El viejo Portugal nos recibe con la belleza de lo cotidiano, de la vida real, del pulso del día a día, sin artificios para el visitante, ni pompas, ni alardes. Sin escaparates. Sin complejos, sin miedos ni trastornos. De frente.
Azules, rojos, verdes, blancos, se entremezclan con el musgo, la humedad, los desconchones y los mohos, con el abandono y el olvido, con el descuido, el desamparo y la soledad, en una mezcolanza por la que paseo mi mirada y mi objetivo, en pos del detalle, del rasgo o el gesto del lugar. De su alma decadente, de su atmósfera cansada y mortecina. El viejo Portugal, vecino apegado, tan próximo, tan cercano, a un paso de nosotros.
Nunca me defrauda.
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27 de abril de 2016
6 de abril de 2016
La torre del homenaje
Mejores tiempos vivió la torre del homenaje, hoy olvidada a las afueras de la pequeña aldea sobre su montículo de hierba y roca. Derrumbados ya hace décadas sus pisos de tablones y maderos, su escalinata hace mucho que dejó de llevar a ningún ser humano arriba y abajo. Ahora sus habitantes tienen plumas y revolotean por su interior acomodándose en recovecos y huecos. Por el día algún cernícalo, tordos y palomas que se arrullan y anidan. Por la noche se dejará oír el carraspeo lúgubre de la lechuza.
Vieja torre del homenaje, decrépita, vacía y olvidada.
Vieja torre del homenaje, decrépita, vacía y olvidada.
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14 de diciembre de 2015
Mi cuarto cumpleaños
Un año más me siento delante del teclado para celebrar un nuevo cumpleaños de "Cuaderno de un Nómada", pues tal día como hoy de hace cuatro años flotaba por fin en la telaraña virtual de la red de redes la primera entrada de este blog.
Este dos mil quince ha sido un año difícil, sin embargo. Raro, intermitente, con demasiados paréntesis, con demasiados descansos e interludios. Un año extraño. Roto, discontinuo y con una notable reducción del número de entradas.
Sea como fuere, han pasado otros doce meses y, como en anteriores aniversarios, os dejo doce imágenes para ver, tocar y sentir. Imágenes de texturas, de piedras viejas, de rincones oscuros, de callejuelas estrechas. He querido que fueran fotografías que contrastaran con mis anteriores entradas, dedicadas cada vez más a menudo a la fauna que nos rodea. Postales de monumentos, ermitas y yacimientos. De capiteles, puertas y claustros. De estancias y pueblos por los que pasara en uno de mis últimos viajes.
Espero que, además de disculpar mis treguas, las instantáneas os gusten. Ese es mi deseo. Salud, amigos.
Este dos mil quince ha sido un año difícil, sin embargo. Raro, intermitente, con demasiados paréntesis, con demasiados descansos e interludios. Un año extraño. Roto, discontinuo y con una notable reducción del número de entradas.
Sea como fuere, han pasado otros doce meses y, como en anteriores aniversarios, os dejo doce imágenes para ver, tocar y sentir. Imágenes de texturas, de piedras viejas, de rincones oscuros, de callejuelas estrechas. He querido que fueran fotografías que contrastaran con mis anteriores entradas, dedicadas cada vez más a menudo a la fauna que nos rodea. Postales de monumentos, ermitas y yacimientos. De capiteles, puertas y claustros. De estancias y pueblos por los que pasara en uno de mis últimos viajes.
Espero que, además de disculpar mis treguas, las instantáneas os gusten. Ese es mi deseo. Salud, amigos.
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17 de noviembre de 2015
Hombre y naturaleza
En lo más profundo de su ser, el hombre tiene un impulso incontenible por regresar a la naturaleza de la que, sin embargo, paradojas de la vida, parece quererse desvincular.
Esa necesidad de regresar a la naturaleza y a nuestros orígenes la podemos observar en la felicidad que siente un niño cuando juega con cualquiera de sus más cotidianos elementos -palos, piedras, agua, árboles, animales,...- o en el regreso a la misma a través de cualquiera de las actividades que, ya de mayores, desarrollamos en el medio natural, desde la mera contemplación, a su estudio e investigación; desde aquellos deportes y actividades que se desarrollan en los rincones más apartados de las regiones más remotas, y que nos ayudan no solo a explorar aquellos lejanos lugares, sino nuestros propios límites humanos, hasta nuestra introspectiva actividad fotográfica que nos liga, además de al paisaje y a la fauna en sí mismos, también a la búsqueda de la belleza que nos rodea. El ser humano, cuanto más próximo vive la naturaleza más feliz es y más en paz consigo mismo se siente. Por el contrario, cuanto más alejado de la misma se encuentra, más pobre su alma se vuelve.
Somos parte del planeta, formamos una pieza esencial de la Madre Tierra, un engranaje clave de la gran maquinaria planetaria. La Pachamama como hoy la conocemos depende de nosotros y nosotros de ella. De ser conscientes de ello dependerá en un futuro, más próximo que lejano, nuestra propia supervivencia.
Pero soy pesimista y creo realmente que nuestra ceguera es tal, que ni agonizando entre estertores nos daremos cuenta de nuestra propia e inminente expiración.
Esa necesidad de regresar a la naturaleza y a nuestros orígenes la podemos observar en la felicidad que siente un niño cuando juega con cualquiera de sus más cotidianos elementos -palos, piedras, agua, árboles, animales,...- o en el regreso a la misma a través de cualquiera de las actividades que, ya de mayores, desarrollamos en el medio natural, desde la mera contemplación, a su estudio e investigación; desde aquellos deportes y actividades que se desarrollan en los rincones más apartados de las regiones más remotas, y que nos ayudan no solo a explorar aquellos lejanos lugares, sino nuestros propios límites humanos, hasta nuestra introspectiva actividad fotográfica que nos liga, además de al paisaje y a la fauna en sí mismos, también a la búsqueda de la belleza que nos rodea. El ser humano, cuanto más próximo vive la naturaleza más feliz es y más en paz consigo mismo se siente. Por el contrario, cuanto más alejado de la misma se encuentra, más pobre su alma se vuelve.
Somos parte del planeta, formamos una pieza esencial de la Madre Tierra, un engranaje clave de la gran maquinaria planetaria. La Pachamama como hoy la conocemos depende de nosotros y nosotros de ella. De ser conscientes de ello dependerá en un futuro, más próximo que lejano, nuestra propia supervivencia.
Pero soy pesimista y creo realmente que nuestra ceguera es tal, que ni agonizando entre estertores nos daremos cuenta de nuestra propia e inminente expiración.
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23 de octubre de 2015
Amanecer
Observo el amanecer desde detrás de las ventanas tintadas de mi casita con ruedas. Está muy nublado, así que me quedo un rato más al abrigo cálido del edredón de pluma.
Repito la maniobra cada pocos minutos, decepcionado por el cielo encapotado que nos recibe al alba, hasta que repentinamente intuyo en las nubes plomizas un cambio de luz. Miro por enésima vez a través de las ventanas y salto disparado del mullido abrazo de mi plumón nórdico, me visto y abrigo en menos tiempo del que dura un bostezo, y salto al exterior con el equipo fotográfico que dejara preparado la noche anterior. Corro de un lado a otro aprovechando los escasos minutos de la mejor luz del día y esquivando los apestosos objetos artificiales que algunas mentes brillantes encargadas de habilitar el lugar han puesto alrededor de la preciosa ermita románica: carteles, palos de metal, vallas de cerramientos y cables de acero para evitar el paso de vehículos. Todo bien arrimado a la misma y fabricados con materiales que nada tienen que ver con los usados tradicionalmente en la zona, y pareciera, incluso, que con el objeto directo de impedir hacer una sola foto en condiciones.
En fin, no puedo abstraerme de semejante despropósito mientras encuentro la única perspectiva en la que puedo esquivar todo aquello. Hago esa y otras pocas fotos más mientras despotrico contra los lumbreras que deciden dónde instalar todos esos objetos tan feos y tan fuera de lugar (aún comprendiendo la bondad del fin de los mismos), al tiempo que la luz desaparece tan rápido como vino.
Respiro aliviado por haber podido hacer al menos esa única foto con aquella magnífica luz, sin el estorbo de todo aquello y con una perspectiva en la que se puede ver con claridad la entrada porticada que caracteriza el románico soriano. Recojo los bártulos y unos minutos después estoy nuevamente dentro del edredón de pluma recuperando temperatura y pensando en la ingente cantidad de monumentos, cascos históricos, plazas principales, monasterios, iglesias y catedrales que quedan afeados y estropeados por la desidia y la total falta de sensibilidad de muchas autoridades locales, que permiten el aparcamiento de vehículos, la instalación de carteles de grandes dimensiones -a veces indicando la inversión realizada en una restauración y que permanecerán incluso años después de terminada la misma-, etc.
No les pido a todos ellos ni siquiera sensibilidad para comprender hasta qué punto afean lo bello, simplemente que sean pragmáticos y comprendan que si quieren que los turistas visitemos sus pueblos, plazas, iglesias, monasterios y cascos históricos es necesario que estos se mantengan simplemente bien atendidos, acondicionados y "visibles".
¿Es tan difícil de comprender? Parece que sí a tenor de lo que nos encontramos por ahí.
Repito la maniobra cada pocos minutos, decepcionado por el cielo encapotado que nos recibe al alba, hasta que repentinamente intuyo en las nubes plomizas un cambio de luz. Miro por enésima vez a través de las ventanas y salto disparado del mullido abrazo de mi plumón nórdico, me visto y abrigo en menos tiempo del que dura un bostezo, y salto al exterior con el equipo fotográfico que dejara preparado la noche anterior. Corro de un lado a otro aprovechando los escasos minutos de la mejor luz del día y esquivando los apestosos objetos artificiales que algunas mentes brillantes encargadas de habilitar el lugar han puesto alrededor de la preciosa ermita románica: carteles, palos de metal, vallas de cerramientos y cables de acero para evitar el paso de vehículos. Todo bien arrimado a la misma y fabricados con materiales que nada tienen que ver con los usados tradicionalmente en la zona, y pareciera, incluso, que con el objeto directo de impedir hacer una sola foto en condiciones.
En fin, no puedo abstraerme de semejante despropósito mientras encuentro la única perspectiva en la que puedo esquivar todo aquello. Hago esa y otras pocas fotos más mientras despotrico contra los lumbreras que deciden dónde instalar todos esos objetos tan feos y tan fuera de lugar (aún comprendiendo la bondad del fin de los mismos), al tiempo que la luz desaparece tan rápido como vino.
Respiro aliviado por haber podido hacer al menos esa única foto con aquella magnífica luz, sin el estorbo de todo aquello y con una perspectiva en la que se puede ver con claridad la entrada porticada que caracteriza el románico soriano. Recojo los bártulos y unos minutos después estoy nuevamente dentro del edredón de pluma recuperando temperatura y pensando en la ingente cantidad de monumentos, cascos históricos, plazas principales, monasterios, iglesias y catedrales que quedan afeados y estropeados por la desidia y la total falta de sensibilidad de muchas autoridades locales, que permiten el aparcamiento de vehículos, la instalación de carteles de grandes dimensiones -a veces indicando la inversión realizada en una restauración y que permanecerán incluso años después de terminada la misma-, etc.
No les pido a todos ellos ni siquiera sensibilidad para comprender hasta qué punto afean lo bello, simplemente que sean pragmáticos y comprendan que si quieren que los turistas visitemos sus pueblos, plazas, iglesias, monasterios y cascos históricos es necesario que estos se mantengan simplemente bien atendidos, acondicionados y "visibles".
¿Es tan difícil de comprender? Parece que sí a tenor de lo que nos encontramos por ahí.
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21 de agosto de 2015
Inspiración
Que el arte urbano me inspira lo sabéis todos los que visitáis este Cuaderno de un Nómada. Con la costumbre que da la cotidianidad, sus páginas se nutren sistemáticamente de fotos de naturaleza y viajes, pero también, y cómo no, de pintadas y murales que invaden mi ciudad. Centenares de ellas se archivan en mi ordenador en varias carpetas a la espera de que un impulso interno me obligue a aflorarlas. Historias que tengo la necesidad de contar, o relatos que tienen la imperiosa urgencia de que alguien los narre. Yo, sumiso, les obedezco y los transmito a través de este espacio virtual. A veces -a menudo- unos ojos me esperan durante días o semanas desde el enfoscado de una pared a que un buen día me decida a tomar la cámara, cargar con ella y acercarme al lugar donde reposan y me reclaman, y los fotografío, guardando su mirada para siempre, para que ya el tiempo no haga mella en ella. Y lo siento, me da vergüenza reconocerlo pero a veces son en realidad meses de espera, en ocasiones puntuales incluso años -ellas me esperan allí, fieles, pacientes sabedoras de que no faltaré a la cita antes o después-. Las miradas de Caín Ferreras han aparecido varias veces en este blog, lo mismo que las del colectivo Alto Contraste, Jorge Nego y las de muchos otros artistas, urbanos los unos, callejeros los otros. Como ejemplo, yo os recomendaría que no os perdáis un parsimonioso recorrido por la galería urbana que es en realidad el barrio del Oeste, en Salamanca. A menudo, la pintada te inspira una imagen, frontal, limpia y directa: un muro bidimensional no da para muchos excesos fotográficos, generalmente. Pero hay ocasiones excepcionales en las que una obra se sale del muro donde la crearon. Y te inspira diferentes lecturas, variados puntos de vista; distintas historias, en definitiva. Esas las disfruto, las saboreo una y otra vez, y lo hago no solo con la propia observación, reconociendo el valor mismo del grafiti como la obra artística que es, sino también con la cámara fotográfica, explorando las posibilidades plásticas de la pintura y su contexto. No sé a vosotros, pero a mí cualquiera de las siguientes opciones me transmite algo diferente, aunque si me tengo que quedar con algo es, cómo no, con la expresión de su mirada.
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9 de agosto de 2015
Telarañas
Son tiempos tristes, llenos de telarañas. Lo son cada verano, pero este especialmente, con varios graves incendios que están asolando nuestros campos y nuestras sierras, entre los que a mi me duele muy especialmente el de mi querida sierra de Gata. Pero si por algo son tiempos malos para la conservación de nuestros bosques es, sobre todo, por la puesta en vigor hace escasas semanas de la nueva Ley de Montes que el rodillo del PP ha aprobado y que, de facto, ha dejado literalmente desprotegido más del 50% del territorio nacional frente a la especulación urbanística, ya que a partir de su aprobación todos los suelos forestales se podrán recalificar como "urbanizables" una vez hayan sido incendiados. Esta es solo una de las "perlas" que nos deja esta Ley, duramente criticada desde el principio por los propios colectivos de profesionales que trabajan en la protección y gestión de nuestros montes y que ven limitadas, por ejemplo, sus capacidades de denunciar delitos ambientales, obstaculizando la esencia misma de su labor como garantes de la protección de nuestra naturaleza frente a las agresiones medioambientales. Pero si estos dos cambios respecto de la Ley anterior no fueran ya suficientemente graves, en la recientemente aprobada se contempla, además, la eliminación de la necesidad de contar con planes de gestión de montes privados o públicos que no estén catalogados, lo que abre las puertas a los intereses privados sobre los de interés general de la sociedad, y los especulativos sobre los medioambientales.
Nuestros montes se incendian y algunos se frotan las manos. Los demás lloramos.
Nuestros montes se incendian y algunos se frotan las manos. Los demás lloramos.
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5 de agosto de 2015
El hueco que dejas en mi almohada
Se tamiza la luz de la mañana por entre las rendijas de las lamas de mi persiana, invadiendo mansamente los recovecos de un dormitorio mudo y ocioso. Termina así una noche más. Termino así otra vigilia más.
Se desvanecen las sombras y la penumbra de nuevo, y la claridad me alcanza insomne y sola, derrotada en la cama, abrazada al hueco que dejaste en mi almohada, aferrada al recuerdo de los caminos sinuosos que dibujaron las yemas de tus dedos, al de tu respiración en mi espalda, al de tu olor en mi cama.
Me invade amarga tu ausencia, que a dentelladas crueles me muerde el sueño y me desvela. Y abrazada a tu recuerdo, vacía y aturdida, veo la luz tamizada de otra mañana por entre las rendijas de las lamas de mi persiana.
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12 de febrero de 2015
Animales
Nos llamáis animales, vosotros que os creéis la especie suprema, el culmen de la creación y la evolución. La misma especie a la que estáis convencidos que se os ha otorgado el planeta entero, con derecho a expoliarlo y destruirlo. Auto-complacientes. Auto-suficientes. Camináis por el globo con la prepotencia del necio, del ruin y del malvado. Del poderoso y dominador, del mezquino y miserable. No quiero pensar ahora en lo que os hacéis entre vosotros mismos; allá vosotros y el modo en el que os masacráis en vuestras guerras. No quiero pensar en vosotros porque me dais igual. Pero sí lo hago en el resto de seres vivos que heredamos este planeta que es de todos, y en cómo nos tratáis. Desbordáis crueldad por cada poro de vuestra piel. Os divertís con brutalidad a través de nuestro sufrimiento, del que soportamos los animales, os inventáis modos salvajes para asesinar y torturar toros, y lo denomináis cultura, tradición y raíces. O destrozáis perros o gallos para apostar. Llamáis actividad lúdica a la masacre anual de millones de animales tiroteados en todo el planeta por personas que insultan a la inteligencia cuando dicen ser "amantes de la naturaleza". Sí, millones de seres vivos que pierden sus vidas para que unos pocos humanos se regocijen mediante lo que denomináis el "deporte"de la caza. Extinguís conscientemente especies marinas por sobreexplotación. Nos arrancáis las pieles, a veces vivos, para haceros abrigos y vestiros con ellas. Envenenáis el campo para perseguir aquellos animales que regulan los ecosistemas, aunque por el camino caigan también muchas otras especies que incluso decís proteger. Si una especie afecta a vuestra economía y vuestros negocios simplemente la elimináis a base de plaguicidas, pesticidas o a tiro limpio. Comerciáis con los animales salvajes como si fuéramos objetos. Cuanto más raros y en peligro de extinción estemos, más os lucráis a costa de nuestra desaparición. ¡Qué se puede esperar de quien vende pequeños seres vivos metidos en llaveros de plástico, herméticos, con la seguridad de que morirán en unas pocas horas de asfixia!
Sí, vosotros nos llamáis "animales" ¡Qué paradoja! ¿no? cuando lo insultante es haber nacido humano. Vuestra especie es la única verdadera alimaña que puebla el planeta, como una peste asesina y letal.
¡Qué vergüenza ser pariente vuestro!
Sí, vosotros nos llamáis "animales" ¡Qué paradoja! ¿no? cuando lo insultante es haber nacido humano. Vuestra especie es la única verdadera alimaña que puebla el planeta, como una peste asesina y letal.
¡Qué vergüenza ser pariente vuestro!
16 de agosto de 2014
Chimiachas, el abrigo
Dejo por un rato los quehaceres del clan y me alejo, solo, del campamento junto al arroyo. En mi bolsa confeccionada con piel de corzo llevo conmigo tintura roja obtenida tras triturar y moler ciertas piedras oxidadas y mezclar el polvo resultante con grasa animal. También llevo unos ramilletes de pelo de jabalí, de distintos grosores, e incluso de distintas durezas. Un poco de agua en una cantimplora hecha con el estómago de un zorro, y un recipiente de madera de enebro, duro y resistente, difícil de tallar, pero duradero. Subo por la ladera, sofocado por el sol y rodeado de chicharras que no paran de agobiarme con su canto insistente, hasta encaramarme por fin al gran abrigo rocoso que me pone a salvo del bochornoso calor y las tormentas. En mi cabeza sé qué voy a pintar hoy, y sé por qué lo voy a hacer. Hoy será un gran ciervo, de fuerte musculatura y gran cornamenta. Miles de años después otros hombres descubrirán mi obra y elucubrarán mis motivos para realizarla. Pero nunca lo sabrán. Será mi secreto. A media tarde busco el punto exacto donde quedará grabada para siempre mi pintura. Observo la porción de piedra largo rato, frente a frente, antes de ponerme manos a la obra. Cierro los ojos y mi cabeza imagina el resultado, lo interioriza, y lo visualiza sobre la rugosidad escogida. Mucho rato después tomo una bocanada amplia y profunda de aire, inspiro el intenso olor de las plantas aromáticas del lugar que el calor exterior intensifica, y tomo por fin el pincel. Pinto mi ciervo de Chimiachas.
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7 de agosto de 2014
Oraciones
El intolerable asesinato de cientos de niños palestinos recorre como un reguero de pólvora los noticiarios del mundo entero al mismo tiempo que oraciones budistas ondean en el viento en lugares sin importancia, de los que nadie se acuerda. El premio nobel de la paz vende armas a los asesinos, pero clama desde su tarima justicia para los inocentes. Mientras, los banderines oran por nosotros desde el recogimiento de un templo budista, a un mundo de las masacres que se suceden en barrios, hospitales y escuelas de Gaza. Unos asesinan, con la condescendencia de la geoestrategia política que exige un aliado fuerte en Oriente Medio; otros mueren bajo las bombas, o desean hacerlo para liberarse por fin de la tiranía de un plan meticulosamente trazado, donde la ocupación, el aislamiento, la opresión y la ausencia de Derechos Humanos se hace insoportable desde hace ya demasiado tiempo. Los dirigentes políticos occidentales se llevan las manos a la cabeza mientras calculan con los dedos cruzados en la espalda, a hurtadillas, las "ventajas" globales de un gobierno israelí fuerte en la región. El tiempo pasa, los días se suceden y las oraciones siguen fluyendo y se diluyen en el viento, mientras la mano de hierro cae sobre los inocentes, como siempre. Lo que en otros conflictos hubiera sido denominado como genocidio o crímenes de guerra, ahora es considerado simplemente una "respuesta desproporcionada" judía frente a los ataques de las milicias palestinas. Se le cambia el nombre para que no se nos caiga la cara de verguenza mientras la volvemos para otro lado. Y entre tanto, las oraciones se siguen perdiendo para siempre en el bochorno etéreo de esta calurosa mañana de verano. Nunca llegarán a ningún Dios.
Pienso en esos niños al pasear por entre las estupas del templo budista, críos a los que se les ha robado la infancia, rehenes de unas estrategias políticas meticulosamente trazadas por unas mentes dementes, por unos genocidas a los que la comunidad internacional no llama por su nombre.
Yo, circunvalo el templo mientras mi mano hace girar los molinillos de oración situados en su perímetro. Dan vueltas y vueltas antes de parar y dejar de hacer ese sonido chirriante que se escucha claramente desde el interior del edificio, en donde algunos practicantes se encuentran meditando en el más completo de los silencios, rodeados de pinturas de Buda, rojas, azules, blancas.
Observo cómo el aire reclama los textos sánscritos de esas telas maltrechas por la fuerza del viento. Oraciones y plegarias que vuelan hasta los dioses. Me gusta este lugar. Sosiego, tranquilidad, bondad y paz interior. Una paz que lo invade todo. Dos monjes tibetanos me sonríen sorprendidos cuando me ven fotografiar insistentemente esos banderines raídos y deshilachados, llenos de flecos, mientras juegan con el viento, ondulándose, meciéndose. He regresado una vez más a este santuario espiritual, situado tan, tan lejos de las barriadas reducidas a escombros de Gaza. Respiro despacio, hondo, profundamente, entre renovado por el lugar y abatido por mis pensamientos, y no puedo dejar de pensar en esos niños palestinos sin infancia que esperan una muerte inminente o, lo que es peor aún, una muerte lenta asediados por la indiferencia israelí, creciendo en el odio; esos niños y niñas que sobreviven a una distancia infinita de esta paz y de este lugar.
Pienso en esos niños al pasear por entre las estupas del templo budista, críos a los que se les ha robado la infancia, rehenes de unas estrategias políticas meticulosamente trazadas por unas mentes dementes, por unos genocidas a los que la comunidad internacional no llama por su nombre.
Yo, circunvalo el templo mientras mi mano hace girar los molinillos de oración situados en su perímetro. Dan vueltas y vueltas antes de parar y dejar de hacer ese sonido chirriante que se escucha claramente desde el interior del edificio, en donde algunos practicantes se encuentran meditando en el más completo de los silencios, rodeados de pinturas de Buda, rojas, azules, blancas.
Observo cómo el aire reclama los textos sánscritos de esas telas maltrechas por la fuerza del viento. Oraciones y plegarias que vuelan hasta los dioses. Me gusta este lugar. Sosiego, tranquilidad, bondad y paz interior. Una paz que lo invade todo. Dos monjes tibetanos me sonríen sorprendidos cuando me ven fotografiar insistentemente esos banderines raídos y deshilachados, llenos de flecos, mientras juegan con el viento, ondulándose, meciéndose. He regresado una vez más a este santuario espiritual, situado tan, tan lejos de las barriadas reducidas a escombros de Gaza. Respiro despacio, hondo, profundamente, entre renovado por el lugar y abatido por mis pensamientos, y no puedo dejar de pensar en esos niños palestinos sin infancia que esperan una muerte inminente o, lo que es peor aún, una muerte lenta asediados por la indiferencia israelí, creciendo en el odio; esos niños y niñas que sobreviven a una distancia infinita de esta paz y de este lugar.
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