Vivir es un tránsito, un camino en donde todos somos nómadas. Que la travesía merezca la pena, depende de ti.
Mostrando entradas con la etiqueta Retrato. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Retrato. Mostrar todas las entradas

4 de enero de 2017

Veinticinco años atrás

Entre las 17:20 y las 17:45 llegamos a la cumbre del Aconcagua tal día como hoy, veinticinco años atrás. Culminó así una parte importante de aquel viaje que nos permitió deambular por tierras argentinas y chilenas a lo largo de tres meses durante el verano austral de finales de 1991 y comienzos de 1992. Patagonia, la cumbre del volcán Tupungato por la vertiente argentina y una buena sobredosis de avalanchas de piedras y nieve en la zona del Cordón del Plata completaron aquel viaje. En el tintero se quedó acercarnos al Mercedario, el tercer gran coloso de los Andes Centrales.

Tal día como hoy de hace veinticinco años supimos cómo queríamos vivir. Intensamente.

Veo las diapositivas escaneadas de aquella aventura (¡qué poco me gusta usar esta manoseada palabra!) y pienso que fue en realidad un viaje iniciático para nosotros dos, aunque en mi bagaje ya hubiera otros dos expediciones anteriores similares en las que pude hoyar las cumbres de cinco seismiles, incluida la del propio Aconcagua varios años antes. A partir de aquella ocasión, ya no hemos dejado de viajar juntos. Aquellos mochileros que se pasaban a veces decenas de horas para cruzar un país en un desvencijado autobús o que visitaron algunas de las más importantes cordilleras del planeta, somos en realidad los mismos que ahora recorremos Europa en nuestra furgoneta, los mismos que seguimos vagabundeando en busca de un rincón donde dormir y en busca de ese paisaje que sería imperdonable no ver. La ilusión es la misma ahora que entonces y la intensidad también.

Mirando aquellas entrañables diapositivas, llenas de grano, motas de polvo y falta de definición, comprendo que han cambiado mucho las cosas desde entonces en el Aconcagua. Ha cambiado su campamento base; ha cambiado la burocracia y el costo de entrar en el valle; las infraestructuras de rescate y de las empresas que guían allí a sus clientes; incluso algún campamento de altura y, obviamente, el equipamiento personal. Pero el clima sigue siendo igual de duro, la altura mucha y las pendientes igual de incómodas que entonces. Veo con un respingo de nostalgia esas imágenes de nuestra rutina diaria en el campo base esperando aquella mejoría climatológica que tanto se hizo de rogar; escuchando música con el walkman (¿qué es eso?, dirán algunos jóvenes); aquellos dos huevos de gallina que compramos allí a un dólar americano la unidad, para celebrar nuestro regreso de la cima con unos huevos fritos de chuparse los dedos; la nieve que casi llegó a tapar nuestra tienda plateada en Nido de Cóndores y que estuvo a punto de dar al traste con el último intento a la cumbre ya que al quedar soldada al suelo con el hielo nos vimos en la necesidad de rajarla para arrancarla de aquella trampa, con el peligro que suponía subir a vivaquear a seis mil metros con una tienda hecha jirones; o nuestro regreso a la civilización, quemados por el viento y ya sin apenas comida en la mochila, repartiéndonos los últimos sobres de keptchup que nos quedaban y un pequeño brick de tomate frito por toda vitualla; y, por supuesto, nuestra llegada a Puente del Inca que suponía la recompensa a todo aquel esfuerzo. Habíamos regresado a la civilización tras hacer una cumbre que aquel año se había mostrado especialmente correosa.

Fueron otros tiempos. Para Castilla y León fue uno de los primeros seismiles femeninos y la primera ascensión a esta cumbre en concreto por parte de una mujer de esta comunidad. Los periódicos así lo reflejaron y sus recortes forman parte ya de nuestros recuerdos junto con un puñado de diapositivas que nos hacen recordar que sí, que estuvimos allí, que fuimos nosotros quienes vivimos aquellos días intensamente, veinticinco años atrás.
















1 de febrero de 2014

Las manos de mi amigo

Erosionadas, gastadas, arañadas, marcadas por el trabajo duro en la huerta ecológica, sin insecticidas, sin abono químico o artificial, obteniendo de la tierra lo que la tierra ofrece de forma natural, sin extenuarla, sin exprimirla, sin modificarla. Conociendo su pulso, su tono vital. Escuchándola. Viendo crecer los regalos que la naturaleza nos ofrece. Judías, tomates, cebollas, lechugas, repollos, calabazas, pimientos, pepinos... Queridos, yo diría que hasta amados, productos que el suelo alimenta y engorda para luego regalárnoslos. Las manos de mi amigo me los enseña con el ritmo pausado del trabajo en el campo, me habla de ellos y de cómo los cuidan él, su mujer y su hijo. Inmersa en el paisaje cántabro, su verde huerta es su casa, rodeada de grandes árboles, con sus nidos y con su fauna. Todo esto y mucho más me lo enseñan las manos de mi amigo.



26 de enero de 2014

Autorretrato III

¿Qué se puede hacer cuando las horas pasan dentro del hide y los bichos que esperas poder fotografiar no se dignan a aparecer? Pues hacerte fotos a ti mismo, ¡para bicho, yo! Algunos autorretratos de hace sólo unas horas, esperando a los milanos que no bajaron.





11 de diciembre de 2013

Mi compañero

Ahí lo tenéis, buscando detalles y perspectivas, con los que muchas veces me sorprende. Experimentando y exprimiendo la cámara. Aprendiendo y creciendo como fotógrafo y como persona. Compañero de fatigas, en definitiva, además de la alegría de la huerta: LaculpanoesdePablo.com


27 de abril de 2013

Siempre Gredos

Cerca de novecientos disparos en no más de seis horas. A veces en ráfaga de alta velocidad. A veces con un flash externo. Retrocede. Vuelve. Sube de nuevo. Baja otra vez. Puedes seguir. Apoyo las rodillas en la nieve y me dejo caer a todo lo largo sobre la misma para obtener contrapicados. Con la cámara a ras de suelo, ven caminando hacia ella. Pasa justo por aquí. Clavo los codos en la nieve y disparo sin parar. Me subo a lo alto de una piedra y busco picados. Bueno, ahora vamos a sustituir el rojo por el naranja, y cambia el gorro también. Saco el trípode mientras descansamos y tiro unos detalles a esto o aquello. Estas con profundidad de campo. Estas sin ella.




Trabajar una sesión de modo específico siempre es provechoso. Es la manera de obtener resultados que con seguridad compensen la salida. Esto no se puede hacer cuando sales con tus colegas a caminar. Al día siguiente, con calma, tras la selección se salvarán de la quema no más de trescientas cincuenta imágenes. Parecidas, sí, muchas de ellas, pero todas distintas. Unas pueden ser utilizadas en exclusiva por una agencia, otras por una editorial para un sólo uso. Verticales, horizontales. Con "aire" por encima o en un lateral, para dejar espacio al encabezamiento y la entradilla de un artículo.




Caminar por Gredos sin gente es algo que solo se puede hacer en días de diario. Y si poderlo disfrutar vacío es, sin lugar a dudas, un privilegio, poder trabajar en estas circunstancias se convierte en una ventaja añadida. Cuando, además, lo haces con alguien que sabe lo que buscas todo se vuelve perfecto, pues lo hace sencillo y agradable.

Caminamos despacio, la media maratón que mi compañera correrá en breves fechas no aconseja darse ninguna paliza ahora. Queremos subir a uno de los mejores miradores de la sierra, el sencillo, asequible y siempre espléndido Morezón. Y para ello rodearemos sin complicaciones por el Puerto de Candeleda y Navasomera. Relajadamente, de paseo, vamos avanzando por entre praderías encharcadas de agua procedente del deshielo, hasta alcanzar los primeros manchones de nieve que dan paso a una homogénea sábana blanca. Subimos. Pisamos, pues, la piel de ese Gredos que, con las vestiduras plateadas del invierno ya muy rasgadas, nos ha visto pasar tantas veces. Ese, nuestro Gredos.









24 de marzo de 2013

La hora del planeta

Desde que naciera en Sidney como una iniciativa de WWF en 2007, la Hora del Planeta se ha convertido en el acontecimiento planetario que congrega a un mayor número de participantes. El objetivo común es concienciar a los gobiernos, a la industria y a la sociedad en general sobre la necesidad imperiosa de ahorrar los recursos energéticos de nuestro maltrecho planeta, de luchar contra el cambio climático y reducir su contaminación. A lo largo de este último sábado de marzo en diversas ciudades -hasta un número aproximado de más de siete mil, pertenecientes a ciento cincuenta y dos países, doscientas de ellas españolas- se han ido sucediendo los apagones de una hora de duración en hogares y edificios públicos. Desde Samoa hasta las Islas Cook, primero en Asia, luego en África y Europa y finalmente en América, numerosos países se han adherido a este llamamiento por la conservación del planeta.

Una hora a la luz de las velas.

Una hora para la esperanza.




22 de noviembre de 2012

Autorretrato I

Los acordes rabiosos del disco Meteora, del grupo estadounidense Linkin Park, penetran violentos hasta mi cerebro a través de los minúsculos auriculares negros del MP3. Sus voces desgarradas y salvajes me acompañan en mi deambular, mientras regreso a casa tras una poco fructífera sesión fotográfica a esos edificios románicos y góticos que parecen momificados, como disecados para durar hasta la eternidad. Me desvío por un callejón poco recomendable, solitario y escasamente iluminado, y me transporto a una especie de burbuja temporal, abandonando la ciudad de arenisca dorada, impertérrita y monumental. Persigo, y al final lo encuentro aquí, en este rincón apartado, bajo los hazes de luz de unos faroles, el contraste que acompañe esa banda sonora que acelera mis neuronas. Ha caído la noche no hace mucho rato y solo una pareja de adolescentes que buscan intimidad en algún rincón oscuro, se cruzan conmigo. Me paro frente a la cámara apoyada sobre el trípode, y me olvido de ese casco histórico de fachada y filigrana. Y regreso a la cotidianidad. A lo ordinario, a lo vulgar. A lo auténtico. Respiro por fin la otra realidad en las entrañas de una ciudad llena de gentes, de tribus y submundos. E inspiro profundamente los latidos de la verdadera urbe, de todo lo bueno que nos ofrece y de todo lo malo que tiene.




16 de agosto de 2012

Mi montaña de papel

Recojo la caja verde de fibras vegetales que en la parte inferior de una estantería resguarda de la luz viejas fotografías. Son fotos que a lo largo de los años fuimos positivando a papel, unas veces desde viejos negativos en color y otras a partir de diapositivas que ahora se almacenan dormidas en decenas de carpetas, clasificadas con colores y números. Muchas de esas fotografías nos miraron durante años desde un tablón de anuncios que cubría parte de una pared, allí en la habitación "de los zaleos", frente al armario donde se acumula el material de montaña. Fotos que desde aquel corcho blando nos miraban, pinchadas con chinchetas de colores rojo y negro. Son nuestros retratos de hace años, y los de algunos amigos que a lo largo del camino nos regalaron su amistad y sus pasos al lado de los nuestros. Unas veces por sendas y vericuetos. Otras por pedreros y neveros, corredores de nieve, aristas y resaltes.

Con las fotos, estropeadas por el paso implacable del tiempo, hago una montaña formada por estratos de colores, llenos de montañas y viajes. Montañas de papel.

Hago una montaña con algunas de mis montañas. Las miro y me inspiran.

Las observo a través del macro y me piden que las fotografíe buscando desenfoques. Y lo hago a través de la inclinación. Me olvido de la perpendicular, máxima en cualquier buena reproducción, y las fotografío sesgadas. Me claman que las deforme y juegue con ellas. Me enseñan el grano y me gusta. Igual que me gusta su rotunda falta de nitidez. Disfruto con sus líneas deformadas, toscas, sin pureza, con sus motas de suciedad adherida, con sus rascaduras y rayones. Con esa fibra que durante el positivado permaneció en el negativo y se transmitió irremisiblemente a la copia en papel. Miro la mirada de los retratos, la busco bajo opacas gafas de montaña, y me recuerda a esas imágenes de periódicos o programas de televisión en los que amplían malas fotos de un espía, de un fugitivo, de un personaje, de alguien misterioso. Intento escrutar lo que el dueño de aquella mirada pensaba y sentía en aquel preciso instante.

Una a una van pasando por mi cámara, instalada sobre un minúsculo trípode. Juego con la montaña de papel y me divierto con cada foto.

Las fotografío y las vuelvo a mirar, mientras me susurran lejanas historias de viajes y montañas.