Siempre me han sorprendido estos animales; por muchas veces que los tenga delante, no dejará de asombrarme su presencia masiva y fuerte, su poderío, pero sobre todo la eficiencia de su modo de vida. Mi entrañable amigo Roberto me brinda la oportunidad -gracias por ello, compañero- de buscar retratos cercanos con los que poder apreciar cada detalle tanto de su anatomía como de su mirada, penetrante y severa, hosca. Sus ojos de color miel se clavan en todo lo que les rodea, como si tuvieran la capacidad de atravesar la materia. Escuchan los disparos de nuestras cámaras solo cuando la pitanza se ha acabado, porque hasta ese momento todo ha sido bullicio, reyertas y escaramuzas, prisas por comer en medio de la trifulca, por engullir atropelladamente, por robar, en una urgencia desaforada por tragar precipitadamente para seguir comiendo, por continuar atiborrándose hasta el atragantamiento con materia pútrida. Solo los más fuertes, los más belicosos, los más descarados y atrevidos se hacen un hueco en medio del tumulto y consiguen llenar el buche.Y para ser buitre inevitablemente hay que ser pendenciero y luchador. Agresivo y valiente. Beligerante, combativo y tenaz.
Son perfectos, están construidos para desgarrar y consumir lo que a nosotros nos haría vomitar, para limpiar de cuerpos descompuestos y en putrefacción los campos. Con sus picos y su potencia son capaces de despedazar los cueros más duros, y su falta de escrúpulos les permite tragar las vísceras más malolientes y desagradables de los cadáveres. Así son los buitres leonados (Gyps fulvus), consumadas máquinas de limpiar el paisaje, de despejarlo de posibles transmisores de enfermedades, de reciclar la materia muerta en energía. Imprescindibles. Su seducción radica en esa perfección, en su adaptación, en la inapelable necesidad de su existencia.
Terminado el banquete -algo que con ellos siempre sucede con prontitud- levantan el vuelo y desaparecen con la misma rapidez con la que llegaron. Con sus enormes alas desplegadas se convierten en cometas mecidas por el viento. La belleza hecha planeo.
17 de noviembre de 2017
Retratos
Etiquetas:
Aves,
Buitre Leonado,
Castilla y León,
Fauna,
Naturaleza,
Salamanca,
Sierra de Francia
12 de noviembre de 2017
El ciclo continúa
La difusa línea de la sombra se arrastra ladera abajo al tiempo que el sol gana altura en el cielo tras la ladera opuesta. Ha amanecido con un frío soportable, muy de agradecer tras estos meses de altas temperaturas y prácticamente nulas lluvias. Las piedras en la umbría se muestran traicioneramente resbaladizas con la fina capa de humedad congelada que las tapiza. La hostilidad de una noche alpina, con sus temperaturas mortales, da paso lentamente a una mañana soleada y tibia, humana y agradable. Sin embargo, el lugar se encuentra extrañamente vacío.
Yo me pongo en marcha. Un año más me acerco a los roquedos de la sierra de Gredos a cotillear cómo anda el celo de las cabras monteses (Capra pyrenaica). No tengo, sin embargo, muchas esperanzas de coincidir con el combate de dos grandes machos porque, en general, una climatología extraña da como resultado celos "raros" en la fauna. Las cabras no son una excepción, y si el año pasado ya hubo un cortejo con poco movimiento, este parece llevar la misma dirección. No obstante, la cita con los grandes machos negros se me hace ineludible.
Tras deambular un rato largo por la incómoda umbría, cambio de ladera y me mantengo en las cercanías de un par de manadas de cabras que se desperezan en la solana de la sierra. Fotografío contraluces; como algo; descanso aunque no esté cansado; fotografío machos jóvenes persiguiendo hasta el aburrimiento a las hembras que aún no están receptivas; me siento a esperar; fotografío algún gran macho más animado; paseo por la zona con las manos en los bolsillos; me siento a comer algo de fruta; vuelvo a fotografíar posturas, estiramientos, poses; me distraigo observando manadas lejanas con los prismáticos; me detengo sin prisas en el comportamiento de algunos ejemplares, de grupos de machos que se miden; fotografío ejemplares sesteando; ...
Pasa el tiempo.
Pasa el tiempo y el poco movimiento que observo aún me anima a quedarme con un viejo macho, de cornamenta "amuflonada" si se observa de frente, casi como si de un carnero se tratara. Elegante, serio. Hermoso. En realidad se trata de un macho bastante viejo, que ya he fotografiado a lo largo de la mañana un par de veces en la parte inferior de la ladera. Lo he visto llegar hace un rato hasta la zona donde yo estoy, hostigado por un ejemplar más fuerte y joven que lo ha perseguido ladera arriba, probablemente alejándolo de las hembras. El macho joven finalmente se ha detenido y no ha dejado de observar a su contrincante hasta que se ha perdido de vista tras un repecho de la montaña; luego ha dado la vuelta sobre sus pasos y ha regresado por el mismo camino por el que había aparecido. El viejo ejemplar de cuernos cerrados y desgastados se tumba a no mucha distancia de donde me encuentro, y se relaja. Dormita a ratos y decido acompañarlo en su soledad. Me lo imagino como en un destierro, humillado, recordando tiempos mejores cuando su fortaleza lo haría valedor de las hembras del harén. Tengo la sensación de haberlo fotografiado ya el año pasado, aunque luego comprobaré en casa que no, que el ejemplar que fotografiara la temporada pasada era otro de similar cornamenta, aunque menos desgastada y mellada.
Dejo pasar los últimos momentos de la tarde en su compañía. Su imponente belleza me llama la atención, no lo puedo evitar, me gusta, sobre todo por esa cornamenta, considerablemente más cerrada y curvada que en la mayoría de sus congéneres, lo que le confiere un porte especialmente noble. Decenas de fotos después no me queda otra opción que moverme, y me resigno a la cruda realidad del reloj. Lo dejo allí, pastando solo, con su imponente presencia, mientras yo desciendo hacia la seguridad de la civilización, de mi vehículo y su calefacción. Dejo atrás mi montaña, sus laderas y sus rocas, y quedan tras de mí el declinar del sol, el descenso de las temperaturas y el avance de esa difusa línea de sombras que se arrastra, ahora ladera arriba.
Yo me pongo en marcha. Un año más me acerco a los roquedos de la sierra de Gredos a cotillear cómo anda el celo de las cabras monteses (Capra pyrenaica). No tengo, sin embargo, muchas esperanzas de coincidir con el combate de dos grandes machos porque, en general, una climatología extraña da como resultado celos "raros" en la fauna. Las cabras no son una excepción, y si el año pasado ya hubo un cortejo con poco movimiento, este parece llevar la misma dirección. No obstante, la cita con los grandes machos negros se me hace ineludible.
Tras deambular un rato largo por la incómoda umbría, cambio de ladera y me mantengo en las cercanías de un par de manadas de cabras que se desperezan en la solana de la sierra. Fotografío contraluces; como algo; descanso aunque no esté cansado; fotografío machos jóvenes persiguiendo hasta el aburrimiento a las hembras que aún no están receptivas; me siento a esperar; fotografío algún gran macho más animado; paseo por la zona con las manos en los bolsillos; me siento a comer algo de fruta; vuelvo a fotografíar posturas, estiramientos, poses; me distraigo observando manadas lejanas con los prismáticos; me detengo sin prisas en el comportamiento de algunos ejemplares, de grupos de machos que se miden; fotografío ejemplares sesteando; ...
Pasa el tiempo.
Pasa el tiempo y el poco movimiento que observo aún me anima a quedarme con un viejo macho, de cornamenta "amuflonada" si se observa de frente, casi como si de un carnero se tratara. Elegante, serio. Hermoso. En realidad se trata de un macho bastante viejo, que ya he fotografiado a lo largo de la mañana un par de veces en la parte inferior de la ladera. Lo he visto llegar hace un rato hasta la zona donde yo estoy, hostigado por un ejemplar más fuerte y joven que lo ha perseguido ladera arriba, probablemente alejándolo de las hembras. El macho joven finalmente se ha detenido y no ha dejado de observar a su contrincante hasta que se ha perdido de vista tras un repecho de la montaña; luego ha dado la vuelta sobre sus pasos y ha regresado por el mismo camino por el que había aparecido. El viejo ejemplar de cuernos cerrados y desgastados se tumba a no mucha distancia de donde me encuentro, y se relaja. Dormita a ratos y decido acompañarlo en su soledad. Me lo imagino como en un destierro, humillado, recordando tiempos mejores cuando su fortaleza lo haría valedor de las hembras del harén. Tengo la sensación de haberlo fotografiado ya el año pasado, aunque luego comprobaré en casa que no, que el ejemplar que fotografiara la temporada pasada era otro de similar cornamenta, aunque menos desgastada y mellada.
Dejo pasar los últimos momentos de la tarde en su compañía. Su imponente belleza me llama la atención, no lo puedo evitar, me gusta, sobre todo por esa cornamenta, considerablemente más cerrada y curvada que en la mayoría de sus congéneres, lo que le confiere un porte especialmente noble. Decenas de fotos después no me queda otra opción que moverme, y me resigno a la cruda realidad del reloj. Lo dejo allí, pastando solo, con su imponente presencia, mientras yo desciendo hacia la seguridad de la civilización, de mi vehículo y su calefacción. Dejo atrás mi montaña, sus laderas y sus rocas, y quedan tras de mí el declinar del sol, el descenso de las temperaturas y el avance de esa difusa línea de sombras que se arrastra, ahora ladera arriba.
25 de octubre de 2017
El invierno que llega
Sin apenas días de otoño en esta Castilla continental, se acerca de lleno un nuevo invierno. Pasaremos sin contemplaciones del calor asfixiante a un frío intenso que nos atenazará durante varios meses. De momento, aprovecho la buena temperatura de comienzos de este octubre excepcionalmente cálido y planeo algún encuentro con las garcillas bueyeras (Bubulcus ibis) que cada invierno se congregan para alimentarse en unas praderas amplias y accesibles, no muy lejos de donde resido. Ya he contabilizado en ellas concentraciones de casi un centenar de ejemplares en los últimos días de septiembre. Las lombrices deambulan por la superficie del terreno, entre las hierbas empapadas por el rocío de la noche, y las garcillas lo saben; vienen y "pastan" por la llanura como si de un rebaño de ovejas se tratara, solo que en vez de pasto lo que buscan son suculentas y grandes lombrices de tierra con las que desayunar, rechonchas y lentas, listas para llenar sus estómagos. Fáciles.
En estos primeros compases de la "temporada de lombrices" los bandos de garcillas están llegando a sus comederos más tarde de lo que venían haciendo el invierno pasado; aunque en cualquier caso, siempre es antes de que el sol haga su aparición tras el horizonte. A un servidor esto le da igual. Bien abrigado, aparco mi coche en las cercanías un tiempo antes de que claré el día, evitando así que me sorprenda en medio de los preparativos algún bando especialmente madrugador, o alguna persona que deambule a estas extrañas horas por la zona camino de su trabajo, o paseando al perro antes de irse a currar desde las urbanizaciones cercanas; o algo similar, que hay gente rara para todo, incluso para venir aún de noche a hacer fotos de día. Amparado por la oscuridad de la noche, me dirijo directamente a un arbusto ya familiar del año pasado, y que me va a dar este año también cobertura para pasar desapercibido a las garcillas. Lo alcanzo habiendo procurado no mojarme la puntera de las botas con la hierba húmeda; luego agradeceré tener los pies completamente secos cuando permanezca quieto, sin apenas moverme durante dos o tres horas. Acomodo una esterilla fina pero de gran densidad junto a la base del matorral, instalo el cañón sobre su soporte a ras de suelo, todo bien integrado bajo sus ramas, sitúo una almohada de forro polar y de un mimético color marrón junto al equipo, abrigo la cabeza con un cálido gorro, me cubro completamente con una red de camuflaje y me subo todas las cremalleras de la ropa. Ya estoy listo para cuando lleguen. Ahora es el momento de dormir un poco, que he madrugado mucho. Me tumbo de lado, apoyo la cabeza sobre la almohada, meto mis dos manitas entre las rodillas para que no se queden frías y ... a dormir. ¡Si me viera alguien ahora, alucinaría! Sí que es cierto que hay gente extraña por ahí haciendo cosas incomprensibles para los demás.
Bueno, media hora después, y tras haber incluso soñado algo, incorporo la cabeza para ver si ya han llegado las primeras garcillas. Ya ha amanecido hace un rato pero aún se harán las remolonas un par de cabezadas más. Es ya cuestión de minutos que hagan acto de presencia; creo saber hasta cómo respiran, pero los animales siempre te sorprenden. Hasta que efectivamente transcurrido un pequeño rato, por fin se dignan a aparecer. Esta vez no me han sorprendido.
Me acomodo sin prisas tras el equipo fotográfico y espero que se acerquen. Tras ellas también llegarán los primeros rayos de sol, que las iluminará con los esperados tonos cálidos. Ya estamos todos; ahora a disfrutar.
En estos primeros compases de la "temporada de lombrices" los bandos de garcillas están llegando a sus comederos más tarde de lo que venían haciendo el invierno pasado; aunque en cualquier caso, siempre es antes de que el sol haga su aparición tras el horizonte. A un servidor esto le da igual. Bien abrigado, aparco mi coche en las cercanías un tiempo antes de que claré el día, evitando así que me sorprenda en medio de los preparativos algún bando especialmente madrugador, o alguna persona que deambule a estas extrañas horas por la zona camino de su trabajo, o paseando al perro antes de irse a currar desde las urbanizaciones cercanas; o algo similar, que hay gente rara para todo, incluso para venir aún de noche a hacer fotos de día. Amparado por la oscuridad de la noche, me dirijo directamente a un arbusto ya familiar del año pasado, y que me va a dar este año también cobertura para pasar desapercibido a las garcillas. Lo alcanzo habiendo procurado no mojarme la puntera de las botas con la hierba húmeda; luego agradeceré tener los pies completamente secos cuando permanezca quieto, sin apenas moverme durante dos o tres horas. Acomodo una esterilla fina pero de gran densidad junto a la base del matorral, instalo el cañón sobre su soporte a ras de suelo, todo bien integrado bajo sus ramas, sitúo una almohada de forro polar y de un mimético color marrón junto al equipo, abrigo la cabeza con un cálido gorro, me cubro completamente con una red de camuflaje y me subo todas las cremalleras de la ropa. Ya estoy listo para cuando lleguen. Ahora es el momento de dormir un poco, que he madrugado mucho. Me tumbo de lado, apoyo la cabeza sobre la almohada, meto mis dos manitas entre las rodillas para que no se queden frías y ... a dormir. ¡Si me viera alguien ahora, alucinaría! Sí que es cierto que hay gente extraña por ahí haciendo cosas incomprensibles para los demás.
Bueno, media hora después, y tras haber incluso soñado algo, incorporo la cabeza para ver si ya han llegado las primeras garcillas. Ya ha amanecido hace un rato pero aún se harán las remolonas un par de cabezadas más. Es ya cuestión de minutos que hagan acto de presencia; creo saber hasta cómo respiran, pero los animales siempre te sorprenden. Hasta que efectivamente transcurrido un pequeño rato, por fin se dignan a aparecer. Esta vez no me han sorprendido.
Me acomodo sin prisas tras el equipo fotográfico y espero que se acerquen. Tras ellas también llegarán los primeros rayos de sol, que las iluminará con los esperados tonos cálidos. Ya estamos todos; ahora a disfrutar.
Etiquetas:
Aves,
Castilla y León,
Fauna,
Garcilla bueyera,
Naturaleza,
Salamanca
27 de septiembre de 2017
Futuras generaciones
Espero con paciencia que las últimas luces del atardecer enciendan de colores brillantes los fondos de mis fotos y la superficie del agua, transformada ahora en un espejo espectacular. Yo permanezco tirado sobre una minúscula islita de piedras que se sitúa en el interior de la laguna, y a la que he llegado varias horas antes haciendo equilibrios -con el agua por la cintura- para no acabar con mi equipo fotográfico en el fondo de la misma. Fochas, zampullines, pollas de agua, somormujos y alguna que otra anátida se dedican a pescar o picotear la vegetación subacuática alrededor mío. Andarríos, avefrías y lavanderas blancas me acompañan, además, a poca distancia. Un par de veces a lo largo de la tarde un aguilucho lagunero se acerca hasta el lugar y da unas pasadas describiendo círculos, tanteando alguna distracción o debilidad entre los habitantes de la laguna, y sembrando el miedo y la tensión entre ellos, lo que provoca que el centenar de fochas, dispersas hasta entonces por la lámina de agua, se agrupen rápida y escandalosamente en un bando denso y compacto, con sus aparatosas carreras y aleteos sobre la superficie. Una vez la rapaz desaparece del lugar la tranquilidad vuelve al mismo como si no hubiera pasado nada.
Mi espalda se queja por la postura y el tiempo transcurrido, pero me compensa observar el comportamiento de los inquilinos de la laguna, incluso no haciendo apenas fotos. Aprendo. Este enclave es uno de esos lugares donde aún se observa un número importante de, las cada día más raras, pollas de agua (Gallinula Chloropus). Raras al menos a nivel local como consecuencia de la expansión del visón americano, que tan trágicamente está afectando a los ecosistemas acuáticos de buena parte de la Península Ibérica, aparte de grandes extensiones también de Europa, Asia o Sudamérica. Esta tarde todos los ejemplares que observo de gallineta -como también se la conoce- a través de mi objetivo son ejemplares juveniles, lo que me satisface enormemente. Me gusta ver que en algunos sitios aún crían sin problemas. Las nuevas generaciones de este rálido estarán listas en la próxima primavera para perpetuar la especie y se sumarán al puñado de adultos que en otras jornadas de paseo he avistado entre los juncos de este humedal.
Oigo volar sobre mí una garza real, graznando su característico reclamo mientras marcha a otro lugar, quizás a descansar tras una larga jornada de pesca.
Cuando tras de mí se pone el sol por el horizonte noto un fuerte contraste de sensaciones, agridulces ya que, aunque por un lado, no he conseguido las fotografías que tenía en mi cabeza, al menos puedo levantarme e incorporarme, ¡por fin!, aliviando así mis sufridos riñones, espalda y brazos. Habrá otras oportunidades. De rodillas ya sobre la arena de la minúscula isla y echando un vistazo alrededor mío, saboreo la soledad del lugar en estos minutos finales de un día ya agotado, rendido a la llegada de la noche. Y en estos mismos momentos, mientras recojo todos los bártulos que me han posibilitado pasar desapercibido en el lugar, metamorfoseado como si fuera parte de la vegetación de la ribera, en estos mismos minutos finales, mientras guardo en la mochila los aperos fotográficos que me han permitido ser testigo de la vida sosegada de la laguna y plasmar en una tarjeta de memoria un puñado de instantes fugaces de su vida íntima, empiezo ya a pensar cómo mejorar los resultados obtenidos. Ya estoy esperando una nueva jornada de luces cálidas.
Mientras me introduzco en el agua para marcharme, el gran bando de fochas sigue a lo suyo sin prestarme mucha más atención, se han desplazado apenas unos metros al ver incorporase una "cosa" de la pequeña islita. Miro hacia el lugar donde hace nada se puso el sol. Descanso. No hay nadie alrededor mío en la hora dulce. Solo aves y un cielo de colores tenues. Todo es paz.
Mi espalda se queja por la postura y el tiempo transcurrido, pero me compensa observar el comportamiento de los inquilinos de la laguna, incluso no haciendo apenas fotos. Aprendo. Este enclave es uno de esos lugares donde aún se observa un número importante de, las cada día más raras, pollas de agua (Gallinula Chloropus). Raras al menos a nivel local como consecuencia de la expansión del visón americano, que tan trágicamente está afectando a los ecosistemas acuáticos de buena parte de la Península Ibérica, aparte de grandes extensiones también de Europa, Asia o Sudamérica. Esta tarde todos los ejemplares que observo de gallineta -como también se la conoce- a través de mi objetivo son ejemplares juveniles, lo que me satisface enormemente. Me gusta ver que en algunos sitios aún crían sin problemas. Las nuevas generaciones de este rálido estarán listas en la próxima primavera para perpetuar la especie y se sumarán al puñado de adultos que en otras jornadas de paseo he avistado entre los juncos de este humedal.
Oigo volar sobre mí una garza real, graznando su característico reclamo mientras marcha a otro lugar, quizás a descansar tras una larga jornada de pesca.
Cuando tras de mí se pone el sol por el horizonte noto un fuerte contraste de sensaciones, agridulces ya que, aunque por un lado, no he conseguido las fotografías que tenía en mi cabeza, al menos puedo levantarme e incorporarme, ¡por fin!, aliviando así mis sufridos riñones, espalda y brazos. Habrá otras oportunidades. De rodillas ya sobre la arena de la minúscula isla y echando un vistazo alrededor mío, saboreo la soledad del lugar en estos minutos finales de un día ya agotado, rendido a la llegada de la noche. Y en estos mismos momentos, mientras recojo todos los bártulos que me han posibilitado pasar desapercibido en el lugar, metamorfoseado como si fuera parte de la vegetación de la ribera, en estos mismos minutos finales, mientras guardo en la mochila los aperos fotográficos que me han permitido ser testigo de la vida sosegada de la laguna y plasmar en una tarjeta de memoria un puñado de instantes fugaces de su vida íntima, empiezo ya a pensar cómo mejorar los resultados obtenidos. Ya estoy esperando una nueva jornada de luces cálidas.
Mientras me introduzco en el agua para marcharme, el gran bando de fochas sigue a lo suyo sin prestarme mucha más atención, se han desplazado apenas unos metros al ver incorporase una "cosa" de la pequeña islita. Miro hacia el lugar donde hace nada se puso el sol. Descanso. No hay nadie alrededor mío en la hora dulce. Solo aves y un cielo de colores tenues. Todo es paz.
Etiquetas:
Aves,
Castilla y León,
Fauna,
Gallineta ciega,
Naturaleza,
Polla de agua,
Salamanca
3 de septiembre de 2017
La flecha azul y la tragedia de nuestros ríos
Pasan los días y las altas temperaturas del verano devoran el agua de las últimas pozas que aguantan en un pequeño río estacional, a demasiados kilómetros de mi casa. Tras una semana de madrugones en los que llego al emplazamiento antes incluso de que comience a clarear el nuevo día, puedo observar cómo va descendiendo apresuradamente el nivel de su agua estancada, como si de una sopa verde y templada se tratara. La mayor parte del arroyo permanece seco desde hace bastante más de un mes, y en mayor medida que en años anteriores por estas mismas fechas. Los escasos caozos que conservan aún algo del líquido elemento gracias a su profundidad, concentran la atención de algunas especies de animales silvestres, que ven cómo su sustento se va amontonando cada vez en menos espacio con el transcurrir de los días. Supongo que a más de un predador este hecho les facilitará la tarea de conseguir alimento, mientras que a otros, por el contrario, puede que se la complique, pues la transparencia del agua actualmente no es más que un lejano recuerdo de la primavera; habiendo también, incluso, quien parece haber abandonado el lugar, al menos de un modo temporalmente, como en el caso de la nutria, de la que ya no se encuentran apenas indicios recientes de su paso.
Desde el punto de vista de las especies que viven en el agua quizás no estén pasándolo peor que otros estíos al ser especies adaptadas a condiciones pobres de la calidad del agua, propias generalmente de cursos fluviales medios y bajos. No lo puedo valorar. Lo que constato es que cangrejos americanos, gambusias, alburnos y percasoles van sobreviviendo como pueden en una masa de agua cada vez más exigua, menos oxigenada, más atestada de algas verdes y cada día que pasa un poco más contaminada por el continuo aporte de excrementos que la manada de ganado vacuno va dejando caer al agua de las pozas mientras abreva, un día sí y otro también desde hace semanas. Viendo la situación, se vuelve palpable que algo estaremos haciendo muy mal en la conservación de nuestros ecosistemas fluviales cuando todas las especies que localizamos en este pequeño río son exóticas e invasoras y, por ende, verdaderamente perjudiciales para la supervivencia de otros taxones autóctonos a los que no vemos aquí ni por asomo, con toda seguridad desplazados hasta casi la extinción por aquellos recién llegados. En la Península Ibérica calandinos, parolilas, bermejuelas, truchas autóctonas, bogas, cachos, anguilas, lamprehuelas, cangrejos autóctonos, etc. están siendo seriamente perjudicados por estos nuevos competidores. Lo lamentable es que todas estas especies invasoras (y otras muchas que ya forman parte irreversiblemente de nuestros ríos, como siluros, lucios, huchos, black-bass, luciopercas, gobios, peces gato, y un triste largo etcétera) han sido introducidos en nuestras cuencas hidrográficas de un modo voluntario por el hombre, en su afán por hacer de la naturaleza un coto privado para su diversión y haciendo gala de una irresponsabilidad simplemente descomunal, muchas veces con la responsabilidad directa de la propia Administración que hace años fomentaba la introducción de algunas especies destinadas a la pesca deportiva o al control de enfermedades propagadas por mosquitos. Y aunque lo cierto es que a los depredadores que se acercan al río medio seco a buscar alimento, poco les importa si lo que se llevan a la barriga es un pequeño barbo autóctono de la Península Ibérica o un alburno de origen americano, a mí me abruma pensar que esta tragedia ecológica pasa tan desapercibida a la sociedad, tan de soslayo, tan en completo silencio bajo la superficie del agua de nuestros ríos y embalses, que de ella no se comenta nunca nada. Nos llevamos las manos a la cabeza por la expansión de especies exóticas terrestres provocadas por la mano del hombre (visón americano, mapaches, coipúes, cotorras argentinas o de kramer, ...) pero ni nos acordamos de lo que hemos provocado en nuestras aguas continentales.
Sea como fuere, yo aterrizo por el lugar en busca de uno de los pájaros de plumaje más llamativo de la fauna ibérica, y por ello de los más atractivos tanto para el naturalista que soy, como para el fotógrafo que busco llegar a ser. Pero es que además de su belleza innata, incuestionable, el martín pescador (Alcedo atthis) es una de esas especies que tiene una personalidad especial que engancha a quien lo puede observar de cerca. Sin duda, un clásico de la fotografía de fauna. Sedentario en buena parte de la Península Ibérica, llegan a partir de septiembre u octubre nuevos ejemplares procedentes del norte y centro de Europa que se vienen a sumar a los individuos residentes. Es una especie extremadamente territorial, incluso fuera de la época de celo, lo que hace que una vez localizado un ejemplar se le pueda observar con facilidad en la zona durante años. Yo, siempre que lo veo de cerca, tengo la sensación de que se trata de un tipo serio, con esa cabeza desproporcionada, ese ojo negro tras ese arpón enorme; siempre atento a cuanto se puede mover bajo la superficie del agua. Aquí, alburnos, gambusias y percasoles constituyen su principal alimento y por ello representa un buen aliado en el control de estas plagas.
El año pasado no pude dedicar unos días al martín, así que este verano no quería perdérmelo. Aprovechando como otras veces el bajo caudal del agua y sus tonos verdes para usarlos como fondos, me he acercado al lugar donde los fotografiara hace dos temporadas, con la firme intención de mejorar aquellas imágenes que tomara entonces y de las que no quedé especialmente contento, excepto por el placer que ya representaba el mero hecho de tenerlo delante del visor a seis metros de distancia. Esta vez, el resultado obtenido tras las sesiones ha sido moderadamente satisfactorio: fondos y posaderos agradables que se acompañan bien mutuamente, y además un macho (pico completamente negro) que se ha comportado más o menos bien (aunque los he visto más colaboradores, sin duda). Como en otras ocasiones, aunque en esta temporada hemos podido observar a dos individuos juntos en varias oportunidades, a la hora de utilizar los posaderos colocados por nosotros siempre lo hizo el mismo ejemplar macho, no haciéndolo nunca la hembra, como queriendo confirmar una cierta exclusividad en el uso de los mismos ya observada hace dos años. Aunque la luz durante las tomas fue en general bastante escasa, obligando al uso de sensibilidades altas y al uso del flash -algunas fotos están realizadas a las 8:15 de la mañana y a la sombra del cañón fluvial- evitó, sin embargo, la aparición de sombras duras. El resultado final: un puñado de imágenes de esta maravilla que alguno ha dado en llamar "la flecha azul".
Desde el punto de vista de las especies que viven en el agua quizás no estén pasándolo peor que otros estíos al ser especies adaptadas a condiciones pobres de la calidad del agua, propias generalmente de cursos fluviales medios y bajos. No lo puedo valorar. Lo que constato es que cangrejos americanos, gambusias, alburnos y percasoles van sobreviviendo como pueden en una masa de agua cada vez más exigua, menos oxigenada, más atestada de algas verdes y cada día que pasa un poco más contaminada por el continuo aporte de excrementos que la manada de ganado vacuno va dejando caer al agua de las pozas mientras abreva, un día sí y otro también desde hace semanas. Viendo la situación, se vuelve palpable que algo estaremos haciendo muy mal en la conservación de nuestros ecosistemas fluviales cuando todas las especies que localizamos en este pequeño río son exóticas e invasoras y, por ende, verdaderamente perjudiciales para la supervivencia de otros taxones autóctonos a los que no vemos aquí ni por asomo, con toda seguridad desplazados hasta casi la extinción por aquellos recién llegados. En la Península Ibérica calandinos, parolilas, bermejuelas, truchas autóctonas, bogas, cachos, anguilas, lamprehuelas, cangrejos autóctonos, etc. están siendo seriamente perjudicados por estos nuevos competidores. Lo lamentable es que todas estas especies invasoras (y otras muchas que ya forman parte irreversiblemente de nuestros ríos, como siluros, lucios, huchos, black-bass, luciopercas, gobios, peces gato, y un triste largo etcétera) han sido introducidos en nuestras cuencas hidrográficas de un modo voluntario por el hombre, en su afán por hacer de la naturaleza un coto privado para su diversión y haciendo gala de una irresponsabilidad simplemente descomunal, muchas veces con la responsabilidad directa de la propia Administración que hace años fomentaba la introducción de algunas especies destinadas a la pesca deportiva o al control de enfermedades propagadas por mosquitos. Y aunque lo cierto es que a los depredadores que se acercan al río medio seco a buscar alimento, poco les importa si lo que se llevan a la barriga es un pequeño barbo autóctono de la Península Ibérica o un alburno de origen americano, a mí me abruma pensar que esta tragedia ecológica pasa tan desapercibida a la sociedad, tan de soslayo, tan en completo silencio bajo la superficie del agua de nuestros ríos y embalses, que de ella no se comenta nunca nada. Nos llevamos las manos a la cabeza por la expansión de especies exóticas terrestres provocadas por la mano del hombre (visón americano, mapaches, coipúes, cotorras argentinas o de kramer, ...) pero ni nos acordamos de lo que hemos provocado en nuestras aguas continentales.
Sea como fuere, yo aterrizo por el lugar en busca de uno de los pájaros de plumaje más llamativo de la fauna ibérica, y por ello de los más atractivos tanto para el naturalista que soy, como para el fotógrafo que busco llegar a ser. Pero es que además de su belleza innata, incuestionable, el martín pescador (Alcedo atthis) es una de esas especies que tiene una personalidad especial que engancha a quien lo puede observar de cerca. Sin duda, un clásico de la fotografía de fauna. Sedentario en buena parte de la Península Ibérica, llegan a partir de septiembre u octubre nuevos ejemplares procedentes del norte y centro de Europa que se vienen a sumar a los individuos residentes. Es una especie extremadamente territorial, incluso fuera de la época de celo, lo que hace que una vez localizado un ejemplar se le pueda observar con facilidad en la zona durante años. Yo, siempre que lo veo de cerca, tengo la sensación de que se trata de un tipo serio, con esa cabeza desproporcionada, ese ojo negro tras ese arpón enorme; siempre atento a cuanto se puede mover bajo la superficie del agua. Aquí, alburnos, gambusias y percasoles constituyen su principal alimento y por ello representa un buen aliado en el control de estas plagas.
El año pasado no pude dedicar unos días al martín, así que este verano no quería perdérmelo. Aprovechando como otras veces el bajo caudal del agua y sus tonos verdes para usarlos como fondos, me he acercado al lugar donde los fotografiara hace dos temporadas, con la firme intención de mejorar aquellas imágenes que tomara entonces y de las que no quedé especialmente contento, excepto por el placer que ya representaba el mero hecho de tenerlo delante del visor a seis metros de distancia. Esta vez, el resultado obtenido tras las sesiones ha sido moderadamente satisfactorio: fondos y posaderos agradables que se acompañan bien mutuamente, y además un macho (pico completamente negro) que se ha comportado más o menos bien (aunque los he visto más colaboradores, sin duda). Como en otras ocasiones, aunque en esta temporada hemos podido observar a dos individuos juntos en varias oportunidades, a la hora de utilizar los posaderos colocados por nosotros siempre lo hizo el mismo ejemplar macho, no haciéndolo nunca la hembra, como queriendo confirmar una cierta exclusividad en el uso de los mismos ya observada hace dos años. Aunque la luz durante las tomas fue en general bastante escasa, obligando al uso de sensibilidades altas y al uso del flash -algunas fotos están realizadas a las 8:15 de la mañana y a la sombra del cañón fluvial- evitó, sin embargo, la aparición de sombras duras. El resultado final: un puñado de imágenes de esta maravilla que alguno ha dado en llamar "la flecha azul".
Etiquetas:
Aves,
Castilla y León,
Fauna,
Martín pescador,
Medioambiente,
Naturaleza,
Salamanca,
Social
Suscribirse a:
Entradas (Atom)