El mes de julio lo pasé fotografiando, como ya sabéis, aves marinas en las magníficas colonias existentes en el Reino Unido. Los tres meses siguientes fueron casi una cura del empacho que nos dimos a fotografiar aves a escasos metros de distancia, además de las lógicas obligaciones personales y que mantuvieron el equipo fotográfico bien guardado en su armario. Y no fue hasta finales de octubre y durante todo el mes de noviembre que no pude volver a sentir la cámara entre las manos, esta vez para fotografiar a las cabras monteses en el Sistema Central, como habéis podido también leer aquí recientemente. Así pues, dentro de mí se había ido acumulando a lo largo del verano y del otoño la necesidad de recluirme de nuevo en el hide, con la introspección que ello supone, con su tranquilidad mientras dura la espera, su silencio, su tiempo para pensar y soñar. Y como proyectos siempre hay en mente, este año estaba claro. Del invierno pasado había quedado pendiente hacer alguna sesión a las garcillas bueyeras (Bubulcus ibis) que tan a menudo observamos entre las ovejas y las vacas en muchos puntos de la Península Ibérica, principalmente en Extremadura y Andalucía, depredando sobre los animalillos que el ganado pueda levantar a su paso. Este año tenía que ser el año. Y tras estudiar su comportamiento en algunos puntos de concentración y sobre todo sus horarios, hemos insistido a lo largo de varias mañanas para acumular una, aún pequeña, cantidad de archivos de esta garza tan curiosa, aunque todavía no ha terminado el trabajo con ella.
Lo que más llama la atención de esta especie es el lugar en donde se alimenta ya que, a diferencia del resto de especies emparentadas, no suele hacerlo en el agua. De este modo, mientras garzas reales e imperiales, garcetas grandes y comunes, cangrejeras, avetoros, avetorillos y martinetes buscan pececillos y renacuajos en humedales, marismas, lagunas y cursos fluviales, las garcillas bueyeras lo hacen casi siempre en praderas y tierras de labor, siguiendo los pasos a menudo del ganado o de los tractores durante sus tareas agrícolas, buscando saltamontes, escarabajos y otros pequeños animalillos.
Veo desde el interior de mi chajurdo de tela cómo en estas praderas cargadas de rocío engullen una y otra vez grandes lombrices que rebuscan en el pasto desde tempranas horas de la mañana. Se desayunan sin descanso una tras otra aprovechando que la humedad y el frescor del amanecer aún las mantienen en el exterior. Concentradas, serias, decididas y eficientes, van caminando sin descanso, inquietas. Los pequeños -y variables en número de un día para otro- bandos de garcillas pastoras van y vienen a lo largo de la mañana, prestándose a ser fotografiados y permitiéndome disfrutar nuevamente de la emoción de la espera en el hide.
16 de enero de 2017
4 de enero de 2017
Veinticinco años atrás
Entre las 17:20 y las 17:45 llegamos a la cumbre del Aconcagua tal día como hoy, veinticinco años atrás. Culminó así una parte importante de aquel viaje que nos permitió deambular por tierras argentinas y chilenas a lo largo de tres meses durante el verano austral de finales de 1991 y comienzos de 1992. Patagonia, la cumbre del volcán Tupungato por la vertiente argentina y una buena sobredosis de avalanchas de piedras y nieve en la zona del Cordón del Plata completaron aquel viaje. En el tintero se quedó acercarnos al Mercedario, el tercer gran coloso de los Andes Centrales.
Tal día como hoy de hace veinticinco años supimos cómo queríamos vivir. Intensamente.
Veo las diapositivas escaneadas de aquella aventura (¡qué poco me gusta usar esta manoseada palabra!) y pienso que fue en realidad un viaje iniciático para nosotros dos, aunque en mi bagaje ya hubiera otros dos expediciones anteriores similares en las que pude hoyar las cumbres de cinco seismiles, incluida la del propio Aconcagua varios años antes. A partir de aquella ocasión, ya no hemos dejado de viajar juntos. Aquellos mochileros que se pasaban a veces decenas de horas para cruzar un país en un desvencijado autobús o que visitaron algunas de las más importantes cordilleras del planeta, somos en realidad los mismos que ahora recorremos Europa en nuestra furgoneta, los mismos que seguimos vagabundeando en busca de un rincón donde dormir y en busca de ese paisaje que sería imperdonable no ver. La ilusión es la misma ahora que entonces y la intensidad también.
Mirando aquellas entrañables diapositivas, llenas de grano, motas de polvo y falta de definición, comprendo que han cambiado mucho las cosas desde entonces en el Aconcagua. Ha cambiado su campamento base; ha cambiado la burocracia y el costo de entrar en el valle; las infraestructuras de rescate y de las empresas que guían allí a sus clientes; incluso algún campamento de altura y, obviamente, el equipamiento personal. Pero el clima sigue siendo igual de duro, la altura mucha y las pendientes igual de incómodas que entonces. Veo con un respingo de nostalgia esas imágenes de nuestra rutina diaria en el campo base esperando aquella mejoría climatológica que tanto se hizo de rogar; escuchando música con el walkman (¿qué es eso?, dirán algunos jóvenes); aquellos dos huevos de gallina que compramos allí a un dólar americano la unidad, para celebrar nuestro regreso de la cima con unos huevos fritos de chuparse los dedos; la nieve que casi llegó a tapar nuestra tienda plateada en Nido de Cóndores y que estuvo a punto de dar al traste con el último intento a la cumbre ya que al quedar soldada al suelo con el hielo nos vimos en la necesidad de rajarla para arrancarla de aquella trampa, con el peligro que suponía subir a vivaquear a seis mil metros con una tienda hecha jirones; o nuestro regreso a la civilización, quemados por el viento y ya sin apenas comida en la mochila, repartiéndonos los últimos sobres de keptchup que nos quedaban y un pequeño brick de tomate frito por toda vitualla; y, por supuesto, nuestra llegada a Puente del Inca que suponía la recompensa a todo aquel esfuerzo. Habíamos regresado a la civilización tras hacer una cumbre que aquel año se había mostrado especialmente correosa.
Fueron otros tiempos. Para Castilla y León fue uno de los primeros seismiles femeninos y la primera ascensión a esta cumbre en concreto por parte de una mujer de esta comunidad. Los periódicos así lo reflejaron y sus recortes forman parte ya de nuestros recuerdos junto con un puñado de diapositivas que nos hacen recordar que sí, que estuvimos allí, que fuimos nosotros quienes vivimos aquellos días intensamente, veinticinco años atrás.
Tal día como hoy de hace veinticinco años supimos cómo queríamos vivir. Intensamente.
Veo las diapositivas escaneadas de aquella aventura (¡qué poco me gusta usar esta manoseada palabra!) y pienso que fue en realidad un viaje iniciático para nosotros dos, aunque en mi bagaje ya hubiera otros dos expediciones anteriores similares en las que pude hoyar las cumbres de cinco seismiles, incluida la del propio Aconcagua varios años antes. A partir de aquella ocasión, ya no hemos dejado de viajar juntos. Aquellos mochileros que se pasaban a veces decenas de horas para cruzar un país en un desvencijado autobús o que visitaron algunas de las más importantes cordilleras del planeta, somos en realidad los mismos que ahora recorremos Europa en nuestra furgoneta, los mismos que seguimos vagabundeando en busca de un rincón donde dormir y en busca de ese paisaje que sería imperdonable no ver. La ilusión es la misma ahora que entonces y la intensidad también.
Mirando aquellas entrañables diapositivas, llenas de grano, motas de polvo y falta de definición, comprendo que han cambiado mucho las cosas desde entonces en el Aconcagua. Ha cambiado su campamento base; ha cambiado la burocracia y el costo de entrar en el valle; las infraestructuras de rescate y de las empresas que guían allí a sus clientes; incluso algún campamento de altura y, obviamente, el equipamiento personal. Pero el clima sigue siendo igual de duro, la altura mucha y las pendientes igual de incómodas que entonces. Veo con un respingo de nostalgia esas imágenes de nuestra rutina diaria en el campo base esperando aquella mejoría climatológica que tanto se hizo de rogar; escuchando música con el walkman (¿qué es eso?, dirán algunos jóvenes); aquellos dos huevos de gallina que compramos allí a un dólar americano la unidad, para celebrar nuestro regreso de la cima con unos huevos fritos de chuparse los dedos; la nieve que casi llegó a tapar nuestra tienda plateada en Nido de Cóndores y que estuvo a punto de dar al traste con el último intento a la cumbre ya que al quedar soldada al suelo con el hielo nos vimos en la necesidad de rajarla para arrancarla de aquella trampa, con el peligro que suponía subir a vivaquear a seis mil metros con una tienda hecha jirones; o nuestro regreso a la civilización, quemados por el viento y ya sin apenas comida en la mochila, repartiéndonos los últimos sobres de keptchup que nos quedaban y un pequeño brick de tomate frito por toda vitualla; y, por supuesto, nuestra llegada a Puente del Inca que suponía la recompensa a todo aquel esfuerzo. Habíamos regresado a la civilización tras hacer una cumbre que aquel año se había mostrado especialmente correosa.
Fueron otros tiempos. Para Castilla y León fue uno de los primeros seismiles femeninos y la primera ascensión a esta cumbre en concreto por parte de una mujer de esta comunidad. Los periódicos así lo reflejaron y sus recortes forman parte ya de nuestros recuerdos junto con un puñado de diapositivas que nos hacen recordar que sí, que estuvimos allí, que fuimos nosotros quienes vivimos aquellos días intensamente, veinticinco años atrás.
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