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26 de junio de 2021

Pechiazules del norte


Este año será para mí, sin duda, el año del pechiazul (Luscinia svecica). A mis sesiones realizadas a ejemplares de las sierras del Sistema Central (se distribuye desde Béjar a Somosierra), he podido sumar dos tardes muy productivas a ejemplares de los Montes de León. En la Península Ibérica, este pájaro se distribuye durante la época estival en dos poblaciones bien diferenciadas: la más meridional es la que abarca las cotas altas de las citadas sierras centrales; la segunda abarca la Cordillera Cantábrica y Montes de León. Los paisajes de estos últimos se mostraban en pleno esplendor primaveral y a la explosión de los piornos amarillos en grandes extensiones de sus laderas, se venían a sumar los fucsias y morados de los brezos en otras muchas colindantes.




No tengo calificativos para describir el espectáculo que representaban estas alfombras de flores, aromas y colores tapizando estas montañas. La oportunidad de fotografiar a esta especie en ambientes distintos a los que habitualmente ocupa en el centro peninsular no podía dejarla pasar por alto. Además, la posibilidad de obtener archivos de ejemplares con medalla blanca en la garganta podía ser la guinda del pastel para mí.



Así fue, pero no solo por esos dos aspectos que cobraron especial relevancia para mí, sino también al comprobar, además, la costumbre que tenían los machos aquí de elevar constantemente la cola, algo que, si bien lo hacen todos los machos de la especie, en mi zona de trabajo no me ha resultado nada sencillo fotografiar en anteriores ocasiones. ¿Comportamientos algo diferentes, a caso?. No lo sé. Lo que sí sé es que en mis archivos de otras temporadas no es sencillo encontrar alguna imagen con estas posturas, mientras que en estas dos sesiones me resultó habitual.




Sea como fuere, las dos sesiones que pude realizar -la primera de ellas acompañando a grandes amigos, magníficos naturalistas y mejores personas- fueron de lo más productivas, fotográficamente hablando.

Sin hide y sin red de camuflaje porque las sesiones surgieron de un modo imprevisto en el transcurso de un viaje bichero sin rumbo fijo, todas las fotos están realizadas a pecho descubierto. Sentado durante horas en una silla, detrás del trípode y la cámara, la observación previa y la paciencia se transformó en la herramienta fundamental para obtener algún resultado (vamos, lo normal en la fotografía de fauna, ¿no?). Localizados los posaderos que algunos ejemplares usaban en el denso matorral, y que pueden llegar a tener importantes acumulaciones de excrementos, toda la estrategia se basó en situarse cerca de ellos y esperar. 


Mayor simpleza no se puede pedir. Los animales, enfrascados en sus tareas reproductivas van y vienen con las cebas utilizando esos posaderos habituales.





Cuando uno de los progenitores llega a la zona, al principio lo hace vigilándome mientras yo permanezco sentado en silencio e inmóvil. Llegan a esos arbustos sobre los que se suelen posar y me observan. Rápidamente comprenden que no supongo ningún peligro, pero me mantienen vigilado. Si yo fuera una vaca paciendo de pie o rumiando tumbada ni se fijarían en mí, pero siendo un sujeto extraño ... ahí parado como un pasmarote ... habrá que tenerlo controlado por si acaso, ¿no?


Procuro no mirarlos cuando llegan, desvío mis ojos de sus miradas y pego la cara al equipo fotográfico preparado para soltar una corta ráfaga: cualquier cruce directo de miradas en la naturaleza siempre puede ser un acto de hostilidad o un peligro latente. Así, por ejemplo, cuando oigo al macho cantando a su bola detrás de mí, procuro no girarme, no le hago caso, yo a lo mío y él a lo suyo. Al cabo de un tiempo, solo soy una cosa más en medio del piornal, un ser (poco habitual, eso sí, y raro como él solo, por supuesto, con esos artilugios delante suyo) que deja de representar un peligro para las aves. Una cosa más del entorno.


El catálogo de insectos que estas pequeñas aves va capturando es increíble, y la convierten en una gran aliada de la lucha contra las plagas. Arañas, larvas, gusanos, algunos insectos voladores, y cualquier otro invertebrado que se le ponga por delante puede entrar a formar parte de su dieta. Raramente caza en vuelo, pero en una ocasión lo he podido observar cazando en el aire, de la misma manera que he podido observar cómo regurgita pequeñas egagrópilas con las partes indigeribles de los pequeños bichitos que componen su dieta. Es un ave que busca su sustento en el suelo por regla general, con pequeñas excepciones que confirman la norma. Selecciona positivamente laderas con denso matorral -como ya hemos visto a menudo de piorno o brezo-, donde vive, se refugia y se reproduce, pero generalmente con praderas abiertas en las proximidades. En estos claros en los que pacen el ganado y los herbívoros silvestres buscan buena parte de su alimento, además de al pie de los matorrales o sobre sus ramas, hojas y flores.



Los ires y venires de ambos progenitores se suceden en la amplia ladera tapizada de denso matorral donde yo me he vuelto un objeto más. Un cielo despejado a mis espaldas, hará que las luces me alegren la tarde y que yo acabe la jornada con más de mil archivos que sé que me van a dar bastante trabajo de regreso a casa. La criba será laboriosa y tediosa, pero ... ¿y la sonrisa con la que me iré hoy a la furgoneta?



23 de junio de 2021

Los pechiazules de mis sierras

Una temporada más me vuelvo a acercar a los piornales de las sierras del centro peninsular para observar y fotografiar -por ese orden- a uno de los grandes clásicos de la fauna alada de estos ecosistemas alpinos. En mi anterior entrada se presentaron cuatro de esos pequeños pájarillos que medran en estos ambientes, pero quedaba pendiente el que suele ser el centro de atención de muchos ornitólogos locales (y otros tantos que se desplazan desde mucha distancia para poder observarlos). Se trata del pechiazul (Luscinia svecica). Esta preciosa ave no representa un gran reto fotográfico siempre que esté presente en tu zona de trabajo, como sí puede suponer la fotografía de las enormes avutardas, por ejemplo, pero aún así es una cita que esperamos con ansia cada temporada. Varias subidas a la montaña harán que nuestra ansiedad, tensión arterial y frecuencia cardíaca disminuyan y tengamos la sensación de que hemos aprovechado el tiempo, de que estamos en paz con nosotros mismos. Encontrarnos un año más con el pechi siempre será un placer y un acto de fidelidad, tanto con él como con nuestra pasión por la naturaleza y la fotografía. No quiero ser injusto con otros animales, pero al final me doy cuenta que todos tenemos nuestras especies recurrentes, a cuyos encuentros procuramos no faltar nunca, salvo que alguna pandemia nos confine en el interior de nuestras madrigueras. Son citas fijas un año tras otro. Las cabras monteses durante el celo, las grullas que vienen del Gran Norte, las grandes carroñadas y el encuentro alguna vez al año con nuestras necrófagas, que si la abubilla (este año no ha podido ser), que si las avutardas, .... en esa lista entran para mí, como un icono, los pechis.

Bueno, os dejo este puñadito de fotos de nuestro hermoso pechiazul que ya se ha vuelto un imprescindible para mí cada temporada.  









3 de junio de 2019

Tiempo de pechis

Raro es el año que no me acerco, si quiera en una fugaz ocasión y con más o menos fortuna, a ver a mis amigos los pechiazules, desde hace algún tiempo renombrados como ruiseñores pechiazules (Luscinia svecica) (aún no entiendo esta tendencia de actualizar ciertos nombres comunes cuando ello no aporta mucho o nada a la identificación de ciertas especies, aún aclarando que su nombre científico significa en latín "ruiseñor sueco"). En esta ocasión a lo largo de quince días lo he hecho en varias ocasiones. La oportunidad lo merecía y, además de bichear tras otras especies alpinas más esquivas y que de momento se me siguen resistiendo, he tenido la oportunidad de pasar unos buenos ratos con este túrdido espectacular, observando cosas tan curiosas como regurgitar una egagrópila o cazar algún insecto al vuelo, ambos hechos que nunca antes había observado (del primero tengo incluso el documento gráfico, aunque de bastante mediocre calidad). Tardes de cielos despejados y luces que se vuelven cálidas forman ya parte de los recuerdos de esta primavera en la alta montaña; soledad y tranquilidad; un zorro que campea por las praderas con los últimos rayos del sol, un águila calzada (¡ah!, no, ¡¡¡mil perdones!!!, que ahora es "aguililla" calzada), prospectando contra el fuerte viento del norte sobre las cubetas glaciares algo que echarse al pico, y los buitres leonados sobrevolando a muy baja altura sobre las laderas del valle camino de sus dormideros; los gorjeos de los acentores, las collalbas, escribanos hortelanos y de alguna tarabilla, además del potente canto del pechi; ... droseras en los prados de turba, el aroma del piorno que ya envuelve la atmósfera de la sierra en una fragancia embriagadora, su amarillo intenso que vuelve al paisaje único, ...

Los momentos que me ofrece la alta montaña son, de entre todos los que guardo con cariño, los más intensos. Ha sido así desde que tengo mis primeros recuerdos en ella. Aquí he pasado muchas noches estrelladas, con nieve en invierno o con flores en sus cortas primaveras, con buen tiempo y con pésimo, solo e inmejorablemente acompañado. También hubo malos momentos, muy duros algunos, pero fueron los menos. La montaña siempre me ha reconfortado al subir a ella, como quien vuelve a su casa tras un largo viaje en el extranjero. Ella es como es, ni buena ni mala, solamente bella; siempre, pero especialmente en primavera cuando explosiona sin parangón.


Las distintas subespecies de pechiazul existentes ocupan un área de distribución muy amplia, boreal, desde Alaska hasta Europa y Siberia, ocupando latitudes principalmente norteñas con paisajes de taiga e incluso de tundra, o, como en el caso de las poblaciones del centro y sur de Europa, áreas montanas. En todo caso, es una especie claramente migratoria. Así, las aves del norte y centro de Europa alcanzan la península ibérica en sus pasos migratorios hacia la cuenca mediterránea para recalar en las sabanas subsaharianas. Estos ejemplares migradores procedentes del Gran Norte pueden ser vistos de paso a partir de agosto por toda la geografía peninsular, e incluso en los archipiélagos balear y canario, ocupando humedales, desembocadura de ríos y zonas en general bajas. Los que se quedan con nosotros se distribuyen principalmente por el levante español y algunas cuencas del interior, como la del Ebro, el Guadiana y el Tajo hasta febrero o marzo, momento en el que inician el regreso a sus zonas de reproducción.

Como nidificante, en la península ibérica solo ocupa dos regiones montañosas bien diferenciadas, aunque se han detectado algunos casos esporádicos de cría en otros puntos diferentes. Estas dos zonas son, por un lado la Cordillera Cantábrica y los Montes de León, y por otro el Sistema Central, desde Guadarrama a la sierra de Béjar.


En España, por lo tanto, gusta de ocupar sierras altas durante la época de cría, desde los 1.800 m. hasta superar a veces ampliamente los 2.200 sobre el nivel del mar. Es una especie sobre la que tenemos aún amplias lagunas de conocimiento, y de la que no tenemos una idea clara respecto de su estado de conservación, pues no existen trabajos en el pasado que nos permitan valorar la salud y evolución de su población. Sí se han realizado censos parciales que parecen indicar cifras de entre 9.000 y 13.000 parejas reproductoras en España.

Generalmente lo encontraremos clasificado dentro de la familia de los Turdidae, y así lo veremos en publicaciones como la Guía Virtual de Vertebrados Españoles editada por el Museo Nacional de Ciencias Naturales del CSIC, o en la propia página de SEO Birdlife; sin embargo, no es extraño tampoco ver que se le incluye en la de los Muscicapidae. Pero por haber, hay incluso discrepancias respecto de qué subespecie es la que observamos como reproductora en la península. En general se tiende a adscribirlos a L. s. cyanecula (SEO Birlife, por ejemplo) junto con las poblaciones del centro de Europa, pero encontraremos estudios recientes en los que se los clasifica como L. s. azuricollis. A continuación transcribo un pequeño párrafo del estudio realizado por varios autores para el citado Museo Nacional de Ciencias Naturales publicado en febrero de 2011, y que viene a justificar esta última clasificación:

"Contrariamente, un reciente análisis de ADN nuclear (11 microsatélites) sí valida la diferenciación genética de la población de la Península (Johnsen et al., 2006) que, en consecuencia, bien podría clasificarse como L. s. azuricollis, diferenciada de L. s. cyanecula. En concreto, la distancia genética respecto de L. s. cyanecula es superior a la registrada entre el resto de subespecies. Todo ello hace pensar que las poblaciones nidificantes en España se encuentran en un estado avanzado de diferenciación taxonómica (Johnsen et al., 2006). En consecuencia, de aquí en adelante asignaremos la población de Pechiazul en España a la subespecie L. s. azuricollis."

Y viendo lo anterior entenderemos por qué tampoco está ni claro el número de subespecies en que se divide Luscinia svecica, y aunque clásicamente se tendía a justificar diez distintas -otros autores hablaban de once-, los actuales avances en genética molecular harán seguro que este panorama cambie en los próximos años. En definitiva, que hay grandes controversias entre los estudiosos de esta pequeña ave sobre cuestiones básicas. Esta dificultad en determinar las subespecies existentes se debe en parte a las diferencias biométricas observadas entre poblaciones, así como a la enorme variabilidad de plumajes que pueden presentar incluso los distintos ejemplares de una misma población. De este modo, en la subespecie ibérica se suelen observar machos con el babero completamente azul, pero también en menor medida se localizan otros que presentan la clásica medalla blanca en el centro del mismo, y otros incluso la roja.

De hecho esta primavera es la primavera vez que yo consigo fotografiar un ejemplar con medalla, pues en anteriores temporadas siempre habían sido ejemplares con el babero azul limpio. Hay que decir que no siempre se aprecia la medalla y que en función del momento del canto esta se hace más patente o no.





El pechiazul alcanza nuestras sierras del Sistema Central a lo largo de marzo, generalmente a partir de mediados de mes. Se instalan generalmente en la vertiente norte, prefiriendo las laderas umbrías a las de solana. Por entonces los Cytisus purgans o Cytisus oromediterraneus aún están sin flor, y los machos van ocupando pequeñas parcelas a considerable altitud sobre las que proclaman su presencia a base de cantos y más cantos. Como atalayas de sus proclamas aprovechan las ramitas distales de los matorrales (piornos, cambriones, rosales silvestres,...) y las piedras más prominentes. Pero si atendemos a la geografía peninsular, con un variado abanico de comunidades botánicas, podríamos concluir que en España son seleccionadas positivamente las zonas de matorral bajo -los ya mencionados piornos, pero también brezales, genistas, formaciones densas de enebros de pequeño porte y, en algún enclave leonés, incluso en jarales- con áreas abiertas donde alimentarse, como pueden ser los pastizales.

Cualquier objeto que se sitúe a modo de atalaya sobre el colchón de matorral es rápidamente utilizado como púlpito para sus fuertes trinos, aunque también canta en vuelo como si de una cogujada se tratara, por ejemplo. Algunos autores consideran que la función del canto no es tanto la defensa territorial como la formación de la pareja, dado que su mayor intensidad se observa cuando llegan las aves a sus áreas de reproducción y hasta el momento en el que tiene lugar la puesta. Transcurrida esta, parece que disminuye notablemente el interés del macho por ser visible cantando desde lugares prominentes y se vuelve, por el contrario, mucho menos conspicuo y más tímido, cantando principalmente al amanecer, cuando aún no es ni siquiera visible. En su canto incluye numerosas imitaciones de otros sonidos, desde los emitidos por ranas o grillos hasta el de un total de varias decenas de aves distintas. El pechiazul es un ave monógama por regla general. Sus nidos se construyen directamente sobre el suelo, bajo la densa cobertura arbustiva o a poca altura sobre las ramas de un matorral, y en ellos la hembra pone entre cinco y seis huevos azul-verdosos. Tras el período de incubación, que dura catorce días y que corre a cargo de la hembra, ambos progenitores alimentan a su descendencia. Los pollos acaban abandonando el nido transcurridos otros catorce días más desde la eclosión, siendo posteriormente alimentados por los padres en los alrededores.



Por lo demás, es un ave insectívora que en las sierras del centro peninsular encuentra buena parte de su alimentación en las praderas alpinas de festucas o en turbares próximas. Por regla general cazan entre las ramas de los matorrales o directamente en el suelo, desplazándose por él o saltando desde una piedra o rama. Raramente caza al vuelo.







El pechi, como es conocido por todos de modo cariñoso, es un pajarillo extraordinario, confiado y de un plumaje llamativo, con su babero intenso y metalizado. Que unos muestren medallas blancas y otros rojas (yo aún no he visto nunca a uno de estos últimos), o que no muestren ninguna de ellas, representa un acicate para el fotógrafo de fauna, pues cada temporada esperamos ver y retratar a machos con variaciones en su plumaje. Este año ha sido fructífero; pero no siempre es así. Y esto último también es un buen revulsivo para volverlo a intentar en nuevas oportunidades. A mi no me importará, pues me permitirá pasar largas horas de tranquilidad rodeado de la belleza de mis sierras, siendo testigo directo de su vida más efervescente, de sus luces, de sus albas y ocasos.

Formaré parte de estas montañas, que son mi casa, una vez más.

12 de junio de 2016

El pechi

Y como colofón de lo mencionado en la entrada anterior, volvemos al encuentro del más emblemático pajarillo de los piornales del centro peninsular, como cada una de las tres últimas primaveras. Se trata, evidentemente y como no podía ser de otra manera, del pechiazul (Luscinia svecica), especie-icono de entre las pequeñas aves de la alta montaña gredense. El "pechi" para los amigos.

Si el año pasado esta especie nos dio cruelmente esquinazo en todas y cada una de las jornadas en que lo buscamos, en esta oportunidad hay que decir que se ha comportado mínimamente bien, permitiéndonos finalmente guardar en el archivo un pequeño puñado de fotos decentes, que en su conjunto han compensado los kilómetros realizados durante las sesiones de trabajo que hemos intercalado a lo largo de unos intensos diez días. Reseteo pues el mal sabor de boca que nos dejó la temporada pasada, y en esta de dos mil diez y seis, tras emplear dos jornadas de prospección en una zona nueva en la que pude localizar varios ejemplares y en las que ya dejé preparado el escenario en donde se iban a desarrollar las siguientes sesiones, dedicamos tres tardes laborables a entendernos con este inquieto passeriforme otros dos fotógrafos y yo mismo.

Este año he tenido la sensación de que quizás la sierra nos ha recibido con un cierto retraso en la floración respecto a primaveras anteriores, seguramente como consecuencia de la climatología tan variable e inestable que hemos tenido las semanas previas. Fruto de ello ha sido la escasez de piornos amarillos durante los primeros compases del período reproductor del pechiazul que nos facilitaran un "plató" atractivo, con posaderos y fondos representativos de lo que es la primavera en estas montañas. Que caracterizaran, en definitiva, estos paisajes, que nos ayudaran a describirlos, a pintarlos. Muy por el contrario, el aspecto general de todas las laderas era masivamente verde. Sea como fuere, una vez seleccionado y acondicionado el escenario, "el pechi" acudió a la cita con mayor o menor fortuna a lo largo de las tres tardes y nos permitió aprender un poco más sobre su conducta, querencias y hábitos, experiencia que, sin duda, sabremos aprovechar en el trabajo de campo en temporadas próximas. Y mientras los clics de las cámaras suenan en cortas ráfagas, él se dedica a buscar aquí y allá comida, picoteando por la pradera en busca de larvas, cantando desde sus posaderos habituales, volando de un lado a otro, llevando cebas al nido y, cómo no, haciéndose de rogar pero posando para nosotros de vez en cuando. Muy de vez en cuando.

Y como tampoco podía ser de otra manera, amigos, siempre me quedo con ganas de más.











1 de junio de 2014

El ruiseñor pechiazul

La mole de la gran peña nos vigila desde lo alto de su circo glaciar, negra como el tizón. El contraste lo ponen los piornos que comienzan tímidamente a pintar de amarillo las laderas cuando todavía quedan numerosos neveros en los rincones más protegidos. El viento lame sin excesiva fuerza la montaña, pero invita a los pajarillos a arrebujarse bajo los matorrales, en vez de parlotear sobre los mismos. ¿Cuántas veces habré caminado por estas mismas laderas durante las aproximaciones a los circos y paredes que en este punto nos rodean? Ahora me encuentro sentado cómodamente en el interior de un hide, acompañado de buenos amigos y disfrutando de una manera distinta de esta montaña que siento como mi casa.

Nuestro objetivo es el ruiseñor pechiazul (Luscinia svecica). Está en celo y se muestra sin pudor en lo alto del matorral, cantando sin cesar sus proclamas territoriales, estridentes y vigorosas. Va y viene. Se esconde para luego mostrarse. Se acerca y se aleja. Cada vez que se sitúa a la distancia adecuada y abre el pico para marcar su territorio con gorjeos y reclamos, nuestras cámaras disparan ráfagas que parecen ametralladoras. Los gigas se suman en las tarjetas de memoria, gigas que luego serán trabajo extra en casa, delante del ordenador, depurando las imágenes con las que nos vamos a quedar, cribando y eliminado. Él, mientras tanto, a lo suyo, cantando y posando. De frente, de un costado, del otro, de espaldas. Otra vez de frente. Aquí o allí. El interior de su extraña boca parece competir en intensidad con el amarillo de las flores. Entre ráfaga y ráfaga, va pasando la tarde y el sol va cayendo veloz sobre las cumbres de la sierra, alargando las sombras y descubriéndonos volúmenes y texturas, además de calidez. Con el descenso de la temperatura en las laderas de la sierra, el aire se ha vuelto ligeramente más molesto cuando por fin decidimos que ha sido suficiente y optamos por concluir la sesión. Recogemos todo el equipo y emprendemos el regreso al coche, satisfechos por la tarde pasada y conversando sobre los momentos vividos. Todo está tranquilo. No hay gente. Solo nosotros y los pájaros de la montaña. Y dentro de unos minutos ni siquiera estaremos nosotros, ya nos habremos ido. La montaña se quedará una vez más solitaria y vacía definitivamente, fría e inhóspita. Oscura, esperando que un nuevo amanecer llene de primavera los piornales, intensos y amarillos.