriores ocasiones, de otros tantos viajes a mi interior- para llegar hasta sus paredes y observar el mundo a nuestros pies desde lo alto y abrupto de la serranía. Narro a mis hijos las viejas historias del pasado que soñé en los lejanos veranos de mi infancia, y las historias aún más viejas que me transmitió a su vez mi padre de sus andanzas.
Recuerdo escenas revividas, recurrentes una y otra vez hasta la saciedad, reconocidas hasta transformarlas, hasta idealizarlas. Momentos que una vez fueron la vida real aquí, y que ahora solo son sueños en mi cabeza, como posos de café, como un difuso borrón en mi frente. Proyecto en mis pensamientos aventuras vividas en mis años infantiles entre estos mismos peñascales, mitad fantasía, mitad realidad. Y cierro los ojos para imaginar ..., no, para imaginar no, para ver aquellas historias que mi padre nos contara sobre estas sierras marginadas. Tierras de linces y lobos proscritos, tierras fronterizas, tierras de contrabandistas que atravesaban la sierra sobre acémilas, con sus pies atados bajo la panza de sus cabalgaduras para no caer en una desesperada huida de la autoridad. Sí, tierra de tricornios a caballo, de mosquetones y capotes gordos, sierras duras de la postguerra, de estraperlo de tabaco y aceite. Sierras de olivares y cabras. Historias cientos de veces contadas, transmitidas de boca en boca, murmuradas al calor de las cocinas, en los duros inviernos al pie de la serranía.
Regreso. Retorno. Vuelvo.
28 de enero de 2015
10 de enero de 2015
Escaladores de la libertad
El trompeteo de las grullas invade la atmósfera que nos rodea por los cuatros puntos cardinales. Las luces se vuelven acarameladas, y la temperatura se desploma unos grados de manera casi inmediata, nada más ponerse el sol a nuestra espalda. Los enormes bandos de zancudas acuden a las orillas y las islas del embalse volando sobre nuestras cabezas, acariciando la hora dulce y la luna llena. Oscurece y se acomodan en un espectáculo impresionante, mezcla de sonido, luces y acción. Agoniza un nuevo día. La sombra de la noche lo cubre todo. Una tarde más la función terminó.
Regreso a mi refugio con ruedas y cuando todo se queda oscuro fuera y en silencio dentro, vuelvo a abrir el libro por allí donde indica el marcapáginas -la entrada del reciente concierto de Fito y los Fitipaldis en mi ciudad-. Me concentro en la lectura. Devoro con fruición las páginas y, absorto, me transporto a un dimensión nueva. Desdoblo la vida y dejo aparcada por un momento la algarabía nocturna de las grullas, que puedo oír muy cerca si abro la ventana, y me sumerjo en un mundo vertical, de nieve, de esfuerzos y heroicidades, pero también de una vida dura por la opresión comunista en un país históricamente oprimido por unos y por otros, en la que el contrabando, las estratagemas y los flirteos con la legalidad hacían peligrosa la vida cotidiana, allí donde los suministros escaseaban, donde la policía vigilaba, donde los informadores denunciaban. Si en el ambiente de postguerra la vida fue muy dura en toda Europa, en la Polonia soviética lo fue más aún. Los hijos de la guerra y la opresión posterior nacieron duros, fuertes, estoicos y con una decisión inquebrantable. Sin equipos modernos, sin dinero, a veces sin pasaportes los escaladores de la edad de oro del alpinismo polaco viajaron por todo el mundo escalando las rutas más difíciles, inverosímiles y adelantadas de la época que les tocó vivir, con una manera de concebir su relación con la montaña mucho más intensa, directa y comprometida que la de cualquier otra nacionalidad occidental. Leo. Voy pasando las páginas y buceo en sus vidas. Sus impresionantes aperturas de vías nuevas a paredes extremas en las montañas más altas del planeta, sus invernales en el Himalaya y el Karakorum, y su concepción de lo que debería ser el himalayismo moderno -rápido, ligero, duro, invernal, solitario, extremo, innovador, siempre comprometido con los límites de lo humano- revolucionó de un modo definitivo las grandes montañas. Ya nada sería igual. El precio, sin embargo, fue muy alto. Muchos se quedaron para siempre en sus amadas montañas. Algunos de los más grandes. No hay dioses en la montaña y solo algunos sobrevivieron a aquella época radical e irrepetible.
Tras una cálida noche bajo el edredón de pluma y con la calefacción estática encendida, me levanto por la mañana muy temprano. Salgo a la fría mañana congelada y camino al abrigo de mi plumífero y embozado en mi gorro de lana al encuentro con el despertar de las grullas. El trompeteo resuena nuevamente sobre mi cabeza y en mis oídos (bueno, en realidad no han callado en toda la noche). Los grandes bandos despegan una vez más y trazan finas líneas horizontales en el aire frío de la mañana. Finas líneas paralelas a las también enormes superficies horizontales del embalse y llanuras circundantes.
Y en mi cabeza bulle el fuerte contraste de la horizontalidad que tengo delante, con las brutales paredes verticales de terrenos congelados, mixtos, inhumanos, por donde transcurrieron unas aventuras increíbles que creo haber soñado durante la noche. No sé si existieron, parecen un sueño. Y tal vez lo sean. Una invención de mi subconsciente que construyó personajes inverosímiles como Kukuczka, Kurtyka, Wielicki, Wanda, Hajzer y tantos otros. Pienso en ellos mientras los tonos rosados del amanecer invaden la atmósfera y el cielo. Las grullas me sobrevuelan con sus cánticos mágicos formando uves flexibles y maleables en la levedad del aire frío de esta mañana. Pienso en ellos. Fueron los mejores. Los escaladores de la libertad.
Regreso a mi refugio con ruedas y cuando todo se queda oscuro fuera y en silencio dentro, vuelvo a abrir el libro por allí donde indica el marcapáginas -la entrada del reciente concierto de Fito y los Fitipaldis en mi ciudad-. Me concentro en la lectura. Devoro con fruición las páginas y, absorto, me transporto a un dimensión nueva. Desdoblo la vida y dejo aparcada por un momento la algarabía nocturna de las grullas, que puedo oír muy cerca si abro la ventana, y me sumerjo en un mundo vertical, de nieve, de esfuerzos y heroicidades, pero también de una vida dura por la opresión comunista en un país históricamente oprimido por unos y por otros, en la que el contrabando, las estratagemas y los flirteos con la legalidad hacían peligrosa la vida cotidiana, allí donde los suministros escaseaban, donde la policía vigilaba, donde los informadores denunciaban. Si en el ambiente de postguerra la vida fue muy dura en toda Europa, en la Polonia soviética lo fue más aún. Los hijos de la guerra y la opresión posterior nacieron duros, fuertes, estoicos y con una decisión inquebrantable. Sin equipos modernos, sin dinero, a veces sin pasaportes los escaladores de la edad de oro del alpinismo polaco viajaron por todo el mundo escalando las rutas más difíciles, inverosímiles y adelantadas de la época que les tocó vivir, con una manera de concebir su relación con la montaña mucho más intensa, directa y comprometida que la de cualquier otra nacionalidad occidental. Leo. Voy pasando las páginas y buceo en sus vidas. Sus impresionantes aperturas de vías nuevas a paredes extremas en las montañas más altas del planeta, sus invernales en el Himalaya y el Karakorum, y su concepción de lo que debería ser el himalayismo moderno -rápido, ligero, duro, invernal, solitario, extremo, innovador, siempre comprometido con los límites de lo humano- revolucionó de un modo definitivo las grandes montañas. Ya nada sería igual. El precio, sin embargo, fue muy alto. Muchos se quedaron para siempre en sus amadas montañas. Algunos de los más grandes. No hay dioses en la montaña y solo algunos sobrevivieron a aquella época radical e irrepetible.
Tras una cálida noche bajo el edredón de pluma y con la calefacción estática encendida, me levanto por la mañana muy temprano. Salgo a la fría mañana congelada y camino al abrigo de mi plumífero y embozado en mi gorro de lana al encuentro con el despertar de las grullas. El trompeteo resuena nuevamente sobre mi cabeza y en mis oídos (bueno, en realidad no han callado en toda la noche). Los grandes bandos despegan una vez más y trazan finas líneas horizontales en el aire frío de la mañana. Finas líneas paralelas a las también enormes superficies horizontales del embalse y llanuras circundantes.
Y en mi cabeza bulle el fuerte contraste de la horizontalidad que tengo delante, con las brutales paredes verticales de terrenos congelados, mixtos, inhumanos, por donde transcurrieron unas aventuras increíbles que creo haber soñado durante la noche. No sé si existieron, parecen un sueño. Y tal vez lo sean. Una invención de mi subconsciente que construyó personajes inverosímiles como Kukuczka, Kurtyka, Wielicki, Wanda, Hajzer y tantos otros. Pienso en ellos mientras los tonos rosados del amanecer invaden la atmósfera y el cielo. Las grullas me sobrevuelan con sus cánticos mágicos formando uves flexibles y maleables en la levedad del aire frío de esta mañana. Pienso en ellos. Fueron los mejores. Los escaladores de la libertad.