21 de abril de 2020

El día de La Tierra

Hoy, 22 de abril, día mundial de La Tierra, soy especialmente pesimista respecto del futuro que nos espera al ser humano como especie. El confinamiento nos ha despertado a la cruda realidad de un futuro más que incierto si pensamos un poco más allá de la actual pandemia, a la cual de una manera u otra estamos venciendo. Porque si después de este interludio pasajero no pensamos como especie, si no interiorizamos que solamente somos una pieza más en un organismo vivo mucho más importante, si no aprendemos de los errores pasados, de la deriva a la que nos está llevando nuestro miopía histórica, si no actuamos como un todo junto con el resto de seres vivos del planeta ... llegará el día en el que La Tierra nos devolverá de la manera más cruda el maltrato al que la estamos sometiendo. Y ese día puede estar más cerca de lo que pensamos. Yo no lo veré, ni la generación o generaciones siguientes quizás, pero en tiempos geológicos el planeta no da para más. El desastre es inminente. El mundo globalizado que hemos construido puede ser nuestro verdugo si no dejamos de pensar en nosotros mismos, en mirarnos nuestro ombligo, y en amasar poder y dinero, consumiendo compulsivamente bienes materiales innecesarios y superfluos, y explotando recursos naturales escasos e imprescindibles para el funcionamiento de la vida en el planeta, tal y como la conocemos actualmente. Si no hacemos que ese mundo globalizado juegue a nuestro favor, a favor del planeta, muchas cosas estarán perdidas. Quizás todo.

Lo siento, reconozco que soy muy pesimista. Y es que no tengo ninguna confianza en la memoria de la especie humana; multitud de veces ha demostrado que es muy frágil, extremadamente frágil, por no decir inexistente. Cuando pase esta crisis sanitaria seguirá prevaleciendo el poder, el dinero, la explotación de los recursos del planeta y hasta de nuestros propios congéneres. Todo seguirá igual, incluidas las desigualdades. Seguiremos alimentando una máquina insaciable en la que la injusticia social se habrá acrecentado aún más. Nos habremos olvidado de todo, mientras gurús y salvapatrias nos relatarán el mantra de la heroicidad que hemos realizado venciendo todos juntos al virus. Y nosotros nos olvidaremos contentos del fondo del problema: nuestra total desconexión emocional de la naturaleza, del planeta y del resto de seres vivos con los que lo compartimos. Voluntariamente nos anestesiaremos para vivir felices en una ignorancia buscada y suicida.

De hecho, hay mucha gente que ni siquiera se plantea que pueda haber otro modelo social y económico. Y además los votamos, y los jaleamos. Los Trump o los Bolsonaro están entre nosotros, y nosotros, los hombres, los encumbramos y les damos el poder. No nos puede extrañar luego lo que digan y hagan.

Es cierto que hoy, 22 de abril, día mundial de La Tierra, cuando ya llevamos cuarenta días de cuarentena, empezamos a ver muy tenue la luz al final de este túnel. Aún no sabemos la longitud que tendrá el que estamos atravesando, aunque ya intuimos por lo pequeñita que se ve esa ventana luminosa al fondo del todo, que este va a ser todavía muy largo. Y por no saber, no sabemos si tras esta travesía oscura en la que nos encontramos vendrán más túneles igual de negros. El tiempo nos lo dirá, y esperamos estar todos para verlo, aun sabiendo que "todos" es una expresión que no se va a ajustar a la realidad. Por el camino muchos se apearán de este tren. Muchos ya lo han hecho.

Sea los que sea lo que el futuro nos depare a nosotros, la vida continúa ahí afuera, al lado mismo de nuestros confinamientos. Y yo sigo enganchado a ese resquicio de vida para mantener mi cordura y mi estabilidad emocional. No puedo salir a respirar naturaleza. No puedo sentir la corteza rugosa de las encinas, ni su hojarasca rígida y reseca en el suelo al caminar bajo sus grandes copas. Pero al menos desde las ventanas puedo observar cómo continúa la vida del otro lado. Soy testigo del devenir ancestral de la primavera. De otra primavera más. Espío desde mi ventana indiscreta cómo los gatos se han adueñado de la isla del Soto, y de cómo uno de ellos de color negro debe ser, sin duda, una gata porque hasta tres gatos diferentes van últimamente siempre detrás de un ejemplar negro. No les debe dar mala suerte, precisamente. Lo curioso de esto es que nunca antes, desde hace 21 años que vivo en este mirador privilegiado, habíamos visto a los gatos pasar de día por la pasarela de acceso a la isla, y menos aún habíamos visto alguno allí. Seguro que lo hacían de vez en cuando, pero obviamente sería de noche, pues aunque sean gatos urbanos la verdad es que rehuyen de la compañía humana y están medio asilvestrados. Ahora, sin embargo, con la isla cerrada desde días antes incluso de que se aprobara el confinamiento, el trasiego de gatos entre la isla y la urbe es continuo a cualquier hora del día.




Sin embargo, a mí los que más me gustan son los dos gatos de orejas melladas por las trifulcas que viven debajo de nuestras ventanas, en una casa baja deshabitada hasta la llegada del verano, cuando vienen los moradores desde su residencia madrileña habitual. El uno con unos ojos maravillosos de color azul cielo, el otro con su mirada amarilla. Ambos son ahora los dueños de los tejados de la casa, sestean y se amodorran entre las onduladas cubiertas de fibra de vidrio o entre la hojarasca caída en su jardín.





Como no puede ser de otra manera en estos días en los que las ventanas nos imantan, vemos a diario al visón americano medrando por el brazo de río encauzado entre la aceña y las casas. Que en dos ocasiones lo haya visto nadando hacia la misma zona de la casa baja con un cangrejo sin comer en las fauces -apreciable en la última de las fotos, por ejemplo-, me hace pensar en la posibilidad de que tenga cachorrillos en algún rincón de estas viviendas, lo que no puede ser motivo de alegría, precisamente. Los veo ir y venir de una orilla otra, con su inconfundible forma de nadar, como si de un palo se tratara, con la grupa asomando siempre fuera del agua, cuando no toda la espalda, y sin la soltura y elegancia de nuestras nutrias.






Ya conocéis de mi anterior entrada al resto de moradores del lugar. Un cormorán sigue dejándose caer de vez en cuando por aquí, a veces para pescar, a veces para descansar. Desconozco si será siempre el mismo individuo o si se trata de varios distintos, aunque desde luego siempre los veo de uno en uno, solitarios.




Los azulones siguen visitándonos cada día, a veces en grupos pequeños y otras en parejas o solitarios. Casi siempre machos, excepto algún que otro ejemplar hembra identificable en los grupos que pasan volando por delante nuestro a lo largo de la cinta transportadora que pasa a ser el río. A alguno incluso se le observa la muda del plumaje. Me sirven, en cualquier caso, para componer con las hondas que dejan tras de sí, o con la vegetación.












Las cigüeñas ya se han dejado fotografiar por fin. Las veo a diario en la isla, generalmente cazando por las praderas llenas de flores amarillas, aunque intermitentemente las observo acarreando algo de material para el nido. Caminan pausadas, con la elegancia que les caracteriza, por los caminos de la isla y entre los juegos y mobiliario deportivo instalados en ella. Van y vienen, de allá para acá, inspeccionando todo lo que se puedan echar al pico. Como ocurriera con los gatos, nunca antes en los años que llevamos viviendo aquí habíamos visto a las cigüeñas posadas en la isla. Se las ve felices, tranquilas, disfrutando de un espacio muy cercano a su nido, que un bichito nos ha arrebatado a los humanos.




Garzas reales y garcetas comunes siguen revoloteando por la aceña, aunque no sea fácil fotografiarlas al meterse recurrentemente tras la vegetación que cubre la caída del agua. De las primeras habitualmente dos ejemplares se persiguen y se molestan hasta que solo una se queda en la zona. De la segunda, van y vienen entre la aceña donde pescan y las ramas de los árboles donde descansan.


Los vecinos más agradecidos siguen siendo las palomas torcaces, que se posan en las antenas de alrededor y me permiten fotografiarlos con todo tipo de luces y fondos, según sean los cielos y nubes del día. Siempre me ha resultado un pájaro precioso, pero ahora que me encuentro limitado por las circunstancias y que lo observo con el plumaje intenso de la época de reproducción, no puedo por menos de fotografiarlo una y otra vez. Su belleza es incuestionable.






Y como no puede ser tampoco de otra manera, las palomas domésticas que viven en la casa baja también me distraen intentando componer con las tejas de la cubierta. No son muchas ahora; por algún motivo ha desaparecido el gran número de palomas que había hace años, aunque me percato de ello. ¿Por qué será?




De entre todos los vecinos emplumados que trajinan entre tejados, jardines y vegetación de ribera, la urraca se muestra incondicionalmente desconfiada. ¡Qué tía! No hay manera de abrir una ventana, por despacio que lo hagas, sin provocar que desaparezca como alma que lleva el diablo. De hecho, estas fotos están realizadas a pulso sin abrir la ventana, porque todos los intentos de fotografiarla como al resto de vecinos -apoyando el equipo sobre una "bean bag" en la ventana- acababan en una huida precipitada. Las veo perseguir a mirlos comunes y estorninos negros. Parece que disfrutan molestando a los demás, sin un objetivo concreto. Son los macarras del barrio, los abusones que nadie quiere tener al lado. Pero maravillosas con sus irisaciones verdes y azules. Inteligentes, adaptables. Magníficas y necesarias.



A  los estorninos negros y a los mirlos comunes los veo siempre afanándose en coger los frutos negros de la hiedra que crece en el jardín de la casa baja. Inquietos, no resulta sencillo retratar a los mirlos, siempre buscando entre la vegetación del jardín. Seguiré intentándolo. Lo veo siempre como ajetreado, como si una urgencia le obligara a no quedarse quito; se posa sobre el tejado o sobre la antena unos segundos (imposible, no me da tiempo), para luego dirigirse orilla arriba hasta una misma zona donde, con toda seguridad, estará oculto su nido. estos días solo veo al macho, así que la pareja estará tumbada incubando ya. La primavera no descansa.



Y finalmente los entrañables gorriones comunes van y vienen por tejados y aceras, recogiendo el pan que algún vecino les tira desde el balcón, ... bonitos también con su plumaje más intenso y el pico más negro, como corresponde a la época en la que estamos.



La vida sigue sin nosotros. Los vecinos que observo desde mis ventanas así me lo demuestran. La fauna está a lo suyo sin que le afecte negativamente nuestra situación, encantados, muy por el contrario, de nuestra cuarentena de cuarenta días ya. Y la vida seguirá incluso cuando no estemos nosotros, aunque será entonces necesariamente una vida más fea, porque por el camino habrá desaparecido gran parte de la biodiversidad que hoy aún conocemos. Y esto acabará sucediendo a menos que prioricemos por fin la justicia social y climática. Y eso solamente será posible si admitimos nuestros errores, aprendemos de ellos y aprovechamos, además, esa globalización en nuestro beneficio, para conquistar un modelo social y económico respetuoso con todo el planeta y con nosotros mismos.

1 comentario:

  1. Hasta ahora todo bien, me alegra que tu también estés bien. Tienes toda la razón con lo que dices, me ha encantado leerte. Besos.

    ResponderEliminar