Hace una mañana digamos que "fresca" dentro del hide. La humedad de la ribera no ayuda a entrar en calor, y el gorro de forro polar y la braga para el cuello se vuelven ya necesarios. Con el alba la voz corta y aguda del martín pescador (Alcedo athis) lo delata rápidamente, aún antes de que en la penumbra podamos verlo volar, recto y rápido sobre el cauce medio seco del río. Al principio solo lo adivinamos. Con la tranquilidad que da el saber que su presencia está asegurada, la emoción se reserva a si se posará donde nosotros queremos o no, así como a, en caso afirmativo, cuántas veces lo hará y durante cuánto tiempo.
Este tramo del cauce fluvial lo ocupa una pareja. Por él patrullan arriba y abajo, posándose en un gran número de ramas y atalayas rocosas desde las que defienden el territorio de otros congéneres (al menos en el período reproductor) y acechan a sus presas. Es tal la cantidad de piedras que afloran en estos caozos que en prácticamente todas ellas acaban posándose antes o después, además de en los fresnos y zarzas que jalonan las orillas. Una vez identificada una de sus perchas favoritas, a la cual regresaba con una discreta insistencia uno de los ejemplares, fue un poco más sencillo rematar las sesiones con una última mañana un poco más fructífera -aunque aún muy mejorable, por supuesto-. Pero no penséis que es así de sencillo: observar dónde se posa y situar delante el hide. No. La orientación de sus posaderos respecto de la salida del sol y el recorrido que este describe durante la mañana, la altura del mismo, las luces y, sobre todo, las sombras que en esos puntos exactos proyectan los árboles de las orillas, así como los fondos que aparecerán en las fotos tras el animal, hacen que no sea factible el trabajo fotográfico en gran parte de los mismos. Por si estas fuera pocas cuestiones a tener en cuenta, hemos de prestar además atención a su propia ubicación, es decir a la localización más o menos escondida o accesible para el ganado y las personas, que no pocas veces desbaratan una sesión fotográfica.
Así pues, con un poco de paciencia esperamos que se acomode en el lugar en el que a nosotros nos interesa este pequeño pájaro de potente pico, habilidad especial para la pesca y colores más que sorprendentes.
Tras varias jornadas agazapados entre estos caozos y marmitas de gigante en tres puntos diferentes del río, pudimos comprobar que, a pesar de que ambos miembros de la pareja sobrevuelan los mismos tramos del cauce, siempre se posaron él en las mismas piedras de una poza, y ella en las mismas atalayas de otra. No pudimos en ningún caso verles o hacerles fotos a ambos en el mismo posadero. Ni juntos, ni por separado. Quizás tenga que ver simplemente con la costumbre y con que, aunque ambos compartan el mismo territorio, cada uno de ellos pudiera tener establecida una rutina de uso específico de ciertos posaderos desde los que otear la pesca o descansar. A lo mejor todo es una simple cuestión de preferencias, o puede que fuera de la época de reproducción se eviten mutuamente aún manteniendo el aprovechamiento común del mismo tramo fluvial.
Sea como fuere, las fotos se van sucediendo, mientras en mi cabeza especulo cómo hacer que se suban en los posaderos que yo le pueda colocar y cómo evitar que estos acaben por los suelos si una vaca tiene la idea peregrina de llegar hasta aquí para beber. Varios madrugones después nos vamos satisfechos de cómo se han portado con nosotros esta pareja de martines pescadores y, aunque no van a ser las sesiones definitivas a la espera de otro momento del año en el que intentaremos pulir los resultados, por ahora damos por concluidas nuestras visitas al lugar (¡quién lo pillara a pocos kilómetros de casa!)
Debajo os dejo dos retratos (recortes de las fotos originales) de nuestra pareja. El macho arriba, con su pico completamente negro, y la hembra debajo, con su característica coloración naranja en la parte inferior del mismo.
28 de septiembre de 2015
25 de septiembre de 2015
Entre caozos y marmitas V: los vecinos
Por fin hace acto de presencia una especie emblemática que con un poco de perseverancia nunca falta a la cita en este apartado recoveco de la provincia salmantina. Llega silenciosa con un planeo suave una primera cigüeña negra (Ciconia nigra), y posteriormente observamos el aterrizaje en la poza de un segundo ejemplar, ambos inmaduros y probablemente hermanos. Acto seguido comienzan a rastrear con el pico en las aguas verdes con un repetitivo movimiento de sus cabezas y al tiempo que van avanzando con sus largas patas. De vez en cuando realizan unas aperturas bruscas de sus alas, que suponemos les servirá de alguna manera en la captura de sus presas. Hasta que no han pasado un par de horas de incesante actividad predatoria, no nos percatamos de la presencia en el mismo caozo de un tercer ejemplar, inmaduro al igual que los anteriores. Las grandes piedras y el bajo nivel del agua no nos habían permitido ver anteriormente a las tres cigüeñas juntas, y la llegada de la tercera se debió producir igualmente de un modo rápido y silencioso. Sorprendidos por el hecho en sí, las observamos aún una hora más, hasta que dan por concluida la pesca y se paran a descansar y a acicalarse el plumaje. Así pues, podría ser que los tres hermanos se mantuvieran unidos temporalmente tras su independencia familiar. En cualquier caso, la poza en la que se encuentran está demasiado lejos y solo realizamos alguna foto testimonial para el recuerdo. Escasos minutos después de dejar de pescar, levantan el vuelo y desaparecen sin haber tenido a bien acercarse a hacernos una visita a la poza en la que nosotros esperamos al martín pescador. Lástima, otra vez será. Sin embargo, su presencia me demuestra una vez más lo tranquilo y solitario de este retirado enclave, porque de lo contrario no sería común disfrutar aquí de un modo tan habitual de la presencia de un ave tan tímida y asustadiza como la cigüeña negra, ya que tozudamente rehuye la presencia humana,
Y entre tanto, otras especies se vienen a sumar a nuestro archivo y nos mantienen ocupados dentro del escondite. Contrastan las medidas de la gran cigüeña negra, de casi cien centímetros de longitud y unos ciento cincuenta de envergadura y sus aproximadamente tres kilogramos de peso, con las del minúsculo chochín (Troglodytes troglodytes) que nos hace una visita frente a los objetivos, y que no suele llegar a los diez centímetros de longitud y los diez y siete de envergadura, pesando unos ridículos nueve gramos, convirtiéndolo en una de las aves más pequeñas de Europa. Herrerillos y pinzones, así como mosquiteros, papamoscas, mirlos y otras especies van dejándose observar desde las ventanucas de nuestros hides, manteniéndonos atentos ante cualquier movimiento. Las mañanas junto al agua siempre nos depararán interesantes encuentros.
Y entre tanto, otras especies se vienen a sumar a nuestro archivo y nos mantienen ocupados dentro del escondite. Contrastan las medidas de la gran cigüeña negra, de casi cien centímetros de longitud y unos ciento cincuenta de envergadura y sus aproximadamente tres kilogramos de peso, con las del minúsculo chochín (Troglodytes troglodytes) que nos hace una visita frente a los objetivos, y que no suele llegar a los diez centímetros de longitud y los diez y siete de envergadura, pesando unos ridículos nueve gramos, convirtiéndolo en una de las aves más pequeñas de Europa. Herrerillos y pinzones, así como mosquiteros, papamoscas, mirlos y otras especies van dejándose observar desde las ventanucas de nuestros hides, manteniéndonos atentos ante cualquier movimiento. Las mañanas junto al agua siempre nos depararán interesantes encuentros.
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23 de septiembre de 2015
Entre caozos y marmitas IV: aguzanieves
Hay ocasiones en las que dentro del hide las horas llegan a ser verdaderamente tediosas ante la ausencia de movimiento. La fauna salvaje se muestra recelosa o simplemente el número de especies y de ejemplares es escaso. Como para compensar, en otras oportunidades la acción es incesante, y como ya habréis adivinado por las entradas anteriores y confirmaréis en las próximas, esta es una de ellas. Arrebujados contra el talud del recóndito cauce fluvial, el entretenimiento está asegurado. La actividad de las aves que habitan este lugar es frenética durante las primeras horas de la mañana y, aunque se relaja algo a última hora de la misma con el aumento de temperatura, nunca llega a detenerse. Cuando no son los cuervos, los zorros o los andarrios grandes y algún que otro chico, son las lavanderas blancas (Motacilla alba), las "aguzanieves" como se las conoce en muchos lugares, las que nos animan algún que otro rato. Su presencia intermitente nos mantiene atentos y, a ratos, ocupados. Disparamos nuestras inofensivas cámaras y las perseguimos con las lentes al tiempo que caminan nerviosamente por la orilla del agua. Su plumaje, afeado no obstante por la muda, le confiere un aspecto atractivo, con ese contraste entre el blanco y el negro, y sus tonos intermedios de grises limpios y suaves. Simpáticas, sin duda. Me gustan. Siempre me han gustado. Las podemos observar muy a menudo ligadas a ambientes humanos, por campos y ciudades, andando a paso ligero por humedales y praderas, pero también por parques y aceras, siempre buscando pequeños invertebrados de los que alimentarse. Graciosa, se posa sobre una piedra delante nuestro, recoge su patita izquierda y decide descansar. Se atusa el plumaje y nos regala un posado gratificante.
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21 de septiembre de 2015
Entre caozos y marmitas III: el desayuno
Mucho antes de que los rayos de sol penetren en el fondo del valle, una pareja de cuervos (Corvus corax) ya dedican su tiempo a trasegar por el cauce fluvial buscando una primera comida fácil, a la que sin duda ya están muy acostumbrados. Se van posando de piedra en piedra a lo largo de la rivera haciendo resonar sus profundos graznidos entre las laderas del pequeño cañón. No tarda mucho uno de ellos en localizar un cangrejo junto a la orilla y, con la tranquilidad con la que uno se sirve en un buffet libre, se baja, lo pinza con su pico y se lo lleva en un vuelo corto hasta una piedra, a no mucha distancia. No hay lucha, no hay persecución, ni forcejeo. El desayuno está servido. Las dos pinzas del crustáceo todavía se mueven en un intento desesperado de defenderse, pero el pobre animal está sentenciado. Lo deja sobre la piedra y sujetándolo con la ayuda de sus fuertes patas y uñas, lo divide en dos, comenzando directamente a comer del interior de su exoesqueleto. No deja el inteligente cuervo de observar a su alrededor, desconfiado, por si algún peligro lo acechase; es la ley de la naturaleza: comer y no ser comido. Él hoy, de momento, come. Observa. Vuelve a comer. Y vuelve a mirar -cualquier precaución es poca-. Acaba con el cangrejo rojo como si de un primer pincho en la barra de un bar se tratara, y regresa al arroyo en busca de más, desapareciendo valle arriba.
Y también arriba, pero sobre la piedra, quedan los restos de su pitanza: dos pinzas de cangrejo, los segmentos de un abdomen, unas pequeñas patas alargadas y la parte exterior de un robusto cefalotórax. Pequeños restos que se secarán al sol, igual que antes lo hicieron los de otros congéneres y que ahora reposan blanquecinos sobre otras piedras de este recóndito lugar.
Y también arriba, pero sobre la piedra, quedan los restos de su pitanza: dos pinzas de cangrejo, los segmentos de un abdomen, unas pequeñas patas alargadas y la parte exterior de un robusto cefalotórax. Pequeños restos que se secarán al sol, igual que antes lo hicieron los de otros congéneres y que ahora reposan blanquecinos sobre otras piedras de este recóndito lugar.
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19 de septiembre de 2015
Entre caozos y marmitas II: el andador de orillas
Desaparecidos como por arte de magia al sentarnos dentro del hide, comenzamos a espiar la fauna del río al tiempo que clarea un nuevo amanecer, acomodados tras unas grandes piedras y al resguardo de un talud arenoso y un pequeño fresno que ya barrunta el otoño. Casi sin luz todavía, nuestro martín pescador pasa de largo mientras emite su característico reclamo. Entre tanto el modelo se digna a posar para nosotros, a tiro de nuestros clicks, disfrutamos de las andanzas, río arriba, río abajo, del modesto andarríos grande (Tringa ochropus), elegante, discreto como todos los limícolas, sin colores chillones ni patrones de actividad que reclamen la atención del público en general. Cansados del largo viaje migratorio desde la lejana Laponia donde se reproducen, un par de ejemplares de esta especie han recalado en este río solitario, en donde sin duda encontrarán la tranquilidad suficiente para recuperarse y alimentarse. Acostumbrados como estamos nosotros en el sur de Europa a observarlos alimentándose en el suelo, nos resultaría muy curioso verlos anidar en las ramas de los árboles, allí, en sus baluartes del gran norte, utilizando viejos nidos de otras especies, o incluso de ardillas. Aquí, por el contrario, observaremos a estas delicadas aves siempre caminando por orillas fluviales y lacustres, dejando las huellas de sus patitas de color verde aceituna en el fango y el limo blando, picoteando en lodazales y arenales en busca de invertebrados y alevines de peces, haciendo lo que mejor saben hacer: andar ríos.
Los disparos de las cámaras se suceden, animando la mañana. Cada poco tiempo levantan el vuelo, desplazándose por las orillas en un ir y venir constante, con sus largos ratos de aseo y de descanso, intercalados con sus paseos "culinarios" a lo largo de la ribera, entre los caozos y las marmitas en donde, una mañana más, furtivamente nos hemos hecho desaparecer.
Los disparos de las cámaras se suceden, animando la mañana. Cada poco tiempo levantan el vuelo, desplazándose por las orillas en un ir y venir constante, con sus largos ratos de aseo y de descanso, intercalados con sus paseos "culinarios" a lo largo de la ribera, entre los caozos y las marmitas en donde, una mañana más, furtivamente nos hemos hecho desaparecer.
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10 de septiembre de 2015
Entre caozos y marmitas I: aquel zorro de la carretera
Voy quemando kilómetros por la carretera mucho antes de que por un extremo del horizonte comience a perfilarse ese tenue cambio de color que nos viene a indicar que por aquel lugar dentro de un buen rato amanecerá. Muy de noche aún observo a un zorro que a las luces de mi vehículo desaparece escurridizo por entre las hierbas altas de la cuneta. Y apenas unos pocos minutos después, mientras en mi mente seguía recordando el fugaz encuentro con el raposo que había tenido lugar unos instantes antes, veo otro más en el medio de la carretera. Me acerco veloz con las largas esperando su reacción, pero a medida que la distancia se reduce comprendo que está enfrascado en lo que probablemente es la captura de algún ratón, justo sobre las marcas blancas discontinuas que marcan el centro de la calzada. Levanto el pie y aminoro la velocidad convencido de que se apartará, pero, muy por el contrario, sigue revolviéndose con su hocico sobre algo que no alcanzo a ver y que tiene entre sus pezuñas. Comienzo contrariado a pisar el freno y no parece percatarse ni de mi presencia, ni del peligro que supone esa luz cegadora que se acerca a gran velocidad. Instintivamente asumo que el atropello va a ser inevitable y freno con ímpetu la furgoneta. Todo lo que en el interior de la misma no está sujeto se desplaza bruscamente: los trípodes y los dos hides que duermen apoyados sobre el suelo, así como algún que otro objeto que va en la parte de atrás del vehículo. Una cámara compacta, con la que jugueteo en los ratos de aburrimiento en el interior del hide y que llevaba en el asiento del copiloto, acaba rebotando por los suelos. El animal por fin se vuelve consciente del peligro, mucho más que inminente, cuando los metros que todavía nos separan parece que se han reducido a la mínima expresión, y se desplaza hacia la izquierda intentando esquivarme justo por donde lo iba a evitar yo. Aprieto aún más el freno sin que suponga un peligro de accidente para mí, y, sujetando fuertemente el volante, lo sobrepaso justo a su lado a poco más de un metro perdiéndose en la oscuridad de la noche, en una carretera olvidada, rodeada de campos adehesados.
Suspiro. Por los pelos. ¡Qué ... poquito ... le ha faltado!
En todo esto pienso unas horas más tarde cuando, ya tranquilamente sentado en el interior del hide, observo con entusiasmo a otro ejemplar de esta especie deambular por entre los caozos y marmitas de gigante que ocupan el cauce seco de un arroyo de cañones arribeños. Hasta aquí regresaremos en varias ocasiones más y siempre nos amenizarán el amanecer el par de zorros residentes que os muestro debajo. Ellos solos se han bastado para mantener la emoción de cada mañana, en aquel rincón apartado, rodeados de pozas de agua estancada, teñida de algas verdes, mientras mi hijo y yo pasábamos las horas intentando fotografiar algunas de esas especies de nuestra fauna que obtienen su sustento en estos reductos de vida, y principalmente al siempre espectacular martín pescador, esa flecha azul que hipnotiza a quien lo observa de cerca. Nuestro martín pescador, sí, pero eso será ya otra historia.
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