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12 de diciembre de 2023

El espíritu del bosque

Parece que seguimos con las pezuñas. Tras los ciervos y gamos daneses, las cabras monteses de nuestro solar ibérico, y los bueyes almizcleros de las tundras alpinas noruegas, ahora le toca el turno a otro ungulado simplemente increíble, el espíritu del bosque, un animal que muchos llevamos asociado en nuestro imaginario colectivo a los inmensos mares de píceas de la taiga boreal. El alce (Alces alces).


Se trata del mayor cérvido del planeta y de una mole de más de 2 metros de altura en la cruz y hasta 700 u 800 kilogramos de peso en los machos alaskeños más grandes. Dentro de la familia Cervidae pertenece a la subfamilia Capreolinae, lo que lo emparenta más con el corzo que con los propios ciervos. Esta familia Capreolinae se subdivide a su vez en tres tribus, siendo nuestro protagonista el único representante actual de una de ellas, la Alcinae. La especie se distribuye por el cinturón de bosques subpolares de la taiga y caducifolios a lo largo del Holártico. Hasta no hace mucho se clasificaba en dos especies (el eurasiático -Alces alces-, y el americano -Alces americanus-, subdivididas en 9 subespecies, una de ellas extinta), pero en la actualidad se tiende a considerar en base a estudios moleculares una sola especie que cuenta, eso sí, con esas ocho subespecies diferentes (cuatro en Eurasia y cuatro en América del Norte), además de la extinta en Eurasia. Según esta corriente, este animal de las fotos pertenece a la subespecie nominal Alces alces alces, descrita para Escandinavia, Rusia occidental, Polonia, Países Bálticos, etc. y hoy en día en tímida recuperación tras la fuerte regresión sufrida en el pasado por la caza excesiva, recuperando territorios tanto por el sur (Alemania, Austria, etc.) como por la tundra ártica.

Patas largas y cuerpo robusto definen a esta criatura, de la que nos llama rápidamente la atención esa cabezota enorme, con esa nariz grande y extraña que usan para filtrar el aire frío y calentarlo antes de que llegue a sus pulmones, adaptación clara a esos ambientes pre-árticos en los que prospera. Este ejemplar se nos pone adrede de perfil para que observemos esa piel colgante de la papada tan característica de los machos y con el que las hembras no cuentan, al igual a como sucede con la cornamenta.


La envergadura de sus astas puede llegar a los 2 metros, pero en general ronda el metro o metro y medio. En estas fotos se la vemos aún teñida del rojo sanguinolento que sigue al descorreo de su piel muerta. Y es que como en el resto de sus parientes cérvidos, los alces pierden y renuevan su cornamenta cada temporada. Hablemos un poco de ello y aclaremos algunas confusiones al respecto.

Llamamos cuernos a aquellos apéndices óseos que emergen de los cráneos de ciertos animales. Surgen desde el hueso frontal generalmente, o en algunos casos más raros del parietal. Pero nunca lo hacen desde la nariz, aunque lo denominemos de igual forma, dado que lo que les crece a los rinocerontes no es materia ósea, sino queratinosa, como nuestras uñas y pelo. En las jirafas machos y hembras, y en los machos de okapis tampoco son cuernos propiamente dichos, sino los denominados Osiconos, que no son sino protuberancias cartilaginosas osificadas, recubiertas, además, siempre de piel y pelo (en las hembras de jirafa estas protuberancias acaban en un plumero de pelos, con el que los machos no cuentan). Los verdaderos cuernos son siempre permanentes y fijos, con un núcleo de hueso y una funda queratinosa que los cubre, creciendo continuamente a lo largo de la vida del animal. Nunca se les cae y los observaremos tanto en los machos como en las hembras, aunque en ellas suelen estar a menudo menos desarrollados. En el caso de las hembras de ovejas y muflones, a veces los presentan y a veces no. Vacas, búfalos, antílopes, bisontes, cabras, bueyes almizcleros, ... todos ellos tienen cuernos.

Las astas, por el contrario, están formadas enteramente de hueso, sin ningún tipo de funda, se caen anualmente y vuelven a crecer cada temporada. Solo cuentan con ellas los machos de la familia Cervidae, con una excepción: las hembras de reno también las portan en sus cabezas.


Las astas arrancan del cráneo desde unas protuberancias denominadas pedúnculos o pivotes óseos, cuyo diámetro va aumentando cada año para poder soportar el propio aumento del tamaño de la cornamenta a medida que el animal va sumando años. A partir de este pivote óseo se genera una estructura cartilaginosa que poco a poco va ganando consistencia y densidad. En estos primeros compases del crecimiento la cornamenta está recubierta del famoso terciopelo o borra, que no es otra cosa que piel. Hueso y terciopelo están profusamente irrigados a través de numerosos vasos sanguíneos que alimentan la estructura mientras crece. Al término de su desarrollo se van depositando sales de calcio que endurecen la estructura interna del hueso y taponan la irrigación de la piel. Esta se vuelve más reseca y quebradiza hasta secarse y caer, en el proceso que se denomina descorrear, cuando el animal se frota la cornamenta compulsivamente contra ramajes, árboles y arbustos. Tras el celo de los animales en otoño, unas células denominadas osteoclastos atacan la base de la cuerna hasta que esta se desprende; es el desmogue, que suele tener lugar durante el invierno. Con la llegada de la inminente primavera el nacimiento de una nueva cornamenta se reanuda, esta vez de mayor tamaño.


Los alces entran en celo en septiembre y octubre, momento en el que los machos llegan a combatir entre sí en peleas muy violentas que acaban ocasionalmente con la muerte de alguno de los gladiadores. En esta época vocalizan unos particulares reclamos de aspecto nasal y profundo, que escuchado en lo más escondido y denso del bosque te pone los pelos de punta, hueco y poderoso, y que nosotros pudimos escucharlo junto a un lago congelado dentro del Parque Nacional de Abisko, en Suecia. Nos pareció algo cuasi sobrenatural, telúrico.

El macho, que no me perdió de vista mientras yo lo fotografiaba (no me quitaba ojo, desconfiado), al tiempo que controlaba la posición de su hembra oculta en el interior del bosque -y a la que yo no había alcanzado a ver en un principio, a pesar de tener constancia de su presencia-, se reunió por fin con ella. Los sigo durante unos pocos metros y los observo ya juntos, ella algo más pequeña que él. Parecen tranquilos. Ella incluso come algo antes de echarme también una mirada tierna y melosa como pidiéndome que los deje tranquilos en la intimidad de sus amoríos. 

Tras unos minutos, los espíritus del bosque giran sobre sí mismos y emprenden un caminar pausado hacia el interior de su taiga, donde desaparecerán definitivamente. Yo quedaré marcado por esos pocos minutos de contacto. El alce siempre será un animal ligado simbólicamente a la última frontera, aquella que nos acerca a la tundra salvaje y fría del Gran Norte.