28 de julio de 2020

Noche estrellada

El descubrimiento del cometa C/2020 F3 Neowise ha supuesto en las últimas semanas una buena disculpa para mirar al cielo, si es que las noches de verano sin luna no eran ya de por sí lo suficientemente atractivas. El cometa fue descubierto el 27 de marzo de este mismo año -de ahí ese "C/2020"), en plena pandemia-, siendo el tercer cometa descubierto para la ciencia (de ahí el "F3") y lo fue por la sonda espacial NEOWISE, de donde toma su ya popular nombre. "WISE" son las siglas en inglés de Wide-Field Infrared Survey Explorer, lo que se traduciría como Explorador de Infrarrojos de Campo Amplio. La sonda WISE es un telescopio lanzado al espacio a finales de 2009 y que, tras un período de dos años en los que se mantuvo en espera, fue reactivado en 2013 para la búsqueda de cometas y asteroides cercanos a La Tierra con el nombre de NEOWISE (Near-Earth Object Wide-Field Infrared Survey Explorer).
   
Según los científicos el núcleo del cometa llega a casi los 5 km de diámetro, y viaja a una velocidad de 232.000 km/h. Sobrevivió a su máxima cercanía al sol -lo que se conoce como perihelio- el 3 de julio, cuando estuvo a tan solo 43 millones de kms. del astro rey, acercándose a la mínima distancia de La Tierra veinte días después, cuando estuvo a tan solo 103 millones de kms. de nosotros. Pero ... ¿de dónde procede? Pues lo hace de la Nube de Oort, lo que parece ser un dato más que interesante ya que puede contener material original de la nebulosa que formó nuestro sistema solar. Muchos cometas surcan nuestros cielos, es cierto, pero lo original de Neowise para el público no iniciado es su luminosidad, tan alta que permite su visualización a simple vista. Si además hemos dispuesto de unos simples prismáticos o, como en nuestro caso, de un telescopio de observación de fauna, el disfrute ha estado asegurado.




Pero la mañana en la sierra nos deparó una última joya, la luna menguante casi desapareciendo con las primeras luces del alba, antes del amanecer. Más hermosa y maravillosa si cabe que cuando está llena.

NOTA: Fotos obtenidas con un objetivo de 500 mm y un cuerpo de cámara con sensor APS-C

22 de julio de 2020

Por los suelos

En el post de hace casi un mes "La exploradora" repasaba de una manera somera las claves por las que las tórtolas turcas (Streptopelia decaocto) han expandido su área de distribución de forma tan extraordinaria, siempre acompañando al ser humano en sus ciudades y asentamientos rurales. Explicaba en ella que las causas principales que facilitan esta histórica expansión son que al lado del hombre siempre encuentran abundante alimento, por un lado, y menos depredadores, por otro, lo que unido a su enorme capacidad reproductora, con hasta seis puestas anuales, hacían de la explosión demográfica algo inevitable.

La tórtola turca tiene una alimentación basada principalmente en semillas que rebusca por el suelo, a las que suma brotes verdes de plantas y en mucha menor medida algún insecto que se le cruza por el camino. Esta alimentación la realiza por regla general siempre en el suelo, exceptuando cuando visita en las granjas agrícolas y ganaderas las eventuales acumulaciones de pienso o grano cosechado por ser humano, o incluso cuando visita los comederos que la gente pone en sus jardines para los pajarillos que revolotean por los mismos. Las oportunidades hay que aprovecharlas, reza el dicho, y la tórtola turca lo sabe muy bien, sacando partido de aquellas circunstancias en las que el alimento se lo ponemos en bandeja. Pero cuando no se dan estas circunstancias tan propicias o cuando desean (o necesitan) ampliar la variedad de su dieta, regresan al suelo donde siempre han buscado su sustento. Esta especie come de manera natural en el suelo, está grabado en su comportamiento.



Que busque su sustento en el suelo me obligó a realizarle una sesión de "tumbing" (ese sistema de ocultamiento tan agradecido en el que permaneces varias horas tirado en el suelo boca-abajo con dolor de cuello, espalda y riñones desde el minuto diez, más o menos), si quería mostrar un aspecto tan fundamental de su vida como es el modo de alimentarse. Haber estado los días previos fotografiándolas a ellas y a los gorriones sobre los montones de maíz y garbanzos me había permitido observar en qué zonas concretas de los alrededores se agrupaban las tórtolas para ampliar su dieta. 

Tras preparar con paquetes de paja a la sombra un escondite eventual me introduje en él dispuesto a esperar su llegada. Esta no tardó en producirse, permitiéndome fotografiarlas en sus "paseos gastronómicos".




Rastrojeras y praderas abiertas y con vegetación baja y rala, parecen ser sus terrenos de campeo preferidos. En los primeros en busca de esos granos de cereal que caen al suelo durante la cosecha del mismo, en los segundos en busca de esas semillas silvestres que diversifican su dieta. Áreas con gramíneas altas, por el contrario, nos les proporcionan seguridad suficiente al dificultar la visión de los alrededores, lo que para su constante estado de alerta supone un serio problema, así que parecen ser evitadas.

Tras tres horas de tortura en el suelo, el declinar del sol y la llegada de las sombras me alivian la tarde y me indican que llegó el momento de incorporarse y darle por fin un descanso a mi cuello y espalda. Estoy ya viejo para estos trotes.

18 de julio de 2020

Compañeros

El gorrión común (Passer domesticos) es, sin lugar a dudas, la especie salvaje más conocida por nosotros de entre las que medran junto al ser humano en nuestras urbes, pueblos y zonas habitadas. Es comensal del hombre y se ha adaptado a vivir con (y de) nosotros sin problemas. No es la única especie silvestre que lo hace, ni mucho menos, pero sí es probablemente la más emblemática. Su alimentación omnívora y su adaptabilidad a vivir tanto en ambientes rurales como urbanos se lo facilitan mucho. Que se suban a nuestras manos en algunos lugares para comer en ellas con descaro no significa que sean absolutamente confiadas, y saben marcar las distancias con los hombres, aunque parezca a veces que esas distancias son muy cortas. Hacía años que veía a los gorrioncillos criar sus nidadas en una vieja chimenea inutilizada y ya taponada hace muchos años, situada en una pared del corral. Este año me llevé una tarde el equipo, sabedor de que los polluelos estaban a punto de saltar del nido y largarse a conocer mundo, como así hicieron: dos días después el nido ya estaba vacío y silencioso.

El macho ceba constantemente, aparentemente más confiado que la hembra. Aporta a los pollos granos de maíz y pienso destinados a la alimentación de las gallinas y que roba del interior del gallinero, y a veces también insectos.


Los pollos, teóricamente dos (o al menos únicamente coincidieron solo dos asomando sus picos al mismo tiempo), generalmente esperan agazapados en el nido la llegada de los progenitores, pero a veces lo hacían asomando curiosos su cabecita por encima del borde. 


Uno de ellos haciendo prácticas de vuelo sin soltarse de la oxidada chimenea, mariposeando sus alas velozmente, como si de un colibrí se tratara. No les queda nada en casa de sus padres.


Como ya avancé arriba, la mayor parte de las cebas las realizó aquella tarde el padre y solo unas pocas las hizo la gorriona, que se mostraba mucho más huidiza y desconfiada ante nuestra presencia. Es curioso cómo, a pesar de ser animales que están acostumbrados a la gente trabajando y moviéndose por un espacio concreto relativamente pequeño, y de, a pesar de ello, escoger ese entorno para ubicar su nido, luego desconfían de esa presencia humana cercana. Fácilmente nueve de cada diez cebas las realizó el macho.


Arriba vemos a la madre aportando una especie de avispa negra o quizás alguna hormiga voladora, mirándonos desconfiada mientras estamos sentados bajo una pérgola cubierta de plantas trepadoras, a ocho o nueve metros de distancia. Al poco uno de los polluelos aletea en el reducido espacio del interior de la chimenea mientras su hermano asoma la cabeza.


La luz de la tarde va cayendo y las sombras alcanzan la chimenea. Dejamos a los gorriones y al resto de compañeros silvestres que sigan con sus idas y venidas. Los mirlos comunes ceban a sus tres pollos al lado mismo de nosotros, en el ramaje profuso de la misma pérgola bajo la que descansamos; entran y salen a escasos dos metros nuestro, cargados en el pico con lombrices que capturan en el césped del campo de futbol. En esta pareja sucede al revés que con los gorriones, el desconfiado es el macho -extrañamente desplumado en el cuello-, mientras que la hembra entra con más facilidad al nido. Las tórtolas turcas que anidan bajo un techado existente en el corral y mucho más lejos de nuestra presencia, parecen estar incubando una nueva puesta (un año pusieron seis, siendo ya Navidades cuando sacaban la última nidada adelante, siempre de dos pichones). Sin embargo, los tordos, que es como por estas tierras se les llama a los estorninos negros, ya solo se acercan hasta esta casa para comernos los higos que maduran en la higuera. No nos dejan ni uno. Yo no me enfado, quizás también tienen sus pollos que alimentar, y aunque esta especie en estos momentos ya no anida en la casa, hace tan solo unas semanas una pareja cebaba a su nidada bajo la teja rota de la "cocina vieja", en la base de la chimenea. 

Unos y otros viven con el ser humano, son nuestros pequeños compañeros de viaje. Alegran nuestras primaveras castellanas con sus algarabías, cantos y polluelos. Padres ajetreados en interminables idas y venidas. Picos abiertos en rojo y amarillo, pidiendo insaciables. Vida nueva en forma de pequeñas criaturas emplumadas que medran entre nosotros, aportando naturaleza a nuestras ciudades y pueblos.

Compañeros de piso.



3 de julio de 2020

Savia nueva

Observo con una sonrisa en la boca cómo las nuevas generaciones de gorrioncillos piden comida a sus padres, atosigándoles detrás suyo. Vibran las alas como mariposas y abren el pico insistentemente reclamando su ración una y otra vez. Muchos de los nuevos volantones ya comienzan a comer solos, pero si ven a un adulto cerca se lanzan a por ellos para que les introduzcan algo rico en el interior del pico. Veo a alguno de estos polluelos que, tras pedir comida a una gorriona adulta, no duda en hacer lo propio también con alguna otra: si pasa cerca para allá que va a probar. Aunque pocos, veo también a algún macho alimentado a su prole.

Van y vienen entre el montón de maíz y las encinas de alrededor, piando y revoloteando. Armando la siempre bulliciosa algarabía propia de los bandos de pardales. Ahora, cuando veo a estas mamás gorriones alimentado a sus pqueñines no puedo por menos de recordar lejanos tiempos en mi infancia en los que una gorriona "rabona" me dejó inolvidables recuerdos

Nuestros campos se llenan una vez más de nuevas generaciones de criaturas que se buscarán la vida entre peligros y dificultades. La vida continúa, aunque para nosotros parezca que en los últimos meses se haya detenido. El ciclo en realidad sigue su curso y no nos espera. Todo sigue dando vueltas. No somos el centro del universo, en realidad.