Pasar largas horas fotografiando fauna que, no lo olvidemos, se presenta siempre más o menos esquiva a la presencia del hombre (por algo será, y no dice mucho de nosotros) nos da la oportunidad de presenciar de cerca lo que, por lo general, la mayor parte de la gente no puede ver con tanto detalle. Observar con un telescopio acorta las distancias mucho, es cierto, pero ni aún así a veces se puede contemplar tan de cerca la vida salvaje como desde dentro de un escondrijo al que los animales no prestan ninguna atención o, en el peor de los casos, muy poca. Así, tener posado a dos metros a tu izquierda un pájaro cazando sin sospechar que lo observamos te da la ocasión de deleitarte de una forma diferente de la naturaleza. Tenerlo delante, además, te permite fotografiarlo y guardar para siempre un recuerdo que se habrá vuelto imperecedero, con el valor añadido de suponer un documento gráfico que describe un aspecto determinado del comportamiento animal. Esto es, en gran parte, el principal atractivo de la fotografía de fauna para una persona que se considera ante todo naturalista, como yo. Si además, por añadidura, la fotografía es una afición pasional, la satisfacción de volverte para casa con algunas tomas interesantes no puede tener otro resultado final: acabas enganchado. Y mucho.
Yo generalmente había visto a las abubillas (Upupa epops) cargando saltamontes y escarabajos en la punta de sus picos camino de algún nido más o menos escondido en el hueco de algún árbol, de algún montón de piedras, o de algún muro. En el encinar donde me muevo últimamente no dejan de capturar enormes arañas de grandes y rechonchos abdómenes. Las veo cómo van y vienen batiendo la zona. Se posan reiteradamente bajo la misma encina tres o cuatro veces, yendo y viniendo desde ella al nido con una captura tras otra. Luego se van a otra encina y después a otra, y a otra, y a otra. A veces por mi izquierda, a veces por mi derecha o por detrás de mi escondite. Pero en ocasiones lo hacen por delante de mi objetivo, bajo el propio árbol que me cobija y camufla. Y en esas circunstancias observo cómo las sacan de su agujero en el suelo con la seguridad de que sus picos largos y finos las protege de una posible picadura. Las deja en el suelo, las golpea repetida y eficazmente con el extremo del mismo y las mata. Si antes, al comienzo de la operación, la araña movía sus largas patas y quelíceros intentando zafarse del ave y defenderse, ahora, ya muerta, permanece encogida, como hecha un minúsculo ovillo, inerte e inofensiva. Es el momento de ofrecérsela a la hembra que permanece cazando cerca en los primeros momentos del período reproductor, o de levantar el vuelo y regresar al nido, cuando aquel está ya más avanzado.
Al nido en cuestión no siempre entran de la misma forma. Hay veces en las que se posan previamente en alguna rama concreta de la propia encina o de otras aledañas, y hay veces en las que lo hacen de un modo directo hasta la boca de la cavidad. Yo las observo desde lejos desde mi coche, con los prismáticos, y anoto los intervalos de tiempo entre cada una de las cebas. De esta forma compruebo en los primeros momentos del período de crianza que la hembra debe estar ya incubando o con pollitos muy chicos, pues solo permanece un ejemplar en el exterior aportando alimento. Días después ya son los dos miembros de la pareja los que acuden con presas en sus picos hasta el tronco hueco de la encina. E imagino además que los vástagos deben ser aún pequeños, pues ambos progenitores se introducen completamente dentro del mismo, señal de que aquellos aún no saben o no pueden esperar su ración en la entrada, trepando por el interior del estrecho habitáculo. Las cebas se suceden frenéticamente. A veces dos en un mismo minuto. Si ambos padres coinciden en la entrega, el macho traspasa la presa capturada a la hembra y esta remata la ceba.
Con el paso de los días, ya no entran dentro, lo que delata que los pollos han crecido bastante; simplemente se asoman al interior, introducen su largo pico y se van a por más. Su hambre debe ser insaciable, y no hay tiempo que perder. Araña tras araña, intercaladas con alguna que otra gran larva, van siendo engullidas por una nidada que se debe mostrar hambrienta y exigente. Dictatorial. Las cebas duran unos segundos escasos desde que llegan a la hoquedad con la cresta enhiesta (como hacen siempre que se posan en cualquier sitio), introducen el pico y se van. Muchas veces es un "visto y no visto".
Amanece y yo me encuentro una vez más dentro del hide. Se despereza por fin el día con el clarear de la mañana mientras los bichos de la noche se retiran. Roedores, zorros, erizos y algún que otro mochuelo se repliegan a sus escondrijos. Estos últimos aún se harán notar a lo largo de varias horas con sus reclamos aflautados, emitidos desde algún punto indeterminado del monte. ¡Cómo me gustan estos momentos del nuevo día! Cambia la luz por instantes y en cuestión de unos minutos el escenario sobre el que fotografío a mi pareja de abubillas muta. Voy modificando los parámetros de la cámara con la misma rapidez con la que esa luz se torna más intensa. Al principio todo en sombra, tanto fondos como posadero. Luego por fin los primeros rayos del sol alcanzan la encina que utilizo de fondo, mientras que el posadero donde descansa por un momento uno de los ejemplares permanece en sombra. Más tarde todo se tiñe de sol cálido y tibio. Tres luces, tres fotos.
Pero la última mañana aún me depara un nuevo aspecto del comportamiento de las aves que por cotidiano nos pasa generalmente desapercibido. Se trata del aseo del plumaje a través de una glándula que, aunque no tienen todas las especies de aves, sí la mayoría: la glándula uropígia, o uropigial.
Se trata de una glándula sebácea que presentan en la base de la cola, sobre la espalda, y que en ocasiones está rematada por un pequeño "plumero", una especie de pincelillo de minúsculas plumas. Con las ceras que excreta esta glándula durante el acicalamiento diario, el ave impregna su plumaje para mantener en él un cierto nivel de impermeabilización, así como de resistencia y limpieza.
El aceite secretado a través de las papilas finales de la glándula mancha el extremo del pico de esta abubilla mientras pinza con su punta el pequeño pincel de minúsculas plumas existente junto a los poros excretores, en la parte exterior de la misma.
Las secreciones así producidas en el interior de la glándula son repartidas con el pico del ave por aquellas plumas a las que no llega bien con su cabeza, en una acción de aseo muy típica y característica. Mediante este procedimiento, y gracias al uso del propio pico del animal, son untadas las plumas de la cola y de las alas.
Allí a donde el ave sí llega, distribuye los aceites restregando directamente el plumaje de su cabeza contra el del resto del cuerpo, tras haberla previamente frotado contra la glándula.
Esta labor, repetida en diversas ocasiones a lo largo de la jornada, permite mantener un nivel óptimo de limpieza e impermeabilización del plumaje, y su trascendencia es mayor de la que pudiera parecer en un principio. De hecho, de ello depende su supervivencia, y no solo por el elevado grado de aislamiento que proporciona una pluma bien cuidada frente a las inclemencias climatológicas adversas, sino además porque ello les permite realizar los largos trayectos migratorios que muchas de estas aves realizan cada año, incluida nuestra pareja de abubillas.
Poder fotografiar algo tan minúsculo y hasta íntimo (aunque de nombre tan poco glamouroso) como la citada glándula uropígia durante su aseo diario, ha sido el postre perfecto para las jornadas de trabajo realizadas con estas abubillas, que, dicho sea de paso, a estas alturas ya está concluyendo con éxito la primera de las nidadas de la temporada. A la satisfacción de tener de cerca a estas bellas aves mostrando su comportamiento más natural, se une la de haber fotografiado algo tan inusual, por pequeño y escondido.
La primavera con su climatología enrevesada y cambiante no se detiene y los días de campo se suceden. Bosques, estepas, humedales y montañas se llenan de cantos y amoríos. Las nuevas generaciones de los seres que los habitan obligan a sus progenitores a trabajar duramente para perpetuar las especies, lo que a nosotros nos brinda la oportunidad de disfrutar de sus idas y venidas, de sus comportamientos y de sus quehaceres cotidianos, aprendiendo un poquito más sobre ellos, y disfrutando "un mucho más" de su presencia. De esa presencia que desde el interior del hide resulta mucho más cercana y natural.
Precioso reportaje. Saludos.
ResponderEliminarGracias, Teresa, me alegra que te guste.
EliminarUn saludo.
Me ha gustado mucho
ResponderEliminarLo mismo te digo, me sirve de estímulo las respuestas de quienes visitáis el blog. Gracias por pasar y comentar.
EliminarOoootro saludo para ti.
Jesus un trabajo buenisimo el que has hecho con la Abubilla, una gozada para la vista.
ResponderEliminarUn saludo desde Zumaia.
Gracias José María, me alegra que te guste. Lo que sí fue, seguro, muy satisfactorio personalmente. Ahora, con los calores extremos que adormecen la Castilla reseca donde vivo, llevo casi un mes sin apretar el disparador y empiezo a echarlo de menos.
EliminarUn abrazo.
Hola Jesus, aunque un poco tarde la respuesta, bonito reportaje de nuestra amiga la abubilla. Nos vemos .Un abrazo
ResponderEliminarHabrá más oportunidades con ella, no problem.
EliminarUn abrazo.