Sin lugar a dudas Nepal es mucho más que sus valles y montañas; de alguna forma hay algo muy profundo que engancha a quien lo visita, tan vital y palpitante como su propia naturaleza. Esa pulsión la representan sus gentes, el verdadero alma de este país, su auténtica esencia. Si de otros lugares del planeta se puede decir que los habitan gente buena, que se puede viajar sin miedo ni temor a amenazas o peligros derivados de las personas, en Nepal esa aseveración es poco menos que proverbial, convirtiéndose en un axioma. Su natural bondad la experimentamos en el día a día, en su tolerancia religiosa, en la absoluta ausencia de tonos altos, gritos o discusiones, en la sonrisa dibujada siempre en sus labios, en su "dejar hacer", en que cada uno se ocupa de sus cosas sin intromisiones, en la ausencia de malos gestos, en su honestidad y cordialidad, en definitiva.
Nos asombra la naturalidad con la que un hinduista hace girar molinos de oración budistas, o cuando vemos un cuerpo de policía completamente ajeno a la prepotencia de quien se pudiera sentir una autoridad superior,... Sus habitantes nos seducen y enamoran. Si hay algo que me fascina de Nepal es precisamente esa quimérica atmósfera de gentes amables y sonrientes, de gentileza y sosiego en el país de Los Himalayas, de paz interior, ... Pareciera magia.
Pareciera, pero no lo es. Paseamos por sus calles sucias y desbordadas de bullicio, sin aceras, con las manos en los bolsillos y sin prisas, impregnándonos de la ajetreada vida cotidiana de Kathmandú, Patán o Bakhtapur, o amansados y enmudecidos ante los hipnóticos ojos de Buda que nos narcotizan desde lo alto de sus grandes stupas blancas. El trasiego de gente es incesante, las calles vibran con un caótico orden que nosotros no controlamos, aunque intentamos comprenderlo desde la curiosidad propia de todo occidental que viaja a Asia. Ellos van y vienen, con sus indumentarias, su modo de hablar y expresarse, con sus risas y alegría, con sus adornos, los rasgos de sus caras, sus diferencias étnicas, sus ritos y sus costumbres. Todo nos hechiza, lo absorbemos para empaparnos del ritmo vital de sus gentes, hombres y mujeres sencillos, atados a sus fervores y creencias. Los vemos tranquilos, sentados en los monumentos que nosotros los turistas fotografiamos compulsivamente, formando parte del paisaje urbano, sin prestarnos mayores atenciones mientras apretamos el disparador de las cámaras, aunque son sabedores de que nos los llevaremos a nuestras casas inmortalizados en unas tarjetas de memoria.
Sí, estoy completamente seguro, Nepal es mucho más que sus valles y montañas, aunque el Himalaya encarne la mejor justificación para visitarlo. Es, ante todo, un lugar donde reconciliarse con el ser humano, y no es poco hoy en día en un planeta donde el egoísmo es premiado y la bondad humillada.
Nepal es, sencillamente, el lugar en donde renacer.
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14 de diciembre de 2016
Un nuevo cumpleaños
Pasan los meses y los años más rápido de lo que quisiéramos y antes de que me haya dado cuenta este blog ha cumplido un nuevo aniversario. Hoy día catorce ponemos cinco velas sobre la tarta. Pocas todavía, lo sé, pero pasito a pasito va creciendo; darle tiempo. Las doce fotografías que os dejo en esta quinta celebración rompe de nuevo con la deriva que va tomando Cuaderno de un Nómada en los últimos tiempos hacia una fotografía casi exclusivamente de fauna, y en vez de presentaros bichos de pluma y pelo, os dejo una docena de tomas de Londres, realizadas en nuestro viaje estival por el Reino Unido que habéis podido leer en entradas anteriores. Doce tomas, doce fotografías de doce momentos callejeando por esta ciudad cosmopolita y multicultural. Doce imágenes para doce meses.
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11 de agosto de 2016
Oradour
Oradour-sur-Glane. Se me ha grabado el nombre, como se os grabará a todos los que por allí os dejéis caer, al rojo vivo.
¿Qué es, o dónde está Oradour-sur-Glane? Por el nombre parece un pueblo francés ¿no? Hay quien pudiera pensar que simplemente es eso. Pero en realidad es mucho más. Es un recordatorio, un desafío a la humanidad, una piedra en su zapato, es un aguijón que se nos clava en el orgullo o, mejor dicho, en la prepotencia de creernos seres superiores y civilizados en este planeta, es la puya que nos baja la cabeza avergonzados y que se junta a otras muchas espinas más. Es parte de la memoria colectiva del siglo veinte, constituyendo una más de las muchas -demasiadas- páginas negras de nuestra era.
¿Qué es, o dónde está Oradour-sur-Glane? Por el nombre parece un pueblo francés ¿no? Hay quien pudiera pensar que simplemente es eso. Pero en realidad es mucho más. Es un recordatorio, un desafío a la humanidad, una piedra en su zapato, es un aguijón que se nos clava en el orgullo o, mejor dicho, en la prepotencia de creernos seres superiores y civilizados en este planeta, es la puya que nos baja la cabeza avergonzados y que se junta a otras muchas espinas más. Es parte de la memoria colectiva del siglo veinte, constituyendo una más de las muchas -demasiadas- páginas negras de nuestra era.
La pequeña Tomasina nunca supo muy bien qué sucedía cuando el diez de junio de mil novecientos cuarenta y cuatro la tercera compañía del primer batallón de la División Das Reich de la SS del Tercer Reich rodearon el pueblo francés de Oradour-sur-Glane, un pueblo sin importancia alguna en aquellos días trascendentales del desembarco de Normandía. Se procedió a la agrupación de todos sus vecinos en la plaza del mercado, separando a las mujeres y los niños por un lado, y a los hombres por otro. El grupo compuesto por los primeros fueron dirigidos a la iglesia y allí tiroteados, todos, sin distinción, incluidos varios bebés. Por su parte el grupo de los hombres fue ejecutado a golpe de ametralladora. Posteriormente, todos y cada uno de ellos fueron revisados de forma escrupulosa para rematar a los que aún agonizaban. Los cuerpos de los seiscientos cuarenta y dos vecinos ejecutados fueron amontonados y, en el transcurso de los tres días siguientes, paulatinamente cubiertos con cal viva y posteriormente quemados. Solo unos pocos vecinos pudieron escapar a la masacre. Entre los asesinados se encontraban veinticuatro españoles huidos del régimen de Franco, diez de los cuales eran niños de entre uno y quince años de edad. Tras el pillaje de todo aquello que pudiera tener algo de valor, el pueblo entero fue incendiado sistemáticamente, casa por casa, hasta que el trece de junio lo abandonaron definitivamente.
Este es el resumen conciso, frío y escueto de la atrocidad que allí se vivió. Eso fue y es Oradour-sur-Glane.
Tras el fin de la contienda, el general De Gaulle tomó la decisión de dejar el pueblo mártir en las condiciones en las que se encontró tras la rendición alemana, y más o menos eso es lo que hoy vemos, entre el silencio de los más ancianos que aún pueden recordar las sirenas de la guerra, y de los más jóvenes que solo saben de ella a través de los libros. El paso del tiempo ha transformado poco a poco el lugar, lo ha maquillado lentamente. Las hiedras verdes escalan y tapizan muros, los restos de los viejos maderos quemados tras la masacre, de las gordas vigas que soportaban los tejados de las casas han terminado por desaparecer, las calles ahora permanecen limpias, ya no hay sangre que tiña de rojo el interior de su iglesia, pero impresiona ver la vieja y enorme campana completamente derretida por el fuego. Los objetos personales colocados en el interior de lo que un día fueron viviendas llenas de vida nos recuerdan que hubo una vez allí una mujer que cosía con su máquina de coser, que un carrito de niño transportaba a algún bebé, que el armazón de hierro de una vieja cama ahora hueco y oxidado, sirvió en una época para el descanso y el amor, que un coche quizás transportaba a un empresario de éxito, que una gruesa chimenea metálica daba calor al hogar de una familia, que una bicicleta llevaba de un lado a otro a algún paisano, que una balanza pesaba la carne que compraban los vecinos cada mañana en la carnicería.
Paseo por sus calles, como pasean los demás turistas, pero no se oye nada, el silencio lo cubre todo, la gente murmura en voz baja, como respetando la memoria de los que allí perdieron la vida a manos de la sinrazón, de la locura de unos sádicos sin corazón. Fotografío esto y aquello mientras pienso en cómo es posible que la historia negra de la humanidad se repita una y otra vez con tanta cotidianidad, y que todos seamos testigos de ello sin poderlo impedir. Camino por el pueblo y se me vienen a la cabeza nombres como Homs o Alepo, y veo las mismas ruinas allí que aquí, las mismas calles llenas de dolor y de sangre, la misma desolación, la misma destrucción. Como espectadores en un cine, vemos a través de nuestros televisores las noticias que nos traen de un mundo que a nosotros nos parece lejano, pero que está ahí mismo, que existe en la realidad, noticias que no son ficción, que no son una película. Noticias que siempre hablan de devastación y horror. De hospitales o escuelas bombardeados, de civiles muertos que se suman imparablemente en listas demasiado amplias. La historia de la humanidad se repite. Siria, los Balcanes, Ruanda, ... la vergüenza nos persigue y nos enmudece. Quizás por eso el silencio envuelva Oradour-sur-Glane aunque esté recorrido por turistas, porque este lugar sabe que hay otros muchos Oradour-sur-Glane en estos mismos momentos. Porque sabe que no hace falta echar la mirada atrás para encontrarlos.
Dicen que un pueblo sin pasado no tiene futuro, y yo lo creo así. Creo que para no cometer los mismos errores mañana, es imprescindible recordar el ayer, aunque ese pasado sea doloroso y negro.
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