Cuatro mil quinientos metros de altura. Frío, nieve, niebla y una humedad que te atraviesa los huesos y se mete en los tuétanos, envuelven la pequeña choza minera donde sus ocupantes malviven durante semanas, alejados de todo vestigio humano, familias incluidas, en un rincón perdido de la sierra a donde sólo se puede llegar con la ayuda de mulas, y a muchas horas de distancia del vehículo más próximo.
Haciendo gala de una gran hospitalidad y rompiendo su rutina habitual, nos hacen un hueco para que durmamos en una de las dos mitades en las que se divide este chamizo de piedra y paja, retirando cartuchos de dinamita, picos desgastados y viejos cascos y luces de carburo. Cuando días después nos despedimos de ellos, al revisar bajo la paja y las esterillas sobre las que habíamos dormido y cocinado a la espera de una mejoría de tiempo que nunca llegó, aparecieron varios cartuchos más de dinamita. En fin, no tiene mayor importancia. Las resecas hojas de coca les ayudan a sobrellevar el soroche, el aislamiento y el durísimo modo de vida que soportan en este viejo canchal, bajo los sércacs de alguna de las montañas más altas de Los Andes.
Cuando por la mañana los vemos acarrear piedras desde la bocamina, que más parece una lúgubre madriguera abierta a golpe de marra y cincel, pienso en lo poco que han cambiado los tiempos desde la época en que Martín Chambi retratara la sociedad indígena y urbana del Perú de la primera mitad del siglo pasado. Pienso en lo poco que se han beneficiado estos desheredados de los avances sanitarios mundiales, o de las comunicaciones y la tecnología. No digamos ya de los derechos y la justicia social y laboral.
Como debieron hacer en la época preincaica sus antepasados, machacan a golpe de brazo sobre una piedra plana las piedras obtenidas de las entrañas de la montaña. Tras convertirlas en un polvo relativamente fino bajo el peso de una gran piedra que hace las veces de molino, la criban con el agua casi congelada de un arroyuelo desviado del glaciar.
Los copos duros y esféricos de la nevada rebotan contra el plástico que hace las veces de puerta en una de las mitades del chamizo mientras hablamos con ellos sobre cuestiones intrascendentes para su gobierno: sus familias, sus duras condiciones de trabajo, sus anhelos y esperanzas, sus deseos, sus derechos.
Con mis ojos del siglo veinte observo su trabajo de siglos imprecisos perdidos en el tiempo. Con mi cámara de occidental privilegiado fotografío la miseria de su trabajo y me la guardo en una transparencia de 24 x 36 mm. Con mi mente abierta de europeo que ha tenido la fortuna de aprender viajando, intento asimilar la distancia que separa a estos dos mundos que se mezclan, aquí y ahora, en este rincón de Los Andes, ante mis propios ojos. Miro sus harapos y sus sandalias y las comparo con mi botas de última generación. Los miro a ellos y me salen a borbotones adjetivos llenos de significado, como subsistencia, dignidad, derecho y justicia.
Los miro a ellos y comprendo que estamos en lados separados. Yo en el lado bueno. Ellos en el malo.
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