30 de septiembre de 2020

El lobo y el conflicto de las cifras


El lobo ibérico (Canis lupus signatus) a mediados del siglo XIX se distribuía todavía por la práctica totalidad de la península ibérica, a pesar de los siglos de persecución a la que el hombre había sometido a la especie. Las trampas loberas usadas desde tiempos inmemoriales, los cepos y los lazos, así como las armas de fuego de la época solo habían conseguido hasta entonces mantener aquella vieja guerra en "tablas". No había ni vencedores ni humillados. Un Real Decreto, de 3 de mayo de 1834, ya amparaba legalmente la eliminación de los animales considerados "dañinos" para la caza, la pesca o la ganadería mediante recompensas, y el lobo era la especie más cara de la lista, la más codiciada y perseguida: "...se pagará a las personas que los presenten muertos por cada lobo 40 rs -reales-; 60 rs por cada loba, y 80 si está preñada; y 20 rs por cada lobezno;..." La persecución que ancestralmente se hacía de la especie comenzaba a estar incluso regulada y organizada por Ley.


Así las cosas, la llegada del siglo XX ya apuntaba maneras, y la práctica totalidad del litoral mediterráneo había dejado de contar con la presencia estable del gran carnívoro del Paleártico. El hombre había puesto el pie en el acelerador y se generalizaba el uso del veneno como método de control de predadores, aunque ya históricamente se había usado untado en las puntas de flechas, saetas y lanzas, y regulado incluso en 1542 por las Cortes de Valladolid, durante el reinado de Carlos I, constituyendo su uso una excepción únicamente permitida para el abatimiento de lobos, quedando expresamente prohibida para cualquier otra especie, lo que da una idea del encono que de siempre ha sufrido este cánido. El uso generalizado del veneno fue autorizado finalmente por la Ley de Caza de 1879, uso que no se prohibió de manera total y definitiva hasta 1995!!!! a través del artículo 336 de la Ley Orgánica 10/1995 del 23 de noviembre del Código Penal. Un Reglamento de 3 julio de 1903 desarrollaba la Ley de Caza de1902, y en su sección VII enumeraba las especies dañinas a perseguir y la recompensa que se debía abonar a quien las abatiera. Por cada lobo macho los ayuntamientos debían abonar 15 pesetas, y 20 si era hembra; los lobeznos, por su parte, solo suponían 7,5 pts de bonificación, lo mismo que los zorros. Un lince, por ejemplo, se pagaba a 3,75 pts. El citado Reglamento obligaba a través del art. 67 a los Gobernadores Civiles a destinar partidas presupuestarias municipales para este fin ante las continuas quejas de muchos ciudadanos de que los ayuntamientos no reservaban dinero para estos pagos. 


Se produjo entonces un cambio radical en la enconada persecución que del animal veníamos haciendo. El desembarco y generalización del uso del veneno desde décadas atrás como medio de exterminio, combinado con la proliferación y mejora de las armas de fuego consiguió que en las primeras décadas del nuevo siglo la superficie ocupada por el lobo en la península se hubiera reducido ya a menos de la mitad.


Y tan solo otros pocos años más fueron suficientes para acantonarlos en el cuadrante noroccidental de la península ibérica. Lo que había parecido imposible durante siglos de persecución ancestral, era una ansiada realidad para gran parte de la geografía ibérica. El acoso obsesivo del hombre hacia todos los depredadores, especialmente el lobo, marcó un antes y un después con la creación en 1953 de las Juntas Provinciales de Extinción de Alimañas y Protección de la Caza, organismo público dependiente del Ministerio de Agricultura franquista que se fundó para perseguir todo ser vivo que pudiera competir con el hombre por los recursos cinegéticos, y que durante ocho años hasta su disolución en 1962 permitió recompensar la muerte de 1.470 lobos, junto con 1.207 águilas reales, 22.861 ejemplares de otras rapaces, 153 linces, 3.479 gatos monteses o 53.754 zorros, por poner solo algunas cifras. La estricnina asociada a la gestión ganadera y cinegética hacía estragos, no solo entre los lobos, sino entre otras especies que fueron llevadas al borde mismo de la extinción, como en el caso del quebrantahuesos. Sin duda fueron décadas nefastas en nuestro país. Ya no eran necesarias las viejas y monumentales trampas loberas de fabulosos muros convergentes en un pozo, que movilizaron durante siglos y hasta mediados del siglo XX -que es cuando se tiene constancia de la última batida- a centenares de paisanos de los pueblos de la comarca batiendo el terreno para empujar al temido depredador a aquel callejón sin salida, algunas de ellas construidas y mantenidas en activo desde, por lo menos, la Edad Media. Loberos y alimañeros con un zurrón lleno de cebos envenenados sembraban de muerte nuestros campos. El uso indiscriminado y constante de las escopetas hicieron el resto.


Entonces se produjo un nuevo punto de inflexión en este desencuentro entre los dos grandes superdepredadores de Europa: un cambio de actitud y de mentalidad en la sociedad española, que se paralizaba absorta delante de los televisores cada semana, viendo y sintiendo los programas del Hombre y la Tierra. Nos enamoramos de lo que teníamos fuera de nuestras ciudades y pueblos, aquella naturaleza increíblemente bella y salvaje estaba ahí mismo, a nuestro lado. Los cinco capítulos dedicados al lobo ibérico consiguieron convencer a la España de la incipiente transición de que el lobo debía ser protegido y conservado. Este cambio de mentalidad consiguió que se cambiaran leyes (en 1970 se prohibió tímidamente la utilización "no autorizada" del veneno, al tiempo que el lobo pasa a ser considerado "especie cinegética" lo que prohibe por fin que se le pueda matar en todas las épocas del año, en cualquier circunstancia y con todos los métodos posibles, incluidos venenos, lazos, cepos, ...) y que el desenlace fatal del definitivo exterminio del lobo se alejara cuando su población debía rondar mínimos históricos, con unos escasos 200 lobos (Valverde, 1971) ocupando una superficie de apenas 80.000 kilómetros cuadrados de los casi 600.000 que tiene la Península Ibérica. El Decreto 2122/1972, de 21 de julio, que regulaba el empleo de veneno y la concesión de las preceptivas autorizaciones, no fue derogado hasta la llegada del Real Decreto 2179/1981, de 24 de julio, que publicaba el nuevo Reglamento de Armas. Sin embargo, se siguieron concediendo permisos para envenenar nuestros campos hasta 1983, último año en el que los Gobiernos Civiles otorgaron autorizaciones.

La disminución del uso del veneno (que no su erradicación, ya que nunca se dejó de utilizar de manera ilegal, e incluso está viviendo en las últimas décadas un repunte importante, calculándose que solo en los últimos 25 años hasta 2017 murieron envenenados en nuestro país más de 200.000 animales), el aumento de presas derivado del éxodo rural y el abandono del campo, y el cambio de percepción social que se produjo en aquellos años fueron aspectos fundamentales en la recuperación del gran cánido. Había quedado arrinconado, sí, pero el lobo es un superviviente.


Es cierto que aunque sus efectivos y la salud general de su población han mejorado respecto de su momento más crítico, no es menos cierto tampoco que tras un período de tiempo de relativa recuperación, en las dos últimas décadas su área de distribución no ha mejorado sustancialmente. Entre el mapa que refleja el área aproximada ocupada por la especie en 2000 y el actual que vemos debajo no notamos apenas diferencia, excepto quizás el regreso a la Sierra de Gredos y el asentamiento definitivo en la provincia de Ávila, siendo prácticamente idénticos los censos nacionales de manadas publicados en 1990 y en 2015. Sin embargo, en contraposición a este estancamiento en los medios de comunicación no oímos más que noticias sensacionalistas que hacen referencia a la supuesta "alarmante expansión incontrolada" que está experimentando el lobo y a la necesidad de controlarla.


Pero hablemos de cifras.

Censar la población de lobos en España es simplemente una quimera inalcanzable. Nunca se sabrá cuántos lobos hay pues se vuelve imposible contarlos de uno en uno. El lobo es un animal tímido por la persecución a la que desde milenios se ha visto sometido por parte del hombre, y campea por territorios muy amplios. Sus hábitos nocturnos y discretos impiden que se puedan realizar censos reales, entendiendo como "censo" el conteo de los ejemplares que constituyen una población. Lo que nosotros denominamos como tales solo son en realidad "estimaciones" realizadas a partir de otros parámetros que son más fáciles de contabilizar. En algunas ocasiones lo que se realiza son extrapolaciones a regiones muy amplias de lo estimado en otras mucho más pequeñas, como en el caso de Rusia, Canadá, etc. El segundo sistema -empleado en España y en buena parte del área de distribución de la especie- lo que se cuenta son las manadas existentes, lo que puede resultar más sencillo de estudiar que el número individual de ejemplares. Por lo tanto, sería mucho más acertado hablar de estimaciones de grupos familiares. Después solo habría que multiplicar el número de grupos estimado por el de ejemplares que, de media, se conjetura que puedan tener cada clan. Pero aún es más complejo que una simple multiplicación, pues existe un porcentaje de especímenes que no se adscriben a manada alguna. Son los llamados "flotantes", ejemplares de los que en realidad tampoco sabemos qué relación o grado de cohesión mantienen con alguna manada. Efectivamente, los hay errantes, divagantes, ejemplares que mantienen una cohesión más o menos laxa con un grupo concreto, dispersantes, periféricos, ... Contabilizar estos ejemplares resulta aún más complicado todavía pues las observaciones no nos pueden decir qué situación real es la de esos ejemplares respecto del espacio físico en el que se mueven (territorio de un clan, en búsqueda de territorio, etc). Por lo tanto, para estos ejemplares -a menudo subadultos- que, al menos temporalmente se observan "no asociados" a ningún grupo, lo que se hace es, de nuevo, estimar un porcentaje que se vendría a multiplicar al resultado anterior (total de lobos = Nº de grupos multiplicado por el Nº medio de ejemplares por grupo). Este porcentaje de divagantes, errantes, dispersantes o simplemente de ejemplares que, aun perteneciendo a un clan familiar, pasan temporadas muy largas campeando lejos de sus compañeros, se calcula que representan un porcentaje de entre un 10 y un 15% de la población, según autores de diversos países. 

Como vemos, incluso realizar una simple "estimación" del número real de lobos que tiene una región o país no es en absoluto sencilla, así que hacer un "censo" parece materialmente imposible. Pues bien, aún hay otro factor que lo complica todavía más. Como a cada manada se le adjudica siempre una media de ejemplares que suma los nuevos cachorros que sobreviven al primer invierno, en realidad se están olvidando de las ocasiones en las que los grupos no se reproducen. Estos casos de clanes sin reproducción no se tienen en consideración en ningún censo, por lo que el resultado final sobreestimaría siempre la población real en un porcentaje, que aunque pequeño, existe. 

En nuestro país se han realizado únicamente dos censos (estimaciones) nacionales de la especie. El primero tuvo lugar entre los años 1987 y 1988, y concluyó con la existencia de 294 manadas con un número de entre 1.500 y 2.000 ejemplares (otorgando una media de 5 - 7 lobos por grupo reproductor), suponemos que incluyendo ya el 10 - 15% de ejemplares divagantes que no pertenecen a grupos concretos. Estos grupos familiares ocupaban en aquel momento una extensión aproximada de 100.000 kilómetros cuadrados.

El segundo censo (estimación) nacional se llevó a cabo entre los años 2012 y 2014, es decir, un cuarto de siglo después, siendo contabilizadas en esta segunda oportunidad 297 manadas, que se repartían por 91.620 kilómetros cuadrados de nuestro país, pero con un número de lobos sin conocer públicamente ya que se hace imposible encontrar este dato o el de tamaño medio del grupo en informes públicos oficiales, lo que resulta muy sospechoso de cara a la transparencia que de la polémica gestión de esta especie está haciendo la administración. Artemisan, el lobby cinegético más poderoso de nuestro país, estima en base a lo que ellos denominan "... revisión de diferente bibliografía científica ...", pero que se cuidan mucho de no especificar, que hay entre 2.300 y 3.250 lobos (lo que sumaría de ser cierto una media de entre 7,7 y 10,9 individuos por cada núcleo familiar), suponemos que incluyendo también ese porcentaje que se conjetura en España de lobos flotantes. Según otros artículos en prensa esta cifra se reduce a 2.500 ejemplares, en cuyo caso el tamaño medio de manada sería de 8,4 individuos.


Los dos sencillos párrafos anteriores nos cuentan varias cosas realmente importantes. La primera, que durante las últimas décadas el número de manadas y de superficie ocupada por la especie no han variado un ápice, algo que se contradice con la tan reiterada expansión incontrolada del lobo, llegando a ser calificada en los medios de comunicación como de "plaga". Estos resultados solo se pueden interpretar de una única manera: la recuperación de la especie se ha frenado casi por completo y se encuentra en un proceso de estancamiento, lo que se podría calificar eufemísticamente de "estabilización". La segunda cuestión es tan obvia que da vergüenza ajena tener que hablar de ella: ¿cómo se explica de un modo científico y empírico que si el número de grupos reproductores y la superficie que ocupan no ha variado en más de dos décadas ahora hayamos pasado de golpe a tener una horquilla de entre 1.500-2.000 ejemplares a otra de 2.500 según algunas publicaciones o incluso de 2.300 a 3.250 según otras? Obviamente los redactores de las conclusiones del censo han decidido aumentar el número de ejemplares por grupo en base a unos criterios científicos, cuanto menos polémicos dado que son numerosos los expertos que valoran medias muy inferiores a las que aquí se están utilizando -y de las que luego hablaremos- en este segundo estudio nacional para calcular la población de lobos de nuestro país. ¿Por qué somos el único país del mundo que infla el número de ejemplares por manada?

La respuesta queda en el aire, aunque es fácil imaginar las implicaciones que esta decisión tiene a la hora de justificar, por una parte, los controles poblacionales al sur del Duero y los aprovechamientos cinegéticos al norte, a parte de las implicaciones profesionales que, por otro lado, pueden tener para los redactores del Segundo Estudio Nacional a la hora de recibir nuevos encargos por parte de esas administraciones que, no lo podemos olvidar, quieren gestionar la especie a golpe de acciones letales, bien como objeto de la mal llamada "caza deportiva", bien con la normalización de los "controles excepcionales", que tan habituales se han vuelto ya, para vergüenza de nuestras administraciones. La verdad es que se hace difícil no pensar en una premeditada manipulación del estudio con fines concretos. Otro ejemplo de esta manipulación torticera lo encontramos en el siguiente caso: en 2016 la titular del Ministerio de Agricultura, Alimentación y Medio Ambiente, la Sra. Tejerina, solicitó a Europa que se permitiera la caza del lobo también al sur del Duero, basándose para ello en el informe publicado el 11 de marzo de 2016 por el Ministerio de Política Territorial explicando los resultados y metodología con que se realizó el Segundo Censo Nacional, participado por su Ministerio y las CCAA con presencia del cánido, y en el que se hace referencia a un supuesto "inventario" de 2007 -que como veremos enseguida no es tal- en el que se estiman 250 manadas únicamente. Dice textualmente este informe que "Hay que tener en cuenta que la estimación realizada en 2007 (Atlas y Libro Rojo de los Mamíferos Terrestres Españoles), aunque con diferente metodología, fue de 250 manadas." Sin embargo, el citado Atlas de Mamíferos Terrestres hace su estimación a partir de los censos de solo dos CCAA (Castilla y León, 2001, y Asturias, 2004), de otros informes dispersos y del primer censo nacional, pero sin aportar censos reales del resto de Comunidades Autónomas, lo que en modo alguno se puede comparar ni considerar como un inventario o censo en sentido estricto, y menos aún nacional. Sin embargo, pasar por alto los datos del primer Estudio Nacional le resultaba a la Ministra muy útil para apoyar la idea de que la población había aumentado mucho -en concreto de 250 manadas a 297-, aunque esa cifra de 250 grupos no fuera el resultado de ningún censo nacional, y ni se le pareciera. Desde luego le resultaba mucho más ventajoso para su pretensión que reconocer que en 26 años la población española de lobos había aumentado solo en 3 grupos.

Pero dejemos estas batallas, que me disperso, y regresemos al objeto de este post. 


Internacionalmente, y para no sobreestimar los datos, algo que repercutiría negativamente en la conservación de una especie a la que se gestiona con acciones letales, se tiene en cuenta el tamaño de la manada durante el período de invierno a la hora de estudiar la población de lobos. Esto se hace así por varios importantes motivos. Por un lado, las manadas están más cohexionadas, agrupadas, de modo que su conteo es más fiel al tamaño real del grupo. Por otro lado la presencia de nieve facilita las prospecciones sobre el terreno. Y por último y lo más importante de todo, hacer las estimas en invierno permite sustraer y no contabilizar aquellos ejemplares nacidos en primavera y que nunca llegarán a la edad adulta -se calcula una tasa de fracaso reproductor del 20% anual en la especie según algunos autores, y mayores según otros-. Además, es bien conocida y estudiada la elevada tasa de mortalidad que soporta Canis lupus, ya que a las causas naturales se suman las numerosas bajas generadas por el hombre (en EEUU y Canadá se cifró la mortalidad media en un 35% sobre la población en invierno). De esta forma, diversos estudios realizados en la península ibérica ofrecen cifras medias de 7,1 lobos por cada grupo familiar durante el verano, y de 4,2 ejemplares en invierno. Por poner un ejemplo, para la Cordillera Cantábrica Llaneza y otros colaboradores calcularon una media de 7 - 9 individuos en verano y de 4 - 5 lobos en invierno, y A. Fernández-Gil y colaboradores concluyeron que en el periodo estival la media de individuos por grupo fue de 7,1 en la meseta castellana, mientras que en invierno en la cordillera fue de solo 3,8 componentes. Muy lejos, lejísimos, extraordinariamente lejos de la horquilla de 7,7 - 10,9 lobos por grupo, o incluso 8,4 según las fuentes, que parece se ha utilizado deliberadamente en el último censo nacional. Algo no está encajando en este asunto. Y se ve más claro aún si sabemos que el tamaño medio de manada considerado en este y otros censos (regionales) supera en un 30 - 40% el considerado en otros censos internacionales, incluidos los realizados en el vecino Portugal con quien compartimos la misma población de lobos ibéricos. Esto queda patente en la siguiente comparativa sobre el tamaño medio de grupo estimado en diferentes países europeos:

Escandinavia        5 - 5,9

Finlandia        5,4

Bialowiesza, Polonia        4 - 5,3

Cárpatos, Polonia        3,9 - 5,6

Eslovaquia        5,7

Francia        4,9

NW Croacia        4 - 5

S Croacia        5 - 7

Cansentinesi, Italia        4,2

Apeninos, Italia    3,7

Portugal        4,5

España (2012-2014)        7,7 - 10,9 / 8,4

Castilla y León (2000-2001)        8 - 10

Sobran las palabras, Spain its diferent.


Como estamos viendo, para conocer de un modo aproximado el tamaño de la población lobuna española o ibérica necesitamos conocer tres parámetros distintos: el número de grupos, el tamaño medio de las manadas durante el invierno (es fundamental que sea en esta época, como ya hemos visto) y el número de ejemplares flotantes. Pues bien en España los censos que se realizan tienen en cuenta las cifras de ejemplares por grupo en verano, al contrario de lo que internacionalmente se asume. ¿Por qué? Es innecesario exponer que, teniendo en cuenta que los cupos de "extracción" (término que eufemísticamente significa "muerte") que se realizan en nuestro país se basan en las cifras resultantes de estos pseudocensos, sobreestimar el número de lobos implica la muerte de un mayor número de ellos, lo que a medio y largo plazo puede resultar en un grave problema para la sostenibilidad y conservación de la población, lo que pudiera parecer el oscuro objetivo final de nuestras administraciones, muy al contrario de lo que se hartan en proclamar.

Para comparar diferentes estudios se vuelve imprescindible que la metodología utilizada en unos y otros, y los criterios para redactar los resultados, sean comparables entre sí, de modo que el diagnóstico final nos permita hacer una verdadera radiografía del estado de conservación de la especie y un análisis fiel de su dinámica poblacional. Solo así podremos superar el conflicto de las cifras, y además, de paso, gestionar de una manera eficiente la especie en pos de su conservación y expansión a nuevos territorios, con datos objetivos que no sobrevaloren el tamaño real de la población malintencionadamente, incrementando esos cupos de muertes que se aplican en la actualidad sobre esa base groseramente sobredimensionada.

No se puede pretender desde las administraciones que el conflicto social entre los sectores conservacionistas y antilobo se solucionen si partimos de la base de que se juega irresponsablemente con las cartas trucadas. La manipulación objetiva de la realidad por parte de nuestras instituciones es patente y soezmente tendenciosa, comportándose de un modo insensato con la tergiversación que hacen de las cifras. El enfrentamiento entre detractores y defensores del lobo, por un lado, entre administraciones y afectados por los ataques, por otro, y finalmente entre ONGs e instituciones, no beneficia a nadie exceptuando a los medios de comunicación que no solo obtienen carnaza para sus artículos sensacionalistas, sino que se han convertido en parte del problema al amplificar demagogias y mentiras, y solo el uso de la verdad puede derivar en un, hoy en día hipotético, entendimiento entre todas las partes implicadas. Comencemos pues, por realizar estudios de las poblaciones ibéricas de lobo realistas, con base en estudios científicos rigurosos, independientes, con metodologías internacionalmente consensuadas, y sin manipulaciones posteriores de los resultados.

Se trata de algo tan sencillo y a la vez tan complicado como tener sentido de la responbsabilidad.


Voy a concluir dejando encima de la mesa un resumen mucho más fiel de la realidad del lobo en España. Si esas 297 manadas las multiplicamos por una media de 4,2 ejemplares en invierno obtendremos una cifra de solo 1.247 lobos. Si además sumamos, no un 10% de divagantes, sino un 15% para ser generosos, la estimación final de lobos en nuestro país alcanzaría la cantidad de 1.434 lobos ibéricos. Una cifra que contrasta enormemente con los 2.000-2.500 que se vienen utilizando gratuitamente en muchos medios e instituciones, y en base a los cuales se decide el número de ellos a matar, y no digamos ya de los 2.300-3.250 que el lobby cinegético ha tirado al aire a ver si cuela.

1.434 lobos.

NOTA: Todas las imágenes de esta entrada se muestran en su formato original, sin recortes o reencuadres, y están obtenidas, al igual que las de otras entradas anteriores, en condiciones controladas en el Centro del Lobo Ibérico, ubicado en Robledo, Puebla de Sanabria.

20 de septiembre de 2020

Incendios y caza

Todos conocemos y hemos leído artículos o visto crónicas televisivas en las que se habla de la relación directa que hay en España entre los incendios y ciertos intereses económicos. Unas veces están relacionados con el uso del suelo, la facilitación de pasto para el ganado o el aprovechamiento de la madera quemada. En otros casos se provocan como resultado de las riñas y odios personales entre vecinos con afán de venganza. En otras muchas ocasiones como consecuencia de una irresponsable negligencia humana: una colilla tirada desde la ventanilla de un coche, una barbacoa, un vehículo a motor que en su trasiego por algún camino emite una chispa que resultará fatal, un vidrio tirado en el monte que hace de lupa, ... 


Así las cosas, todos sabemos que los incendios generados por la propia naturaleza representan un porcentaje muy pequeño en comparación con aquellos en los que la mano del hombre está detrás. Alguna tormenta eléctrica ocasionalmente acaba provocando uno de ellos, pero la abrumadora realidad es que la mayoría de los fuegos tienen un origen antrópico. Si entre 2001 y 2015 en España se produjeron un total de 85.583 incendios de más de una hectárea, 41.581 de ellos lo fueron de manera intencionada, quemando 963.343 hectáreas, y 18.609 lo fueron como resultado de alguna negligencia, arrasando otras 425.698 hectáreas, mientras que solo 1.892 fueron provocados por la caída de rayos, quemando 101.769 hectáreas. La diferencia de esta suma con respecto del total de siniestros se adjudican a otros conceptos como "Causas desconocidas" o "Incendios reproducidos" (lo que implica que una parte de estos últimos también son resultado de la intencionalidad y/o negligencia). 


Todas estas cifras desvelan una trágica realidad: el hombre está detrás del 70,33% de los incendios, frente al 2,21% de los que tienen un origen natural (el 27,46 % restante se adjudica a los otros dos conceptos ya señalados). Si acotamos aún más el origen de estas catástrofes medioambienteales buscando la intencionalidad del responsable, podemos concluir que el 48,58 % de ellos han sido provocados premeditadamente. Esta cifra aumenta al 55% si se incluye el total de los incendios registrados, sumando el 58% de las hectáreas afectadas según la Estadística General de Incendios Forestales del Ministerio de Agricultura, Pesca, Alimentación y Medio Ambiente, actualizadas a 2018.


Los incendios se pueden agrupar en tres categorías, en función de su origen, y por su importancia en cuanto a número de siniestros y de superficie carbonizada, podríamos muy bien ordenarlos de la siguiente manera: primero los intencionados, segundo los que derivan de actuaciones negligentes o fortuitas sin premeditación, y finalmente los de origen natural. En el siguiente mapa correspondiente a una pequeña porción de nuestro territorio nacional se puede apreciar de un simple vistazo la diferencia entre el número de incendios provocados intencionadamente -puntos rojos-, así como su magnitud -tamaño de los puntos-, y los originados por negligencias, causas naturales, etc. y que se puede consultar en el siguiente enlace de España en Llamas (pasando el cursor por los diferentes puntos correspondientes a los incendios registrados nos emerge información específica de dichos siniestros). Apenas vemos puntos verdes que corresponden a los incendios provocados por la caída de algún rayo, y prácticamente todos son puntos rojos. Un mechero está detrás de cada uno de ellos por alguna motivación premeditada.


Se suelen calificar como Grandes Incendios Forestales aquellos que sobrepasan las 500 hectáreas calcinadas. En el decenio comprendido entre 2007 y 2016 se produjeron 196 de estos grandes incendios, de los cuales 83 fueron intencionados, 53 se originaron por negligencias (fumadores, maquinaria agrícola y forestal, quemas agrícolas, hogueras, maniobras militares, líneas eléctricas), 37 de ellos seguían aún en estudio cuando se publicó la estadística, solo 9 tuvieron como germen un rayo, en 8 concluyeron las pesquisas sin poder determinar la causa, quedando reflejadas como desconocidas, y en otros 6 casos más se reprodujeron a partir de incendios previos.


Esta tragedia resulta aún mayor si a estas devastadoras cifras añadimos los muertos y heridos que los incendios han provocado en ese período de tiempo: los intencionados causaron 20 fallecidos y los producidos por una negligencia 32, a los que habría que sumar otras 4 personas que perdieron a vida en aquellos fuegos cuya causa resultó imposible de esclarecer, más 1 deceso incluido en los producidos por rayo. 57 muertos, casi todos a las espaldas de los delincuentes e irresponsables, y más de 600 heridos, tragedias personales que han cambiado para siempre la vida de muchas familias. Una verdadera barbaridad. 

Es muy triste que esta lacra que arrasa nuestros montes cada verano, y que causa la muerte no solo de nuestros bosques y los seres vivos que en ellos medran, sino también en ocasiones de personas y que provoca además numerosos dramas humanos para quienes lo pierden todo entre sus llamas, incluidas casas y recuerdos, sean principalmente provocados alevosamente. Nos encontramos ante un tipo de delincuente organizado, que con premeditación estudia cómo aprovechar las circunstancias para causar la mayor devastación posible. Y es más triste, si cabe, porque las autoridades generalmente no dan con el autor, que seguirá caminando como un vecino más en alguno de los pueblos de la zona afectada, e incluso irá como un vecino más a alguno de los funerales que él mismo haya provocado. Porque, señores, estos delincuentes que trabajan con el mechero y la cerilla no suelen ser pirómanos que dan rienda suelta a un desequilibrio mental que les arrastra a chiscar el monte, no, son paisanos de la misma comarca que incendian y que, por un motivo o por otro, se benefician de las llamas. 



Una vez analizadas las motivaciones que llevan a estos terroristas medioambientales a prender el monte intencionadamente, la caza se sitúa en una poco desdeñable séptima posición según las cifras recogidas en la Estadística General de Incendios Forestales que maneja el Ministerio de Agricultura, Pesca, Alimentación y Medio Ambiente. Es cierto que, en general, los incendios perjudican la actividad cinegética y son pocas las oportunidades en las que algunos cazadores desaprensivos se benefician del cerillazo, pero estos casos se dan y en ciertos lugares y situaciones están aumentando. Veremos por qué. Según el MAPAMA no menos de 2.629 incendios tuvieron lugar entre 2001 y 2015 con un interés directamente relacionado con la gestión cinegética, y se llevaron por delante 40.021 hectáreas, suponiendo el 2% de los fuegos intencionados y el 4,1% de la superficie devorada por las llamas. Sin embargo, a pesar de estas importantes cifras, esta motivación para prenderle fuego a nuestros campos no es tan conocida por el gran público. A falta de que las autoridades judiciales esclarezcan la autoría y/o los fines que hay detrás del incendio provocado en la sierra de Gredos hace unas pocas semanas en los parajes de la Reserva Natural de la Garganta de los Infiernos, y que acabó afectando a las comarcas del Jerte y La Vera, todo parece indicar que se trata de un ejemplo flagrante de la vinculación de la gestión cinegética con el origen del mismo. No soy el único en pensarlo, como podéis ver en este otro enlace.


Si históricamente y hasta tiempos recientes las quemas controladas que siempre se han venido haciendo en estas sierras tenían como objetivo final reducir la superficie de matorral y propiciar la aparición de pasto para el ganado doméstico, en las últimas décadas los réditos que deja en los terrenos cinegéticos acotados la caza de la cabra montés son mucho más lucrativos y con un menor esfuerzo de gestión. Si históricamente y hasta tiempos recientes las quemas controladas periódicas que siempre se han venido haciendo en esta sierra se solían realizar de día y afectaban a pequeñas superficies, siendo una práctica normalizada, los incendios actuales se provocan al caer la noche, en varios focos y en días de fuerte viento y/o altas temperaturas. La intención ha cambiado. Ya no se busca pasto para las vacas, sino arrasar los terrenos colindantes a los tuyos para que la cabra montés sea abatida allí, en tus predios, y así ser tú el que se lleve el beneficio. Así, el primer foco del fuego que arrasó la cabecera de la Garganta de los Infiernos tubo lugar en la periferia de la Reserva Regional de Caza "La Sierra", que gestiona la Junta de Extremadura. Esto no es una casualidad: evita que las cabras se desperdiguen por terrenos de otros propietarios. Si por cazar un macho montés se puede pagar 4, 5 o 6.000 € os podéis imaginar lo jugoso del negocio para el propietario del terreno en el que es abatido, puesto que el 70% de esa cantidad que paga el cazador va a parar a la cuenta corriente del propietario de la finca (el 30% restante para la Reserva Regional de Caza). Las tierras que conforman la reserva y las colindantes que hasta hace pocos años no valían nada, se han revalorizado en las últimas décadas gracias a un negocio que te puede reportar unos jugosos beneficios sin salir del bar del pueblo.

Vélez-Muñoz (1981) llegó a elaborar una fórmula matemática por la cual calculaba la pérdida cinegética que se podía derivar de un incendio, pero con aquella fórmula se puede ahora calcular igualmente la ganancia económica que reportaría a los terrenos colindantes no incendiados, ya que se desviaría a ellos las ganancias detraídas de las fincas arrasadas. En definitiva, un terreno cinegético incendiado es un competidor menos. Así de claro. 

El incendio de Gredos se iniciaba el 27 de agosto a las 20:30 aproximadamente en el collado de las Yeguas, en plena sierra de Tormantos. Calcinó a lo largo de varios días más de 4.000 hectáreas, afectando a siete términos municipales y áreas de alto valor ecológico que se encuentran protegidas por la Red Natura 2000 y que, sospechosamente, ya se vieron afectados por otro incendio intencionado en el año 2016. Tejos, abedules y enebros son algunas de las especies arbóreas más relevantes que han sucumbido pasto de las llamas, junto con más de 1.400 hectáreas de robledal, y bastantes más de 2.000 de matorrales típicos de la alta montaña, un ecosistema de gran valor, refugio de diversas especies que tienen en ellos su principal hábitat reproductor.

Mucho nos tememos que este tipo de incendios van a aumentar con el paso de los años y la vergonzosa ausencia a nivel nacional de unas leyes eficaces que atajen de una vez por todas las motivaciones económicas de quienes se benefician de las llamas. Mientras haya quien se beneficie del fuego, estos serán recurrentes en nuestro país, ¿cuándo querrán enterarse nuestros legisladores de una vez por todas?



3 de septiembre de 2020

1990

4:00 a.m., suena el despertador y David Emory -un fotógrafo estadounidense que hemos conocido en Sorata hace 8 días- y yo mismo nos disponemos a subir a la cima de la cumbre más alta de Bolivia, el volcán Sajama, de 6.542 m. Estamos los dos solos en el campo base y en la montaña, pues tras un primer intento a cumbre dos días atrás, mis dos compañeros del Grupo Salmantino de Montaña han cambiado de planes (uno de ellos va a intentar otros volcanes cercanos y el otro se ha ido a hacer turismo antes de concluir el viaje y nos juntaremos con él 9 días después en Lima). Los otros tres amigos restantes que han venido a Bolivia hace ya unos días que regresaron a España.


En mi cuaderno de bitácora dejo escrito: "Nos amanece en el pedrero. Hemos tomado en él una parte más compacta y subimos hasta donde llegamos anteayer en menos tiempo .../... hasta ahora todo ha ido muy rápido, pero ahora comienzan los problemas. Para continuar por la arista hemos de superar una pala de quizás 45º - 50º y de algo más de 80 metros. Hago 2 largos de 40 m. con cuerda pero sin seguros intermedios. A pelo. Reuniones a cuerpo o con un par de estacas. En algún tramo hielo más vertical y pocho. Mejor no pensar en la bajada"


Tras pasar este tramo, la ascensión se vuelve dura por la altura y la incomodidad del terreno, con grandes terrazas y penitentes de hielo que dificultan el avance y se vuelven agotadores, pero sin dificultad. David se va quedando retrasado y acaba renunciando, se sienta finalmente. Parece que se me revientan los pulmones cuando desde arriba le grito que siga, que continúe, pero me responde que no, que siga yo solo. Nueve agotadoras horas después me arrodillo sin fuerzas en la cima. Fotografío mi mochila en la nieve y, cuando he recuperado el resuello, me hago tres autorretratos. Estoy enormemente feliz de haberlo conseguido.


En mi cabeza me había dado de plazo para llegar a la cima con tiempo de regresar con luz hasta las 15:00 p.m., y había llegado a las 14:25, así que estaba satisfecho. Cuando llevo muy poco rato bajando veo que sube David. Muy despacio. Demasiado despacio. Yo al final contaba 40 pasos antes de detenerme y coger fuelle; él solo camina dos o tres. Subo de nuevo a la cima con él: solo hay una cuerda y empieza a ser tarde para bajar, no me atrevo a dejarlo solo. Mi diario continúa: "Llegamos a la pala. De nuevo los crampones. Una travesía hasta una roca sobresaliente. Luego un
rapel-destrepe: primero yo para escoger dónde parar, y después David. Le insisto en que tenga cuidado, de no ser brusco, para que no exista el riesgo de que la cuerda salte la roca. Yo le aseguro como puedo en otra roca, por si saltara el rapel. Llega y tras desatascar la cuerda le destrepo asegurado hasta otra más, 20 metros más abajo. Luego yo y por último una vez más la misma operación. Llego abajo donde están las trekking y el forro polar. Recojo los crampones y el material y me lanzo detrás de David que está decidido a dormir en un vivac, pocos metros más abajo. No le insisto mucho más y le pregunto si necesita ropa. Se me olvida que llevo siempre la manta de supervivencia, y al responderme que tiene suficiente, me lanzo canchal abajo. El sol está ya rojo hace un poco y le queda poco para ponerse. Me conformaría con llegar de día al final de los pedreros. De lo contrario me daría buenas hostias en el estado en que estoy. Consigo llegar de día al valle donde está el campo base. Tito (*que ha regresado de su intento a los Payachatas) está haciendo hogueras porque está muy asustado de que nos haya pasado algo. Nos espera hace horas y lleva rato pensando en qué coño debe hacer si no aparecemos. Llego reventado, tropezando como un borracho .../... Tito me cuenta su angustia y se tranquiliza, yo le pido agua, agua y agua. Tomo algo de leche caliente y al saco, mañana será otro día. Espero que a David no le pase nada en las manos o los pies, ya tuvo problemas de congelaciones el año pasado en el Illimani."


Tal día como hoy, 3 de septiembre, pero de hace ahora tres décadas, superaba los más de 1.792 m. de desnivel desde el campo base a la cumbre del volcán Sajama y regresaba al calor de la tienda de campaña del campo base en 15 horas de actividad ininterrumpida. Era el colofón de un viaje de casi dos meses de duración por las montañas y paisajes bolivianos con cinco amigos del Grupo Salmantino de Montaña. Atrás iban quedando recuerdos que nunca se borrarán de nuestras memorias, por una tierra increíble donde sobreviven con enorme tenacidad gentes humildes y luchadoras, en una tierra muy dura, donde la vida no es sencilla, donde el día a día hay que ganarlo con cabezonería, coraje y resistencia. De un 24 de julio a un 13 de septiembre de 1990 fui libre viviendo como quería vivir, recorriendo rincones lejanos, inhóspitos y maravillosos, irrepetibles en mi corazón. Crecí por dentro.

Puse mis ojos y mis pies sobre montañas hermosas, como el Cunatincuta (5.336 m), de evocador nombre, sobre el sencillo Charquini (5.392 m), y avanzamos como funambulistas sobre la arista somital del inolvidable Huayna Potosí (6.088 m) en medio de una fuerte tormenta eléctrica que crepitaba alrededor nuestro, amedrentándonos, caminamos sobre el lomo del Illimani (6.420 m) y finalmente vi Bolivia desde lo más alto del entonces recóndito Sajama (6.542 m). Montañas todas ellas que dejaron en mi una huella imposible de olvidar.








Por unos instantes formé parte de paisajes rotundamente exuberantes o terriblemente inhóspitos, verdes, amarillos o blancos, llenos de vida y de muerte, de montañas, selvas y punas. Lugares indescriptibles que no te puedes creer que existan. Hasta que te rodean y ves que están ahí, y que tú formas por unas horas parte de ellos. Circulamos por la mundialmente conocida como "carretera de la muerte", y por desconocidas pistas intransitables. Tuvimos delante nuestro el famoso e histórico Cerro Rico de Potosí, el ahora muy turístico Salar de Uyuni, o los selváticos yungas de la cara oculta de los Andes, donde el cultivo de la coca es la forma de vida.









Y Vimos gente que solo hablaba aymara, gentes que mitigan sus miserias con bolas de hoja de coca en la boca, humildes aldeas de adobe, acariciamos las piedras preincaicas de Tiwanaku y dormimos con mineros que parecían desterrados a lo más recóndito de la cordillera.






Durante casi dos meses de 1990 comprendí la verdadera Bolivia, la de verdad, muy lejos de cualquier panfleto publicitario que se pudiera editar con idílicas postales. Interioricé su vida. La real, la de la gente corriente, la de la vida cotidiana, la del día a día de niños y adultos. La de las huelgas generales con carreteras tapizadas de piedras y rocas, la de los arrieros y sus mulas, la de la hospitalidad de los aldeanos, la de dormir por tres pesetas, la de los trapicheos para subsistir, la del sincretismo religioso, la de la diferencia de clases.

Tal día como hoy, 3 de septiembre, pero de hace tres décadas daba inicio el principio del fin de nuestro viaje montañero por Bolivia, que fue mucho más que montañero: fue el descubrimiento de sus gentes y su vida. El descubrimiento de un país. Tocaba a partir de ahora iniciar un lento regreso a casa; primero en autoestop hasta Arica, en el norte de Chile, y de allí en un incómodo autobús hasta Lima, con sus aventuras incluidas. Ya en la capital peruana, el ejército en la calle, carteles en las aceras que rezaban "Prohibido detenerse, orden de disparar", tanquetas militares haciendo acto de presencia,... Tres días intentando pasar desapercibidos, que no se nos notara mucho que éramos turistas por las altísimas tasas de delincuencia que alcanzaba y por los numerosos atentados que Sendero Luminoso aún perpetraba contra los extranjeros, fueron la conclusión definitiva a un viaje que se hará imposible de olvidar. 

Bolivia 1990.