Vivir es un tránsito, un camino en donde todos somos nómadas. Que la travesía merezca la pena, depende de ti.

27 de julio de 2015

Mi pequeño dinosaurio

Lo vemos de cerca y no podemos por menos de imaginarnos cómo fue la vida en el planeta cuando este estaba dominado por los dinosaurios. El joven ejemplar de lagarto ocelado (Timon lepidus) se pasea por la rugosa piel de la encina tomando baños de sol y zampándose alguna que otra incauta mosca que tiene a mal (para ella) posarse a su lado. El solitario árbol se encuentra rodeado de un mar de trigo, dorado por los calores del sofocante mes de junio que hace semanas dejamos atrás. Una chicharra nos recuerda con su insistente y machacón canto que la temperatura sigue subiendo y que haríamos bien en buscar una sombra. Yo uso los prismáticos para verlo más de cerca aún y observo sin problema su cabeza, maciza, contundente, de fuertes mandíbulas y mirada seria. Me transporto con la imaginación a aquella época de la vida en la tierra cuando reposo mi mirada en su piel escamosa y sus dedos largos y de uñas afiladas. Mi pequeño dinosaurio, confiado en las virtudes de su camuflaje, se aplasta contra la corteza gris de su casa, se solaza sobre ella y cierra los ojos y dormita. Quizás él también se sepa dinosaurio.




25 de julio de 2015

Modestia

El viejo Seat 1500 de Félix recorría las carreteras bacheadas del norte de la provincia salmantina. En él viajábamos con despreocupación dos familias del bloque donde residíamos, con destino a unos encinares perdidos para pasar, como muchos otros domingos, una jornada en el campo. Con seguridad iríamos ese día en el vehículo más de los permitidos, pues entre las dos familias sumábamos siete personas. ¡En fin! En un momento dado, el elegante "tanque" se acerca peligrosamente a un pájaro que aparece posado en la carretera y que, al revés de como reaccionaría cualquier ave de un modo natural, no levanta el vuelo cuando nos acercamos. El pequeño animal desaparece bajo el morro del vehículo agazapado contra el asfalto cuando nosotros pasamos justo por encima y ... Miramos para atrás y ahí sigue, aterrorizado. Paramos el vehículo y lo recogemos. Lleva un ala medio colgando, no vuela quizás por el impacto contra otro vehículo que circulara por aquella carreterucha antes que nosotros. El resto del día lo pasé con él. No hacía ni amagos de huir, supongo que por la tensión y el estrés que estaba soportando. Estaba el pobre animal paralizado.

Tras pasar la jornada campera de rigor, regresamos a nuestras casas. Pero con nosotros se vino la pequeña cogujada común (Galerida cristata).

Contra todo pronóstico, el animal se adaptó sin mucho problema y pasó a formar parte de los recuerdos de mi infancia. Pasó semanas y quizás unos pocos meses (mi memoria ya no me da para tanta precisión) en la terraza de mi casa, hasta llegar el invierno. No recuperó nunca la capacidad de volar, pero comía de mi mano sin problema y aún recuerdo como si fuera ayer que al acabar el grano que yo le ofrecía, él picoteaba con insistencia el pequeño lunar que aún se me aprecia en la palma de mi mano diestra.


De plumaje modesto y críptico donde las haya, las cogujadas comunes me traen siempre viejos recuerdos de mi infancia. Siempre lo harán.

22 de julio de 2015

Nuestros punkies

-Jolín, ¿pero cuándo ha crecido ese arbusto tan grande que hay debajo de esa encina? estoy segura que ayer por la tarde no estaba ahí- parece pensar la abubilla (Upupa epops) cada vez que regresa a su posadero habitual, utilizado como atalaya justo antes de encaminarse al cercano nido a cebar a su prole. Llega con la cresta erizada, señal de que extraña la modificación del escenario, pero sin inmutarse ni un momento más continúa con su tarea: se dirige desde allí al nido, introduce allí el pico con la comida y en unas décimas de segundo ha elevado el vuelo de nuevo. Como casi siempre, se dirige a una zona concreta con cipreses ornamentales, no muy alejada y con abundante alimento,  y se posa en el suelo. La perdemos de vista solo momentáneamente mientras rebusca comida, pues no tardamos en verla venir una vez más con su vuelo ondulante, como de mariposa. Por enésima vez se aproxima a nosotros, que permanecemos escondidos dentro del hide, ese arbusto raro que ha crecido repentinamente durante la noche y que al amanecer tanto le ha llamado la atención.

Sin lugar a dudas, esta especie es una de las más reconocibles de nuestros campos, tanto por entendidos como por profanos, siempre deambulando por el suelo, de allá para acá, picoteando con su largo pico entre la hojarasca o introduciéndolo en el suelo en busca de larvas, insectos, saltamontes, procesionarias del pino y cuanto se le ponga a su alcance. Este miembro del orden de los Coraciiformes, que incluyen otros tres aves llamativas de nuestra geografía como los martines pescadores, las carracas y los abejarucos, no deja indiferente a nadie. Y a nosotros tampoco.

Durante varias horas se continúan las cebas sin miramientos, con una periodicidad constante y a una velocidad pasmosa, hasta que ... uno de los pequeños tesoros que guarda el agujero cercano emerge del mismo y, con la ingenuidad del novato, se lanza desde la horquilla del árbol y realiza su primer vuelo.

Y, ... sin pensárselo, ... voilá, ... voló.







14 de julio de 2015

Gaviota patiamarilla

Hasta cuatro adultos de gaviota patiamarilla (Larus michahellis ) me sobrevuelan gritando a no mucha altura sobre mi cabeza. Sin lugar a dudas, algunos de sus miméticos y nidífugos pollos estarán cerca de mí entre la vegetación y las rocas que me rodean mientras yo intento hacer algún plano diferente de otro ejemplar. La foto tampoco va a ser la pera, así que no merece la pena incomodar a los padres y recojo por enésima vez el equipo en la mochila, plego el trípode y continúo por el sendero hacia el interior de la isla, alejándome de la zona de nidificación de estos individuos tan preocupados por mi parada. Acostumbradas a las lonjas de pescado, a los puertos pesqueros y a las playas atestadas de bañistas entre cuyas pertenencias rebuscan y roban al menor descuido bolsas de comida, bocadillos envueltos en papel de aluminio y chucherías, no presentan especial temor por la cercanía de la gente, lo que a mí me sirve para fotografiarlas sin mucha dificultad moviéndome alrededor suyo -si el acantilado me lo permite-, buscando el fondo adecuado cuando se puede, la orientación de la luz o la composición. 

Acostumbrado como estoy a verme en la necesidad de permanecer oculto dentro de un hide, disfruto como un niño de la presencia confiada de estas aves de espectaculares y acrobáticos vuelos a mi alrededor, en una de las mayores colonias del mundo de esta especie. Se persiguen ariscas, oportunistas, audaces y agresivas cuando alguna de ellas logra algo de pitanza, y a veces llegan a casi rozar mi cabeza con las puntas de sus alas. Yo, que soy de secano, me evado como en un sueño con la algarabía y diversidad que pueden llegar a presentar los ecosistemas costeros. En un momento dado, bajo la superficie del agua emerge un enorme congrio (probablemente mayor que yo mismo) deslizándose como un ser telúrico entre las algas y las rocas, para desaparecer en cuestión de segundos. Por encima del dosel que forman los pinos y eucaliptos de repoblación, el insistente reclamo del halcón peregrino resuena poniendo en alerta a todas sus hipotéticas presas. No llegamos a verlo, pero su voz me es tan familiar que, sinceramente, no lo necesito para sentir la satisfacción de su presencia. Por último, entre las grandes aves marinas los cormoranes moñudos vuelan de allá para acá, raso sobre la superficie del agua, formando el colofón final de este interesante elenco de seres que durante una jornada nos han rodeado.

Nos alejamos de la isla y del oleaje golpeando contra sus rocas observando algunos delfines surcar las aguas que nos separan del continente, y con el recuerdo imborrable de las patiamarillas, con ese pico bestial y esos ojos claros rodeados de un estético anillo rojo (que, dicho sea de paso, a mí me traía viejos recuerdos de jornadas pasadas años atrás fotografiando al quebrantahuesos).

Dejo atrás el bullicio de la colonia con la seguridad de que regresaré en un futuro no muy lejano.
















4 de julio de 2015

Suburbano

Me hundo en el asiento del metro como cada mañana temprano, encogido, cabizbajo, ausente en mi propio vacío, somnoliento. Me pesa el nuevo día que comienza, oscuro y tedioso, y cierro los ojos y me arrepiento.

Abatido, observo sombrío a los otros pasajeros que comparten taciturnos conmigo el traqueteo cotidiano y monótono del vagón, y los resoplidos hidráulicos de sus puertas deslizantes, engullendo y escupiendo formas humanas, otros organismos y cuerpos también encogidos, cabizbajos y ausentes como yo; residuos de la gran ciudad que nos arrastramos bajo tierra por entre el laberinto de túneles y galerías negras. Sonámbulos, autómatas, corazones taponados de desesperanzas, engranajes de una máquina a la que nadie nos preguntó si queríamos pertenecer, de un sistema que succiona nuestro aliento, camino de polígonos y fábricas. Sustituibles. Prescindibles, porque si un día aciago no despertáramos habría otros cuerpos que nos sustituirían. Otros muertos verticales. Pasajeros que igualmente trasiegan aplastados en sus asientos. Exactamente como yo. Vamos, despertamos, trabajamos, venimos, dormimos, nos levantamos y volvemos a ir para despertar otra vez más. Por este riguroso orden. Un día y otro día. Una vida y otra vida. Como zombies. Engendrados para ser piezas de la maquinaria. Obedientes. Ordenados por el sistema. Distribuidos. Colocados donde ellos quieren, como dientes de una cremallera, amarrados. Y veo sus caras grises, sus ojos de víctimas en los que me reflejo una vez más. Veo sus manos atenazadas sobre las barras del vagón para mantener el equilibrio. Y alianzas en sus dedos, y zapatos viejos, y párpados cerrados. Y bostezos. Y toses, carraspeos y silencio, sobre todo mucho silencio. Los veo así cada mañana. Encogidos, cabizbajos, ausentes. Y ellos me miran a mi, arrugado, cobarde, arrepentido en mi asiento, hundido, aplastado. Hueco por dentro. Somos como espejos los unos de los otros.

Yo también, como ellos, cierro los ojos y me arrebujo más aún en mi asiento protector, escondiéndome de mi vida. Desapareciendo, borrándome, parando el reloj. Quiero cambiar, despertar en otro lugar.

O mejor aún, quiero no despertar un buen día.

Pero como cada jornada, el metro serpentea por los mismos pasadizos y se detiene en mi parada, maloliente como siempre, con templadas bocanadas de aire fétido con olor a metro, bajo la vieja y sucia fábrica. Y yo viajo en él; como cada mañana.

El mugriento estómago suburbano nos vomita un día más con sus resoplidos hidráulicos, y yo camino hacia la ofensiva existencia insolente.

Insultante, el cielo ha amanecido gris y nublado, y yo me despierto. Hoy también.