Vivir es un tránsito, un camino en donde todos somos nómadas. Que la travesía merezca la pena, depende de ti.

10 de marzo de 2013

Mis árboles

Las gotas de agua echan entre ellas sinuosas carreras por el cristal de mi ventana. Llueve del otro lado.

Miro el chaparrón sobre la superficie del río y contemplo cómo algún cormorán intenta pescar su sustento con las últimas luces de la tarde, en una masa de agua realmente crecida y desbordada, que salta sin contemplaciones a borbotones sobre la aceña de cemento; la misma aceña que normalmente desvía el agua hacia el molino y por la que se podría caminar. Masas de diversos tamaños de juncos y carrizos bajan sobre la superficie como balsas a la deriva, arrancados de las orillas. El martín pescador va río abajo, río arriba; no sé cómo se las apañará con estos caudales de aguas turbias.

Mientras esto sucede afuera, yo me arrebujo cerca de la calefacción y abro sobre mi mesa una carpeta azul de la que extraigo decenas de dibujos y bocetos, recuerdos de mi juventud. Separo de entre ellos mis árboles, y los apilo en un montón aparte. Viejas encinas enroscadas, de corteza rugosa, y algún roble o algún haya. Hoy no puedo salir a caminar bajo sus copas, pero revivo su presencia sobre el papel, en mis manos. Con su tinta negra, con su trazo fino. Sobre el cuaderno cuadriculado o sobre el folio limpio.

Viejos apuntes sobre árboles retorcidos. Mis árboles.









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