Cuando camino por el campo, a menudo pienso en algunas especies de animales como las grandes olvidadas de nuestra fauna. Se me cruzan por el camino y me asombro que ante la belleza de algunas de ellas la gente no se detenga más a admirarlas. Me pasa con los azulones, por ejemplo, pero también con las perdices (Alectoris rufa). Su cotidianidad y su abundancia consiguen que pasen desapercibidos para muchos amantes de los animales. Pero como fotógrafo me vuelvo consciente de la hermosura de sus plumajes y me hace pensar que esta afición (la fotografía) sirve para algo más que para transmitir a la sociedad la importancia de conservar el medio y a sus moradores; que sirve para algo más que para hacer educación ambiental entre quienes observan las imágenes; que va más allá de la simple pedagogía, imprescindible en estos tiempos tan difíciles para la naturaleza. Nos ayuda también, además, a abrir los ojos frente al ostracismo al que hemos relegado a aquellas especies que, por comunes, se han vuelto invisibles para muchos. Animales algunos, sí, hay que reconocerlo, de tonos apagados y modestos que les sirven, sin embargo, para pasar inadvertidos ante sus depredadores. Currucas, mosquiteros o aláudidos son buenos ejemplos de familias de aves olvidadas a las que se les presta por lo general una atención escasa. Pero en otras ocasiones especies de exóticos y llamativos colores pasan también desapercibidas ante nuestros ojos. La perdiz roja es una de esas especies, y yo me asombro de ello. Solamente los cazadores que la persiguen con tesón parecen darse cuenta de su belleza; y cómo me recuerda ese gran interés que muestran por esta especie al que sienten sus colegas británicos por el lagópodo escocés; lo que me entristece, además, doblemente.
Cuando el sol de la mañana comienza a calentar estos días de incipiente primavera, las perdices ya están correteando de allá para acá, en parejas, cantando y reclamando, erguidas, tiesas; ligeras y veloces a veces, a peón; y a veces pausadas y mimetizadas. En algunas oportunidades se me acercan junto al hide a picotear las gramíneas que crecen a la sombra de las encinas, junto a las que yo me acomodo intentando pasar desapercibido. Y a tan escasa distancia las llego a tener en ocasiones, que puedo reparar privilegiadamente en los detalles de su maravilloso plumaje sin que ellas lo adviertan. Me gusta oír su canto en nuestros campos cerealistas y adehesados. Verlas con sus familias numerosas cruzando caminos, perdidos y campos de rastrojos, apresuradamente, inquietas ante los peligros que puedan acechar a sus polluelos. Modelos inesperados en sesiones fotográficas a otras aves, su reclamo se transforma en banda sonora de excursiones camperas, de paseos y trabajos en el campo.
Compañeras de amaneceres, eso son nuestras perdices con sus filigranas de colores.
Cuánta razón tienes. No vemos la belleza cotidiana que nos rodea. Estupendas fotos y artículo.
ResponderEliminarNos acostumbramos y dejamos de apreciarlo, es cierto. Gracias por pasar y comentar.
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