Me resulta curioso el nombre común de este pequeño y discreto pájaro, ya que yo suelo verlo en terrenos muy alejados de cualquier "huerta". El nombre de escribano hortelano (Emberiza hortelana) hace mención a su costumbre de habitar a veces en zonas de cultivo, o colindantes a ellas, pero induce claramente a error puesto que nos invita a pensar que "principalmente" gusta de esos terrenos, cuando la realidad es bien distinta, debiendo hablar más bien de una especie monotípica (es decir, que no se le adscriben subespecies) que reside en áreas abiertas, principalmente de media montaña, a menudo onduladas y con abundante matorral y arbolillos o grandes arbustos dispersos, hasta los dos mil metros de altitud o incluso más. Es más, su distribución en la Península Ibérica se encuentra claramente ligada a los principales cordilleras montañosas de la mitad norte, y a una población aislada en Sierra Nevada. En estas áreas montañosas, a menudo utilizan huertos situados en ellas, pero no parece seleccionar positivamente estos espacios humanizados frente a otros diferentes, si no que más bien los usa por propia adaptabilidad. Tan poco acertado nombre debería ser revisado antes o después.
En todo caso, es en estos momentos de la primavera, cuando yo suelo acercarme hasta las laderas serranas de la vecina provincia abulense en busca de objetivos fotográficos concretos. Tras un invierno silencioso, estas pendientes cubiertas de piornos se vuelven a llenar con el canto de algunas aves que han pasado el invierno en África tropical. Entre sus peñas y matorrales me esperan diversas especies de montaña y el hortelano no suele faltar a su cita. Su monótono canto los vuelve fácilmente localizables. Desde lo alto de un arbusto o una roca los machos emiten su reclamo, avisando a otros ejemplares que la zona ya tiene propietario. Modesto y retraído, fuera de estos momentos es un animal tímido, que gusta de picotear por el suelo en busca principalmente de insectos, aunque puede no desdeñar algunas semillas. Durante estas fechas los machos presentan una coloración más llamativa que la del resto del año, con la cabeza claramente pintada de un verde oliva (o gris verdoso) sobre el que resalta su babero y bigotera amarillos, contrastando con el bonito color naranja que cubre las partes inferiores del pecho y el vientre.
Tan críptico plumaje no los vuelve precisamente conspicuos, pasando bastante desapercibidos entre los arbustos y matorrales. Su hermoso anillo ocular amarillo me llama la atención desde la tronera de mi hide. Yo disparo la cámara en cortas ráfagas cuando el macho abre su pico naranja proclamando a los cuatro vientos sus melodías primaverales. Con las laderas teñidas de verde y amarillo, busco los fondos que mejor acompañen a su plumaje. Compongo y aprieto el botón disparador. Reviso los resultados en el respaldo, y cuando el resultado es satisfactorio cambio los posaderos. Las fotos se suceden.
Disfruto de estos momentos en mi montaña, rodeado de cantos familiares, de milanos que sobrevuelan el paisaje de sus laderas, de cernícalos que otean desde sus atalayas o de aquel buitre negro que baja a beber a la turbera; maravillado con aquellas vistas infinitas hacia la penillanura, con el aroma de los piornos ya florecidos. Ver sin ser visto ofrece, en definitiva, una perspectiva de la montaña diferente a la que tenemos cuando caminamos por ella. Se ve lo que de otra forma pasa desapercibido. Se respira el vigor de la primavera, su intensidad. Su locura.
Precioso...una gozada y delicia de entrada. Un saludo.
ResponderEliminarGracias por tus palabras, me alegra que te guste. Un saludo desde tierras vecinas.
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