21 de septiembre de 2015

Entre caozos y marmitas III: el desayuno

Mucho antes de que los rayos de sol penetren en el fondo del valle, una pareja de cuervos (Corvus corax) ya dedican su tiempo a trasegar por el cauce fluvial buscando una primera comida fácil, a la que sin duda ya están muy acostumbrados. Se van posando de piedra en piedra a lo largo de la rivera haciendo resonar sus profundos graznidos entre las laderas del pequeño cañón. No tarda mucho uno de ellos en localizar un cangrejo junto a la orilla y, con la tranquilidad con la que uno se sirve en un buffet libre, se baja, lo pinza con su pico y se lo lleva en un vuelo corto hasta una piedra, a no mucha distancia. No hay lucha, no hay persecución, ni forcejeo. El desayuno está servido. Las dos pinzas del crustáceo todavía se mueven en un intento desesperado de defenderse, pero el pobre animal está sentenciado. Lo deja sobre la piedra y sujetándolo con la ayuda de sus fuertes patas y uñas, lo divide en dos, comenzando directamente a comer del interior de su exoesqueleto. No deja el inteligente cuervo de observar a su alrededor, desconfiado, por si algún peligro lo acechase; es la ley de la naturaleza: comer y no ser comido. Él hoy, de momento, come. Observa. Vuelve a comer. Y vuelve a mirar -cualquier precaución es poca-. Acaba con el cangrejo rojo como si de un primer pincho en la barra de un bar se tratara, y regresa al arroyo en busca de más, desapareciendo valle arriba.

Y también arriba, pero sobre la piedra, quedan los restos de su pitanza: dos pinzas de cangrejo, los segmentos de un abdomen, unas pequeñas patas alargadas y la parte exterior de un robusto cefalotórax. Pequeños restos que se secarán al sol, igual que antes lo hicieron los de otros congéneres y que ahora reposan blanquecinos sobre otras piedras de este recóndito lugar.







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