El motor de la furgo deja de ronronear ya bien entrada la noche, cuando la aparcamos por fin junto a un pequeño pueblecito en La Segarra leridana. Salgo y estiro las piernas dando un paseo por el amurallado Montfalcó Murallat. Accedo intramuros ya sorprendido: no se puede entrar en coche por la primera calleja estrecha y serpentiforme que da paso al recinto fortificado. Bien, esto promete. Me sumerjo en su ambiente medieval por la primera calle que inmediatamente reclama mi atención por la derecha y que en unos pocos metros más acaba junto a la puerta de la iglesia. Un callejón corto y vacío se ramifica por su izquierda. Retrocedo y llego en un momento -que no ha sumado más de unos segundos- a la plaza del pueblo. Los farolillos iluminan una multitud de gatos, que a estas horas de la noche parecen ser los únicos dueños del lugar. No se ve gente ya. Salgo de la plazuela por una calle aportalada, como un túnel bajo las casas. Gira a la izquierda por otra callejuela con un horno de pan comunitario, y que desemboca en otra igual de corta que me devuelve a la plaza. Ya está. Se acabó el pueblo. Lo he visto todo, enterito, pues no hay ni casas ni calles fuera de las murallas, y no me ha dado tiempo a estirar las piernas. Menos de doscientos metros de callejuelas no dan para caminar mucho rato.
Pulcro. Limpio. Coqueto. Mimado por los pocos moradores que lo ocupan. ¡Qué maravilla de descubrimiento! Montfalcó Murallat. Volveré.
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