Treinta de octubre de dos mil diez y seis. Parece que fue hace solo unas semanas desde que subiera por estos mismos vericuetos de la sierra de Gredos la última vez en busca de los rebaños de cabra montés (
Capra pyrenaica victoriae) en época de celo. Y, sin embargo, ya ha pasado casi una año. Que me siento en estas laderas como en casa no es ningún secreto para los que me conocen o para los que han seguido este blog desde sus comienzos, pues así lo he hecho saber más de una vez. Por ellas he subido y bajado en infinidad de ocasiones y en cualquier época del año. He escalado con algunos de mis mejores amigos tanto por sus corredores congelados cubiertos de nieve y hielo, como por sus paredes rocosas. He soportado más de una ventisca y temido lo peor en alguna que otra tormenta eléctrica. He pisado las cumbres de casi todos sus picachos, desde La Covacha al Torreón de los Galayos o el Torozo, igual en invierno que en verano. Y siempre vivaqueando sobre el manto blanco en las largas noches de invierno, o sobre la hierba verde en las cortas vigías estivales, al cobijo de sus rocas y bajo un manto de estrellas.
Y regreso ahora cada año, mucho tiempo después de aquellas emociones intensas, con el relax que me produce el hecho de venir simplemente a pasear con los prismáticos colgados del cuello y el equipo fotográfico en la espalda. Con las manos en los bolsillos. Salgo fuera de los caminos, abandono las sendas que siguen fieles los turistas, excursionistas y montañeros de cada día, y me alejo de ellos, observándolos desde la distancia. Es otoño y mi pensamiento se centra ahora en otra cuestión: los grandes machos monteses que se preparan para el combate. Comienza el celo en el Sistema Central.
Con ese fin, el de fotografiar el cortejo y, a ser posible, los combates de los viejos machos, regreso como cada temporada por estas fechas. Cuando los primeros rayos de sol alcanzan las laderas por las que deambulan los rebaños, yo hace ya mucho rato que asciendo por ellas. Quiero estar ya al lado de algún gran ejemplar cuando el sol lo alcance por fin. Así pues, las primeras luces y las últimas las pasaré junto a ellos una vez más.
Y como cada temporada, el primer encuentro con esta especie es solo para "testar" cómo se presenta el celo. Estos primeros compases son en general tranquilos. Aún permanecen muchos patriarcas adultos separados de las hembras, al mismo tiempo que algunos otros, en especial los más jóvenes, ya se han mezclado con ellas, siguiéndolas a todas partes. En estas fechas ya se ven rebaños mixtos constituidos por hembras y crías de esa temporada, junto con algunos ejemplares macho de corta o mediana edad. Por lo tanto, muchos viejos cabrones aún no se han incorporado a los rebaños y deambulan ociosos, comiendo y reservando fuerzas por las laderas, solitarios o en pequeños grupos, en los que a menudo son seguidos y acompañados muy de cerca por otros ejemplares más jóvenes, haciendo las veces de escuderos. Busco parejas de grandes machos que se puedan estar "midiendo", pero no hay suerte, habrá que esperar a las próximas jornadas o buscar en otros lugares. Hoy está todo demasiado tranquilo, como era de esperar.
Observo, no obstante, algunos aspectos del comportamiento que me llaman la atención. Como cuando dos machos solitarios se localizan en la distancia y se observan durante largo rato fijamente, emitiendo de vez en cuando un silbido de aviso, similar a la clásica voz de alarma de la especie. O cuando algunos jovenzuelos se frotan contra el corpachón de los grandes ejemplares, probablemente para impregnarse de su olor.
Deambulo por varios lugares y localizo algún ejemplar que por su capa más parece un toro de lidia que una cabra. Preciosos todos, los negros sin embargo reclaman más mi atención.
Van pasando las horas y acompaño a los grupos de cabras sin atosigarlos. Yo siempre digo que no hay que seguirlos, sino acompañarlos, sin prisas, sin agobios. Ellos nos lo permiten sin disgusto alguno y tengo tiempo incluso de aprovechar la buena temperatura para echar una corta siestecita, lo mismo que ellos. Veo cómo se les va bajando su pedazo cabezota bajo el peso de sus enormes cornamentas, hasta que acaban apoyadas sobre el suelo, adormilados, con los ojos cerrados. Al final ya de la sesión me llama la atención un ejemplar, al que podéis ver en la fotografía anterior, afectado por cataratas en su ojo derecho, algo que llegaré a ver en otros ejemplares en todas y cada una de las jornadas siguientes de esta temporada, principalmente en hembras adultas.
El declinar del sol es imparable y anuncia la conclusión de esta fructífera jornada. Y viendo la foto de este último ejemplar, a cuyas pezuñas alcanzan ya las sombras del nuevo ocaso, no puedo por menos de regresar a casa con la sensación de mantener una relación especial con esta especie, a la que he dedicado numerosas sesiones de campo (probablemente más que a ninguna otra) y de la que, no en vano, más imágenes guardo. Así, varios miles de archivos de cabra montés, seleccionados en rigurosas cribas tras cada sesión, dan fe de mi pasión por estos animales poderosos y arrogantes. Hasta la fascinación. Eso, y que se desenvuelven en un entorno que siempre fue para mi como mi hogar, al que le tengo un cariño tan especial, son sin duda los responsables de que cada año regrese con obstinación a su encuentro.