10 de septiembre de 2015

Entre caozos y marmitas I: aquel zorro de la carretera

Voy quemando kilómetros por la carretera mucho antes de que por un extremo del horizonte comience a perfilarse ese tenue cambio de color que nos viene a indicar que por aquel lugar dentro de un buen rato amanecerá. Muy de noche aún observo a un zorro que a las luces de mi vehículo desaparece escurridizo por entre las hierbas altas de la cuneta. Y apenas unos pocos minutos después, mientras en mi mente seguía recordando el fugaz encuentro con el raposo que había tenido lugar unos instantes antes, veo otro más en el medio de la carretera. Me acerco veloz con las largas esperando su reacción, pero a medida que la distancia se reduce comprendo que está enfrascado en lo que probablemente es la captura de algún ratón, justo sobre las marcas blancas discontinuas que marcan el centro de la calzada. Levanto el pie y aminoro la velocidad convencido de que se apartará, pero, muy por el contrario, sigue revolviéndose con su hocico sobre algo que no alcanzo a ver y que tiene entre sus pezuñas. Comienzo contrariado a pisar el freno y no parece percatarse ni de mi presencia, ni del peligro que supone esa luz cegadora que se acerca a gran velocidad. Instintivamente asumo que el atropello va a ser inevitable y freno con ímpetu la furgoneta. Todo lo que en el interior de la misma no está sujeto se desplaza bruscamente: los trípodes y los dos hides que duermen apoyados sobre el suelo, así como algún que otro objeto que va en la parte de atrás del vehículo. Una cámara compacta, con la que jugueteo en los ratos de aburrimiento en el interior del hide y que llevaba en el asiento del copiloto, acaba rebotando por los suelos. El animal por fin se vuelve consciente del peligro, mucho más que inminente, cuando los metros que todavía nos separan parece que se han reducido a la mínima expresión, y se desplaza hacia la izquierda intentando esquivarme justo por donde lo iba a evitar yo. Aprieto aún más el freno sin que suponga un peligro de accidente para mí, y, sujetando fuertemente el volante, lo sobrepaso justo a su lado a poco más de un metro perdiéndose en la oscuridad de la noche, en una carretera olvidada, rodeada de campos adehesados.

Suspiro. Por los pelos. ¡Qué ... poquito ... le ha faltado!

En todo esto pienso unas horas más tarde cuando, ya tranquilamente sentado en el interior del hide, observo con entusiasmo a otro ejemplar de esta especie deambular por entre los caozos y marmitas de gigante que ocupan el cauce seco de un arroyo de cañones arribeños. Hasta aquí regresaremos en varias ocasiones más y siempre  nos amenizarán el amanecer el par de zorros residentes que os muestro debajo. Ellos solos se han bastado para mantener la emoción de cada mañana, en aquel rincón apartado, rodeados de pozas de agua estancada, teñida de algas verdes, mientras mi hijo y yo pasábamos las horas intentando fotografiar algunas de esas especies de nuestra fauna que obtienen su sustento en estos reductos de vida, y principalmente al siempre espectacular martín pescador, esa flecha azul que hipnotiza a quien lo observa de cerca. Nuestro martín pescador, sí, pero eso será ya otra historia. 



2 comentarios:

  1. Respuestas
    1. Sí, preciosos estos dos zorros y todos los demás. Siento una enorme pena por la muerte inútil de la mayoría de ellos y por su absurda persecución.
      Un abrazo

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