Desde antes de salir el sol una abubilla ya proclama a mis espaldas su porción de paisaje mediante su característico reclamo, profundo y grave, como esponjoso, retumbando por toda la vallejada en la que me encuentro. He llegado hasta una encina baja y achaparrada, rodeada de carrascos, con las primeras luces de un día de diario que se presenta soleado y despejado, vacío de gente y alejado de rutinarias labores agrícolas. La soledad es total. Literalmente empotrado en el follaje que rodea el árbol paso inadvertido a la fauna esteparia que merodea por la zona, con la esperanza de que alguno de sus miembros se deje fotografiar sin miramientos. Me gustan estos momentos en los que se inicia un nuevo día, los albores de una nueva jornada para cientos de seres tras el descanso nocturno. Siempre me han gustado los amaneceres, fríos, solitarios, despejados aún de los quehaceres humanos que lo invaden todo. Solo yo y el espacio que me rodea. Yo solo y los seres que lo pueblan.
El vehículo ha quedado a casi un kilómetro de distancia. Hasta aquí he llegado, pues, caminando sin prisas, intentando esquivar el rocío posado sobre la hierba para que las botas no acaben mojadas y frías, en un gesto tantas mañanas repetido. El gorro de lana y el poco abrigo que he traído se van a hacer imprescindibles en adelante; el grado y medio de temperatura que ha marcado el termómetro del coche en el momento de aparcar me ha sorprendido y promete unas primeras horas de hide "espartanas", puesto que la predicción no las indicaban tan bajas. Me acomodo en el centro de la vaguada rodeado de minúsculos roquedos que le dan variedad al vallejo. Delante de mí una nueva alfombra de flores de las que esta primavera nos está regalando sin contemplaciones; las manzanillas tapizan una porción de varias decenas de metros cuadrados por delante de mí y a mi izquierda en esta porción de estepa que he hecho mía, si quiera durante un pellizco de horas en esta mañana fría. Me basta una sola foto de un animal atravesando la alfombra de flores para compensar el madrugón. Una abubilla, una liebre, una corneja merodeando en busca del desayuno, un alcaraván,... un zorro. Al final una buena perdiz (Alectoris rufa) vino a compadecerse de mí y cruzó rápida mi tapete amarillo y blanco. Mira hacia la encina de donde sale el sonido de la cámara, posa y continúa su camino, alejándose. Suficiente para guardar en mi tarjeta tres o cuatro fotos que representan la belleza de las primaveras mediterráneas, su explosión de vida tras semanas de lluvia. No pasó por donde yo hubiera deseado enfrente mío, es cierto, pero al menos pasó y le estoy agradecido. Gracias por ello, perdiz.
Buen trabajo Jesus, son preciosas con ese ambiente primaveral.
ResponderEliminarUn saludo.
Carlos.
Me alegro que te gusten, aunque hubieran mejorado radicalmente si llega a pasar por delante del hide en vez de por la izquierda como comento en el texto. En cualquier caso la fauna salvaje es así, hace lo que quiere que para eso es silvestre, y si no le gusta a uno ... se debería dedicar a otra cosa, jeje. Habrá que volver a intentarlo.
EliminarGracias Carlos y un saludo.