Podría fijarme en su mirada y ver en ella reflejada la nuestra. La de nuestros antepasados comunes hace cientos de miles de años, y la del hombre actual, capaz por igual del mayor de los egoísmos o de una compasión suprema. Podría en ella ver el enorme peso con el que tiene que cargar, el de la responsabilidad del jefe del grupo. Podría intuir su fuerza, pero sobre todo su fortaleza, que no siempre es lo mismo. Si me fijara bien, en su mirada podría encontrar la ternura con la que soporta las travesuras de las desvalidas nuevas generaciones del clan. Y también la soledad del patriarca, la del viejo jefe espalda plateada, la del que se sabe necesitado, sabedor de que de él depende la vida o la muerte de los suyos. Podría ver reflejada en sus ojos negros la virginidad de sus selvas siempre verdes, el profundo y romántico misterio que emana de lo más profundo de sus junglas, pero también la cruda realidad de una naturaleza violada por nosotros. Podría fijarme en su mirada y alcanzar a tocar su tristeza, su resignación ante el abismo al que sus hermanos lo hemos empujado, cercado y perseguido hasta llevarlo a una situación crítica.
Podría ver todo eso en su mirada y mucho más... si en realidad fuera su mirada. Por eso no puedo.
Y no lo es porque está muerto, disecado. Alguien lo mató. Un día fue un ser vivo con un alma noble, pero hoy ya no lo es. Es solo una representación inerte. Ahora los ojos a los que miro son en realidad unos ojos de cristal.
¡Qué pobreza la del alma humana, robarle la vida a su mirada!
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