Que el caso del lobo es especial lo saben incluso aquellos que no tienen un conocimiento o interés específicos sobre la especie. Ecológicamente, Canis lupus es una especie "apical", término que viene a indicarnos que se encuentra en el ápice de algo, que ocupa su extremo. Esta especie, efectivamente, se sitúa en la cúspide de la cadena trófica en gran parte del hemisferio norte, influyendo de un modo directo tanto sobre las presas de las que se alimenta como sobre el conjunto de predadores medianos y pequeños -denominados mesodepredadores- sobre los que ejerce también una labor de control inmediata, e indirectamente sobre el conjunto del ecosistema, ya que todo en él está íntimamente intercomunicado en una compleja red de relaciones interespecíficas. Su situación dominante en esta pirámide ecológica es la que determina el papel tan relevante que ejerce en lo que llamamos "cascada trófica", es decir, los efectos en cascada que cada componente de un ecosistema ejerce sobre los seres vivos que se sitúan transversalmente en su mismo nivel y, sobre todo, en los inferiores al suyo.
Así, por un lado, si los depredadores apicales desaparecen (en el caso que nos ocupa, el lobo ibérico) o ven mermadas drásticamente sus poblaciones, los mesodepredadores -como por ejemplo el zorro- aumentarán su número, impactando de un modo severo sobre sus presas -aves, micromamíferos, reptiles, anfibios, ...- que no soportarán la presión predatoria y se verán seriamente reducidas. Esta disminución afectará a su vez a insectos y plantas que, ante la ausencia de sus propios reguladores naturales, se propagarán sin control y facilitarán la transmisión de enfermedades y plagas tanto a la fauna y la vegetación silvestres, como al propio ganado y cultivos domésticos.
Por otro lado, los grandes herbívoros -ciervos, jabalíes, corzos, rebecos y cabras monteses- verán también aumentar exponencialmente sus poblaciones ante la ausencia del lobo, generalizando problemas de diversa índole. Así, se generará un recurrente impacto negativo sobre los propios cultivos humanos -principalmente por especies como el ciervo o el jabalí, y a veces el corzo- y sobre la cubierta vegetal de nuestros montes, sobreexplotándola y menoscabando la alimentación, tanto de los animales silvestres como del ganado doméstico en extensivo, por competencia directa. Un ejemplo fácil de entender de cómo influye este sobrepastoreo en la cubierta vegetal provocado por el aumento descontrolado de herbívoros silvestres lo encontramos en la afectación que sufren algunos taxones botánicos escasos del Sistema Central como consecuencia del elevado número de cabras monteses existente en estas sierras. La excesiva abundancia de este rumiante se ha convertido en las últimas décadas en un serio problema para la conservación de algunos endemismos botánicos exclusivos de ecosistemas alpinos. Los efectos en cascada pueden ser tantos y tan diversos que pueden llegar a dañar al propio suelo en los casos más graves, por compactación del mismo si se da un exceso de ungulados de gran porte, propiciando así su impermeabilidad y, por consiguiente, la escorrentía superficial del agua de lluvia, lo que a su vez juega en detrimento de las propias comunidades botánicas.
Como ya estamos apuntando, están tan relacionados los efectos que unos seres vivos producen en otros que la existencia del lobo puede ser incluso beneficiosa para el sector agropecuario al reducir el número de jabalíes, ciervos y otros ungulados silvestres, que no solo afectan de un modo directo a las cosechas de los agricultores o al pasto de los ganaderos, sino que, además, suponen un importante reservorio de la
tuberculosis bovina, temible enfermedad infecciosa que representa un serio peligro para la cabaña ganadera.
Diversos estudios así parecen indicarlo, al considerar a estos herbívoros silvestres como importantes vectores de transmisión de esta y otras enfermedades y, por lo tanto, una seria amenza para el ganado. Siendo sobre los ungulados salvajes enfermos y débiles sobre los que, precisamente, depreda más intensamente
Canis lupus signatus, se vuelve incontestable el papel de aliado que puede llegar a representar este cánido para el propio ganadero como controlador de enfermedades que tengan su origen en animales silvestres.
Esta consideración de "aliado" que para los detractores del lobo resultará paradójica, no lo es tanto para los defensores del mismo, que llevamos décadas advirtiendo sobre los
beneficios que su presencia aporta al medio en el que se desenvuelve. Lo mismo podríamos decir respecto de la propagación de la sarna sarcóptica que intermitentemente afecta a poblaciones importantes de rebecos, por ejemplo, u otras enfermedades infecciosas que pueden ser controladas por poblaciones saludables de lobos al mantener en densidades adecuadas las propias poblaciones del resto de mamíferos silvestres. El lobo se vuelve así en una importante barrera a la transmisión de enfermedades desde la fauna silvestre al ganado doméstico, un efectivo cortafuego contra las enfermedades.
Así pues, el papel de los grandes depredadores apicales se vuelve fundamental en la conservación de la biodiversidad y en el mantenimiento de poblaciones saludables de las propias presas sobre las que depreda, así como del resto de seres vivos, tanto silvestres como domésticos, que conviven en el medio natural. La telaraña de relaciones, influencias y conexiones que existen entre todos ellos es algo que a estas alturas no debería necesitar explicación, pero que en el caso del lobo siempre queda relegado al anecdotario en los planes de gestión de la especie.
Un magnífico ejemplo de la necesidad de mantener poblaciones de lobo sanas lo encontramos en la famosa reintroducción de ellos que se llevó a cabo en los años 1995 y 1996 en el
Parque Nacional de Yelowstone, y que en los años siguientes fue restableciendo el equilibrio natural en el parque, previamente alterado de un modo radical por la sobrepoblación de ciervos y coyotes, derivada de la extinción del lobo en la región por el hombre. Para quien no la conozca recomiendo la lectura del enlace anterior para comprender cuán importante es la presencia de los superdepredadores en el medio natural.
La significación que tienen los grandes depredadores como actores reguladores necesarios para el buen funcionamiento de todos los ecosistemas del planeta es algo que no necesita explicación, y diversos estudios y artículos científicos y divulgativos así nos lo cuentan. La eliminación de predadores apicales produce en todos los casos un acortamiento de la cadena trófica, y un desequilibrio poblacional en las presas y en los mesodepredadores que, en última instancia y como ya hemos visto, afecta al conjunto del ecosistema de diversas maneras. Por lo tanto, negar el valioso papel ecológico de los depredadores apicales sería como negar la existencia del oxígeno en el aire.
De la misma manera es indiscutible que el hombre NUNCA podrá sustituir los servicios ecosistémicos que proporcionan los grandes depredadores, ni podrá replicar el papel de aquellos en el medio ambiente, por mucho que los cazadores se empeñen en intentar convencer a la sociedad de que ellos son los sustitutos perfectos. De hecho, producen el efecto contrario menoscabando aún más el equilibrio del ecosistema de múltiples formas, entre las que podríamos destacar aquí el hecho de eliminar los mejores ejemplares de las especies objeto de caza, en vez de los enfermos, viejos o heridos, por lo que la acción cinegética puede incluso agravar la propagación de enfermedades infecciosas. El increíble subterfugio dialéctico empleado por el trasnochado mundo de la caza parece obvio y, tras ser colaboradores necesarios en el exterminio del lobo y provocar con ello graves alteraciones ambientales en el entorno natural, afectando colateralmente a los propios intereses humanos, ahora se enarbolan a sí mismos como los únicos valedores capaces de retornar el equilibrio a nuestros campos con su curioso, heroíco y "sacrificado" modo de amar la naturaleza, es decir, seguir matando seres vivos, ahora a esos herbívoros y mesodepredadores que han visto aumentar sus poblaciones como consecuencia del exterminio previo de su principal regulador natural.
Llegados a este punto habría que hacer mención de una cuestión básica en zoología: biológicamente las poblaciones de depredadores apicales no se pueden descontrolar NUNCA, entendiendo el verbo "descontrolar" como el aumento sin control del número de individuos de su población. Y esto es así gracias a que cuentan con mecanismos de autorregulación que impiden que ello suceda, lo que hace innecesario, por otra parte, ningún tipo de control poblacional externo por parte del hombre. De hecho, no podría haber sobrepoblación de ellos en la naturaleza ni siquiera en situaciones de grandes desequilibrios, algo que sí ocurre como ya hemos visto con las especies sobre las que ejerce su papel regulador (presas y mesodepredaores) si estas especies apicales que dominan la cadena alimentaria desaparecen. Los dos principales mecanismos dirigidos a establecer esa fiscalización numérica son la territorialidad de la mayoría de las especies apicales y las limitaciones reproductivas que, en el caso concreto de los lobos, impiden que se reproduzcan todos los ejemplares adultos, haciéndolo solo las parejas dominantes de cada grupo familiar. En el caso de aquellos grandes depredadores no territoriales, como el oso polar, por ejemplo, sus poblaciones se ven directamente reguladas por la disponibilidad de alimento, no pudiendo haber más osos que los que la población de focas puede mantener sin que ella misma se vea afectada negativamente, en cuyo caso los osos morirían de hambre hasta alcanzar el equilibrio natural entre el depredador y la presa. Así pues, la sociedad debe aprender a diferenciar entre la realidad biológica del lobo y esa mentira tantas veces repetida -y tantas veces amplificada por los medios de comunicación- de que su población está descontrolada y de que se ha vuelto una plaga, invadiendo nuestros campos. Sencillamente eso no podría suceder nunca bajo ninguna circunstancia. Biológicamente no sería posible. Nunca podrá haber sobrepoblación, plaga o invasión de lobos. Ni de leones, ni de jaguares, ni de tigres, ni de orcas o tiburones. NO ES POSIBLE que eso suceda NUNCA. Más claro no se puede decir.
El argumento de cazar lobos para evitar que su población se descontrole es, por lo tanto, un embuste, una patraña como poco peregrina, y desde luego perversa y terriblemente perjudicial para la conservación de la naturaleza. Una falacia que solo sirve para engordar maliciosamente un conflicto social metiendo cizaña con información falsa.
En condiciones naturales y sin que mediara la intervención humana, son el propio espacio físico (características del mismo, calidad, abundancia de alimento, refugio, etc), su territorialidad y sus inhibiciones reproductivas los factores limitantes de la población lobuna, ceñida dentro de una horquilla de densidad variable que la capacidad de carga de dicho espacio físico y la propia especie pueden soportar. De este modo, cuando el lobo ocupa nuevas regiones lo hace con un modesto número de ejemplares al principio. Con el tiempo, y si la especie consigue asentarse de un modo definitivo a pesar de la persecución humana, su densidad aumentará hasta un punto determinado en el que se saturará, lo que provocará tensiones y que un mayor número de individuos emigre para asentarse en regiones colindantes vacías, recolonizando así otras regiones históricas -no podemos olvidar que en su momento el lobo ocupó toda la península ibérica-. O explicado de otro modo, el núcleo central de su "distribución continua" solo soportará una determinada densidad de ejemplares, y cuando esta se satura diversos individuos -generalmente jóvenes y subadultos- buscarán nuevos espacios donde establecerse lejos de sus áreas natales. Esta cuestión es muy relevante para entender nuestro fracaso en la gestión letal de la especie, ya que cuando nosotros eliminamos mediante caza deportiva, controles poblacionales y furtivismo un porcentaje de lobos determinado en su área de distribución, lo que provocamos es la aparición de "huecos" que serán ocupados por nuevos individuos (o bien dispersantes de otros grupos, o bien jóvenes de la misma manada) que ya no emigrarán a nuevas áreas dado que la densidad lo permitirá. Parafraseando al dicho "a rey muerto, rey puesto", podríamos decir que "a lobo muerto, lobo puesto".
Las consecuencias de estas acciones letales llevadas a cabo generalmente para combatir conflictos con la ganadería en el centro de su área de distribución continua acabarán repercutiendo negativamente, sí, es cierto, primero en los propios grupos sobre los que se ejerce la ejecución de individuos, pero sobre todo en la recolonización de nuevas áreas lejanas al lugar donde se quiere atajar el problema matando lobos, por la sencilla razón de que los huecos que dejan en las manadas esos miembros masacrados son sustituidos por nuevos especímenes que ya no se dispersarán. Así pues, eliminar ejemplares no parece una medida muy efectiva para disminuir las pérdidas de sus posibles ataques al ganado, ya que unos lobos serán sustituidos por otros. Pero es que, además, no solo no habremos evitado significativamente daños al ganado, si ese era nuestro objetivo matando lobos, sino que quizás lo hayamos agravado al propiciar la desestructuración de los grupos familiares, eliminando ejemplares experimentados que ya "saben" que no les conviene atacar nuestros rebaños.
Otra argucia muy recurrente para justificar la caza del lobo es esgrimir que la misma reduce el rechazo y la inquina hacia la especie en el mundo rural, argumento que incluso aparece reflejado en los planes de gestión de las administraciones de manera recurrente. Esta aseveración no es más que otra engañifa para ingenuos al chocar de plano con la experiencia empírica que ya tenemos de siglos de extenuante persecución y que nunca ha servido para reducir la más que notoria animadversión hacia el mismo. Este resentimiento manifiesto con la especie no se ha visto reducido ni siquiera en estas últimas décadas en las que las administraciones regionales insisten en justificar la ejecución de más y más ejemplares. Más bien al contrario, todo parece hacernos comprender que
el conflicto se ha recrudecido intensamente, como queriendo demostrar que semejante razonamiento no es sino un pretexto más para engañar a la sociedad y que acepte las acciones letales contra el lobo. Hay diversos estudios que analizan esta parte social del conflicto y que denotan que la hostilidad hacia la especie es mayoritaria en el medio rural y mínima en el medio urbano; sin duda, dos grupos sociales con diferentes sensibilidades e intereses. Estos estudios no han hecho sino confirmar algo que ha sido siempre patente y que nunca ha cambiado: seguimos odiando al lobo, como así lo demuestran tanto el
furtivismo como la
gestión actual que de él siguen haciendo las Comunidades Autónomas, invariablemente basada en la eliminación de ejemplares. En resumidas cuentas, siglos de persecución han demostrado que matar lobos no propicia una mayor tolerancia hacia ellos, como de modo retorcido y deshonesto se arguye desde los despachos, sino más bien todo lo contrario, parece haber inculcado en nuestro pensamiento moderno y civilizado que perseguirlos no solo es beneficioso sino, incluso, imprescindible; o lo que es mucho más grave, que "no pasa nada" por hacerlo. Se implanta así en el conjunto de la sociedad la sensación de "normalidad" ante el hecho de matar legalmente a un elevadísimo número de lobos cada año, que se vienen a sumar al similar número de muertos
furtivamente.
Sin embargo, el argumento más repetido para justificar la guerra declarada al lobo, es el de conseguir la, tan ansiada por unos y por otros, reducción de daños a la ganadería. Este razonamiento es cuestionable por varios motivos también. Como ya advertimos someramente antes, puede llegar a ser incluso contraproducente, dado que la eliminación de los ejemplares más experimentados puede conducir a un aumento de ataques al ganado por parte de ejemplares jóvenes que, por inexperiencia, ignorancia e ingenuidad, no diferencian aún los problemas que les puede generar atacar al ganado. Por otra parte, la disminución del número de individuos de un clan familiar lo vuelve menos eficaz en la depredación de especies silvestres que, como en el caso del ciervo o el jabalí, por tamaño y capacidad de defensa, resulta compleja y hasta peligrosa para el propio lobo.
Esta situación predispone a estos grupos que han perdido una parte significativa de sus efectivos a buscar presas menos complicadas, como el ganado que apenas se defiende y tiene limitada su capacidad de huida en muchas ocasiones. En definitiva, matar lobos debilita a los clanes familiares y los vuelve más propensos a atacar al ganado doméstico. No son pocos los estudios científicos que coinciden en que en situaciones normales las manadas de lobos
prefieren consumir presas salvajes, aunque su disponibilidad sea inferior a las domésticas, evitando así entrar en conflicto con el hombre.
Teniendo como horizonte irrenunciable que el mejor método de evitar daños es adoptar medidas de protección y vigilancia, estudios científicos señalan que solamente la extinción total o el casi exterminio de la población (lo que hoy en día sería una aberración completamente ilegal) serían capaces de reducir sustancialmente los ataques al ganado, y nunca de un modo definitivo, dado que una parte muy importante de esos
daños son provocados por perros y no por lobos, como así lo atestiguan
diversos informes y más de una noticia en los periódicos, aunque estos muestren una clara tendencia al sensacionalismo y prefieran retratar al lobo depredador en vez de al
perro sin control. No hay mejor ejemplo ni más cercano que el del Reino Unido, donde no existe el lobo y sin embargo mueren por ataques de cánidos varias decenas de miles de ovejas cada año. Los
perros de los cazadores en unas ocasiones, los abandonados o desatendidos en otras, y hasta los de los propios ganaderos en muchos de los sucesos son los responsables de gran parte de los ataques al ganado achacados al lobo. En las últimas décadas, además, hemos podido comprobar que los controles poblacionales dirigidos por las administraciones para, supuestamente, reducir los daños a la ganadería en, también supuestamente, momentos excepcionales, en realidad no reducen los mismos, dado que no son nunca selectivos ni dirigidos a los ejemplares concretos que puedan ser responsables reales de los daños. Se eliminan, pues, de esta forma especímenes de manera irresponsablemente aleatoria con el único fin de calmar los ánimos entre los ganaderos, aún a sabiendas de que este proceder no podrá nunca alcanzar los objetivos perseguidos, ya que los ejemplares eliminados serán sustituidos por otros, porque los individuos conflictivos no tienen por qué haber sido los eliminados cuando se hace de modo aleatorio, y porque reducir el "músculo" de las manadas mediante la ejecución de algunos de sus miembros puede derivar, como ya hemos indicado, en su incapacidad para alimentarse de presas salvajes difíciles de capturar.
Con todo lo visto hasta aquí, nos podríamos preguntar ... ¿por qué, entonces, se sigue adoptando como única medida de gestión la ejecución de ejemplares?, ¿por qué se sigue pensando solo en esa única medida que la experiencia ha demostrado completamente ineficaz y que no ha sido capaz en todos estos siglos de atajar el problema?, ¿Por qué se siguen matando ejemplares si esta persecución no evita nuevos ataques al ganado?
Con todo lo visto hasta aquí y asumiendo que lo que se pretende realmente es disminuir este conflicto enquistado desde tiempos inmemoriales hasta hacerlo desaparecer, podríamos preguntarnos también ...¿no tenemos ya suficiente experiencia como para darnos cuenta de que hay que cambiar de estrategia?, ¿somos de verdad los seres humanos tan estúpidos que nos vemos incapaces de asumir nuestro fracaso con este modus operandi?, ¿somos los hombres de verdad tan ignorantes, torpes o insensatos que no somos capaces de comprender que de esta manera no vamos nunca a solucionar nuestro problema de convivencia con el lobo, y mucho menos aún en la actualidad cuando la sostenibilidad de la naturaleza es algo irrenunciable socialmente?
¿Somos de verdad seres tan obtusos y poco inteligentes?, ¿cómo podemos cerrar los ojos así ante las evidencias?
Quizás la respuesta a por qué seguimos empeñados en matar en vez de en "pensar" la encontremos en el propio egoísmo humano y en nuestro egocentrismo, que nos hace llegar a creernos el centro del universo, a pensar que la naturaleza está ahí única y exclusivamente para nuestro servicio, y en la evidencia de que cualquier choque de intereses con otros seres vivos solo lo sabemos resolver con su eliminación y exterminio, ya sean animales o plantas, extirpándolos de la naturaleza.
O quizás la respuesta a por qué seguimos empeñados en matar en vez de en "pensar" la encontremos en nuestra insensibilidad al sufrimiento animal, en nuestra ceguera cultural respecto del dolor ajeno, en que quizás llevemos cargado en el ADN esa falta de empatía que hace que la muerte y el exterminio de las especies no nos afecte ni moral ni espiritualmente.
O quizás la respuesta a por qué seguimos empeñados en matar en vez de en "pensar" la encontremos en que la nuestra es una sociedad históricamente (y por desgracia para el planeta y para nosotros mismos) masculinizada, que si por algo se ha revelado a lo largo de la humanidad es porque el género masculino parece saber resolver los problemas solo mediante la violencia, poniendo encima de la mesa la testosterona en vez de las neuronas. Nuestro mundo ha sido y es gobernado por el género masculino y la gran carga de agresividad de la que hace ostentación parece que invita a aquel a resolver cualquier conflicto de convivencia con el resto de seres vivos del planeta de una única manera: mediante su eliminación.
Y ahora entenderéis por qué comenzaba diciendo que el caso del lobo era especial. Lo que lo hace especial es que sigue siendo el único depredador apical del planeta que continúa siendo objeto de una persecución real y mediática implacable, y en cierto modo absurda según los planteamientos que hemos visto en esta entrada. Si exceptuamos obviamente a los cazadores para quienes, sin duda, sería todo ventajas, actualmente nadie en su sano juicio contemplaría con buenos ojos la persecución y muerte de los grandes felinos africanos, asiáticos o americanos (tigres, leones, pumas, jaguares, leopardos de las nieves), o de los grandes depredadores marinos (orcas, cachalotes, tiburones). Sin embargo, a los lobos, a pesar de ser el depredador apical de nuestros ecosistemas, se les sigue aplicando en la actualidad una gestión letal que no difiere mucho de la que han venido sufriendo desde siempre, siendo promovida además por las propias administraciones autonómicas con la connivencia del ministerio competente, lo que no deja de ser asombroso en pleno siglo XXI, y pareciéndose mucho a la época de las Juntas Provinciales de Extinción de Animales Dañinos y Protección de la Caza. Y esta gestión letal es aplicada con todos los métodos posibles -legales e ilegales- allí donde sobrevive, independientemente de que produzca o no daños al ganado y de que exista por ello conflicto social o no, algo que no deja de herir profundamente la sensibilidad de esa parte de la población española que desea la conservación de los lobos, y que no hace sino ahondar aún más la brecha ideológica y emocional entre los detractores de la especie y sus defensores. No podemos por menos de hacer hincapié en que las cifras conocidas de lobos muertos por furtivismo -como las que aparecen en el
informe "Por la convivencia del hombre y el lobo, aproximación al balance de mortalidad no natural del lobo ibérico"- son, sin duda, mucho más reducidas que las producidas realmente, ya que como acciones punibles que son nunca llegan a ser conocidos públicamente la inmensa mayoría de estos hechos. Asusta pensar en el número real de lobos que cada año mueren ilegalmente en nuestro país y el vecino Portugal, algo que impide su expansión a nuevos territorios y que justifiqua el estancamiento que sufre la especie desde hace más de dos décadas.
Continúa dando igual su papel ecológico en el medio natural, vital para no desequilibrarlo más de lo que ya lo está. Y continúa dando igual que en muchos lugares el conflicto social sea mínimo. Y la sociedad contempla sin censura su persecución con la benevolencia que da la costumbre de siglos y milenios de pensar en ella como único planteamiento y, además, de décadas de demagogias y mentiras. ¿Os imagináis gestionar la población de esos tigres siberianos que mencionaba más arriba o de los jaguares amazónicos mediante la explotación económica de su caza deportiva?, ¿os lo imagináis con el león africano o el puma?, ¿o con el leopardo de las nieves en las grandes cordilleras asiáticas? Seguro que no, a todos nos parecería como mínimo repulsivo. ¿Por qué entonces con el lobo sí?
Porque con el lobo la sociedad "civilizada" se ha olvidado por completo del papel fundamental que ostenta en los ecosistemas como regulador principal de esa cascada trófica, y lamentablemente se ha normalizado su muerte, incluso sin necesidad de justificar daños a nuestros intereses económicos, sino por mera y simple diversión, lo que es, si cabe, más grave aún. Y esto, señores, provoca irremediablemente unas consecuencias negativas en el medio ambiente y un clima de enfrentamiento y confrontación constante entre defensores y detractores de la especie. Nos guste o no, así solo se enquistan los conflictos y la brecha social entre unos y otros.
Y nos guste o no, así solo estaremos confirmando que distamos mucho de ser la especie más inteligente del planeta.
NOTA: Como en anteriores entradas, las imágenes de lobos que se ven en esta ocasión están tomadas en el Centro del Lobo Ibérico de Robledo, y están obtenidas, por lo tanto, en condiciones controladas. Las de ganado ovino y perros guardianes pertenecen al rebaño de mi familia, y están tomadas algunas de ellas mientras eran pastoreadas y atendidas exclusivamente por mí, o durante las trasterminancias que realiza el rebaño en varios momentos del año, con lo que quiero dejar constancia de que somos muchos los que, aún siendo profundos conocedores del mundo rural, estamos convencidos de la necedad de perseguir al lobo en pleno siglo XXI.