Vivir es un tránsito, un camino en donde todos somos nómadas. Que la travesía merezca la pena, depende de ti.
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11 de agosto de 2016

Oradour

Oradour-sur-Glane. Se me ha grabado el nombre, como se os grabará a todos los que por allí os dejéis caer, al rojo vivo.

¿Qué es, o dónde está Oradour-sur-Glane? Por el nombre parece un pueblo francés ¿no? Hay quien pudiera pensar que simplemente es eso. Pero en realidad es mucho más. Es un recordatorio, un desafío a la humanidad, una piedra en su zapato, es un aguijón que se nos clava en el orgullo o, mejor dicho, en la prepotencia de creernos seres superiores y civilizados en este planeta, es la puya que nos baja la cabeza avergonzados y que se junta a otras muchas espinas más. Es parte de la memoria colectiva del siglo veinte, constituyendo una más de las muchas -demasiadas- páginas negras de nuestra era.


La pequeña Tomasina nunca supo muy bien qué sucedía cuando el diez de junio de mil novecientos cuarenta y cuatro la tercera compañía del primer batallón de la División Das Reich de la SS del Tercer Reich rodearon el pueblo francés de Oradour-sur-Glane, un pueblo sin importancia alguna en aquellos días trascendentales del desembarco de Normandía. Se procedió a la agrupación de todos sus vecinos en la plaza del mercado, separando a las mujeres y los niños por un lado, y a los hombres por otro. El grupo compuesto por los primeros fueron dirigidos a la iglesia y allí tiroteados, todos, sin distinción, incluidos varios bebés. Por su parte el grupo de los hombres fue ejecutado a golpe de ametralladora. Posteriormente, todos y cada uno de ellos fueron revisados de forma escrupulosa para rematar a los que aún agonizaban. Los cuerpos de los seiscientos cuarenta y dos vecinos ejecutados fueron amontonados y, en el transcurso de los tres días siguientes, paulatinamente cubiertos con cal viva y posteriormente quemados. Solo unos pocos vecinos pudieron escapar a la masacre. Entre los asesinados se encontraban veinticuatro españoles huidos del régimen de Franco, diez de los cuales eran niños de entre uno y quince años de edad. Tras el pillaje de todo aquello que pudiera tener algo de valor, el pueblo entero fue incendiado sistemáticamente, casa por casa, hasta que el trece de junio lo abandonaron definitivamente. 

Este es el resumen conciso, frío y escueto de la atrocidad que allí se vivió. Eso fue y es Oradour-sur-Glane.


Tras el fin de la contienda, el general De Gaulle tomó la decisión de dejar el pueblo mártir en las condiciones en las que se encontró tras la rendición alemana, y más o menos eso es lo que hoy vemos, entre el silencio de los más ancianos que aún pueden recordar las sirenas de la guerra, y de los más jóvenes que solo saben de ella a través de los libros. El paso del tiempo ha transformado poco a poco el lugar, lo ha maquillado lentamente. Las hiedras verdes escalan y tapizan muros, los restos de los viejos maderos quemados tras la masacre, de las gordas vigas que soportaban los tejados de las casas han terminado por desaparecer, las calles ahora permanecen limpias, ya no hay sangre que tiña de rojo el interior de su iglesia, pero impresiona ver la vieja y enorme campana completamente derretida por el fuego. Los objetos personales colocados en el interior de lo que un día fueron viviendas llenas de vida nos recuerdan que hubo una vez allí una mujer que cosía con su máquina de coser, que un carrito de niño transportaba a algún bebé, que el armazón de hierro de una vieja cama ahora hueco y oxidado, sirvió en una época para el descanso y el amor, que un coche quizás transportaba a un empresario de éxito, que una gruesa chimenea metálica daba calor al hogar de una familia, que una bicicleta llevaba de un lado a otro a algún paisano, que una balanza pesaba la carne que compraban los vecinos cada mañana en la carnicería.








Paseo por sus calles, como pasean los demás turistas, pero no se oye nada, el silencio lo cubre todo, la gente murmura en voz baja, como respetando la memoria de los que allí perdieron la vida a manos de la sinrazón, de la locura de unos sádicos sin corazón. Fotografío esto y aquello mientras pienso en cómo es posible que la historia negra de la humanidad se repita una y otra vez con tanta cotidianidad, y que todos seamos testigos de ello sin poderlo impedir. Camino por el pueblo y se me vienen a la cabeza nombres como Homs o Alepo, y veo las mismas ruinas allí que aquí, las mismas calles llenas de dolor y de sangre, la misma desolación, la misma destrucción. Como espectadores en un cine, vemos a través de nuestros televisores las noticias que nos traen de un mundo que a nosotros nos parece lejano, pero que está ahí mismo, que existe en la realidad, noticias que no son ficción, que no son una película. Noticias que siempre hablan de devastación y horror. De hospitales o escuelas bombardeados, de civiles muertos que se suman imparablemente en listas demasiado amplias. La historia de la humanidad se repite. Siria, los Balcanes, Ruanda, ... la vergüenza nos persigue y nos enmudece. Quizás por eso el silencio envuelva Oradour-sur-Glane aunque esté recorrido por turistas, porque este lugar sabe que hay otros muchos Oradour-sur-Glane en estos mismos momentos. Porque sabe que no hace falta echar la mirada atrás para encontrarlos.

Dicen que un pueblo sin pasado no tiene futuro, y yo lo creo así. Creo que para no cometer los mismos errores mañana, es imprescindible recordar el ayer, aunque ese pasado sea doloroso y negro. 

29 de enero de 2014

De chintófanos, correlirios y otros seres

Y de gamusimos, cocos, tragaldabas y zamparrones, cojuelos, bús, trasgos, sacamantecas, gruñus, encorujás y demás monstruos de nuestro imaginario.









25 de diciembre de 2013

Otros doce más ...

... y ya suman veinticuatro los meses de vida de este blog. Ya me parecían muchas casi diez mil visitas durante el primer año de recorrido, y en este segundo me habéis regalado más de quince mil. Gracias por todo ello. Si para celebrar aquellos primeros doce meses de vida os mostré doce hermosas montañas, ahora lo haré con doce momentos vividos a lo largo de este año dos mil trece que ya se nos marcha. Gracias por vuestra compañía, sin la cual este blog no tendría ninguna razón de ser.













18 de agosto de 2013

Alyscamps

Atrás queda el bullicio del cemento, el tráfico y el gentío de la ciudad cuando cruzamos la verja que da paso al interior de Alyscamps. Como si cruzáramos a otro mundo o a otra dimensión, la paz y el sosiego te envuelven bruscamente, y te obligan a caminar despacio, a meditar y a observar. O a observar y meditar, en el orden que tú lo prefieras. Rodeados de decenas de ajados y ruinosos sarcófagos, de decadentes arcos y muros que un día fueron centro de recogimiento y espiritualidad, de vidrieras góticas y frescas estancias en penumbra, uno no puede por menos dejar de pensar sobre el paso del tiempo. Retorcidas raíces serpentean entre las piedras musgosas de lo que antaño fueron habitaciones, las hojas marchitas del ya olvidado invierno se mueven solas por el suelo y se arrebujan por los rincones con la ayuda del aire, mientras las sombras de los árboles nos invitan a descansar bajo ellos en esta tarde de bochornoso calor. Una mujer, sentada en un escondido banco, se entrega ensimismada a la lectura; quizás de un poemario, cual personaje extraído del romanticismo europeo. A excepción del canto de los pájaros, el silencio lo envuelve todo, ceñido en el interior de los altos muros que rodean el templo y sus terrenos. Alyscamps es una cura de tranquilidad en un mundo de prisas y ajetreos. Sin duda, en él puedo escuchar mis pasos sobre la tierra y, como decía la ya mítica melodía, los sonidos del silencio.








16 de agosto de 2013

La sorpresa

A veces la unión de la acción del hombre con la naturaleza te sorprende gratamente donde menos te lo esperas. Recorres paisajes homogéneos, monótonos y a veces casi monocromáticos, del color verde del bosque, o marrón del terruño seco y polvoriento, o amarillo de los tiesos rastrojos del agostadero, cuando te topas de frente con un estallido de color que te fuerza a detenerte. Inesperado. Detrás de una curva cualquiera. Una paleta de colores en el que un pintor ha esparcido el más llamativo de los tintes, el de mayor contraste con lo que le rodea o, simplemente, el color que menos te esperas.


14 de agosto de 2013

Planeo

Morí.

Me tumban sobre el hueco de la roca. Me entierran. Dejé de existir. Dejé de ser. Dejé mi cuerpo, mi vieja morada de carne y huesos, y me elevo. Me levanto sobre la atmósfera espesa del sufrimiento de los míos y planeo sobre todos ellos. Los veo debajo, abajo. Miran a la tumba, ahora llena de carne y huesos, rodeados de otras tumbas. Levito y los dejo. Todo es perfecto, todo está bien, todo correcto, todo es como debe ser: la vida continúa, aunque no para mí, pues morí.


7 de agosto de 2013

Espectros en la noche de los tiempos

¿En la noche de los tiempos, o por siempre? Guerras, muerte, dolor y sufrimiento en el nombre de un dios cualquiera. De cualquiera de los dioses, de los muchos que inventamos, del mío, del tuyo, del suyo. Ruido de espadas en alto y sangre derramada. El control de los hermanos por medio del miedo. Miedo hasta los tuétanos. Miedo a la muerte, miedo al castigo, miedo al infierno, miedo al otro lado. El miedo da poder, y el poder embriaga. Poder, miedo y sufrimiento, ¿cuántas veces van unidos en la triste historia de la humanidad? ¿y cuántas en el nombre de un dios cualquiera, de cualquiera de los dioses?





3 de agosto de 2013

Destilando la esencia de la Provenza

Como todo el mundo puede suponer, la Provenza es mucho más que sus campos de lavanda en flor. Es, al igual que el resto del país vecino, el resultado del afecto que por su tierra transpiran sus habitantes por cada poro de su piel, algo de lo que nosotros, gentes al sur de Los Pirineos, podemos apreciar en el cuidado y mimo que transmiten sus pueblos, y de lo que también, por qué no decirlo, deberíamos aprender un poco. El atractivo de la Provenza es, pues, el resultado de su saber vivir, de su educación y del cariño que sienten por lo suyo. De ello son fruto sus pequeños y pulcros pueblecitos provenzales, sus casas cuidadas al detalle, sus carreteras flanqueadas por hileras de enormes plataneros, sus entramados de enredaderas que tapizan paredes y medio ocultan ventanas y puertas, y el propio espíritu que fluye en cada uno de estos pueblos. En ellos el silencio lo invade todo, e incluso en el bullicio de las terrazas llenas de gente, se respira paz y tranquilidad, sin voces altisonantes ni papeles por el suelo. Un murmullo pausado invita al paseo, a la sombra de los árboles o de las estrechujas callejuelas empedradas. Así es la Provenza, un alambique de donde se destila amor por la tierra, tranquilidad y saber vivir.