30 de junio de 2018

El monje

Cuando los fotógrafos nos escondemos frente a una carroñada solemos esperar con especial expectación a un señor de aspecto serio y orgulloso, de genio rudo y trato difícil; bronco, huraño. El buitre negro (Aegypius monachus) es un carroñero escaso que no cuenta ni con la décima parte de parejas reproductoras que su compañero de fatigas, el buitre leonado. Mientras que de este último contamos en la Península Ibérica con una población cercana a las diez y ocho mil parejas, del buitre negro rondan solo las mil trescientas, aunque afortunadamente parece que en franca recuperación. Sin lugar a dudas este aspecto de su estado de conservación le confiere una notoria relevancia para el naturalista, que siempre presta más interés a aquellas especies que precisan de una mayor protección. Pero es que, además, ostenta otros atributos peculiares que se vienen a sumar a su precaria situación poblacional. Por un lado, es el mayor ave voladora de Europa y una de las más grandes del mundo tras albatros y cóndores andinos, alcanzando casi los tres metros de envergadura. Resulta ser mucho menos gregaria que el leonado, apareciendo en las carroñas en menor número que aquel (exceptuando allí donde una gran colonia de buitre negro está cercana). Tiene unos hábitos alimenticios algo diferentes a los del leonado -digamos que es un poco más exquisito a la hora de sentarse en la mesa, escogiendo con preferencia la carne a las vísceras-, alimentándose a menudo de carroñas muy pequeñas. Se agrupa en dispersas colonias de cría en densas masas forestales de algunas serranías sobre todo del Centro-Oeste peninsular, donde construyen enormes plataformas sobre la copa de los árboles. Por si fueran poco sugestivas todas estas particularidades, exhibe un porte sobrio y elegante, propiciado en gran medida por las plumas que adornan erizadas la parte posterior de su cuello y que le otorgan ese cariz a la vez aristocrático y severo. Todo ello hace que para un fotógrafo el buitre negro sea una verdadera tentación. Personalmente los considero unos animales realmente bellos, en especial los jóvenes del año, con su cabeza prácticamente negra.

Todo esto se me agolpa en la cabeza cuando a lo largo de varias carroñadas en dos ubicaciones diferentes busco encuadres y gestos que inmortalizar. Sigo y persigo a los ejemplares con el objetivo, los espío y los vigilo, esperando una pose, un gesto o un comportamiento. Caliento el sensor de la cámara con continuas ráfagas desde el escondrijo intentando plasmar en bits digitales ese empaque de personaje duro que siempre transmite esta especie y que a mí tanto me engancha; ese semblante ceñudo y áspero, sí, como de señor serio y orgulloso.
















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