Vivir es un tránsito, un camino en donde todos somos nómadas. Que la travesía merezca la pena, depende de ti.
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3 de septiembre de 2020

1990

4:00 a.m., suena el despertador y David Emory -un fotógrafo estadounidense que hemos conocido en Sorata hace 8 días- y yo mismo nos disponemos a subir a la cima de la cumbre más alta de Bolivia, el volcán Sajama, de 6.542 m. Estamos los dos solos en el campo base y en la montaña, pues tras un primer intento a cumbre dos días atrás, mis dos compañeros del Grupo Salmantino de Montaña han cambiado de planes (uno de ellos va a intentar otros volcanes cercanos y el otro se ha ido a hacer turismo antes de concluir el viaje y nos juntaremos con él 9 días después en Lima). Los otros tres amigos restantes que han venido a Bolivia hace ya unos días que regresaron a España.


En mi cuaderno de bitácora dejo escrito: "Nos amanece en el pedrero. Hemos tomado en él una parte más compacta y subimos hasta donde llegamos anteayer en menos tiempo .../... hasta ahora todo ha ido muy rápido, pero ahora comienzan los problemas. Para continuar por la arista hemos de superar una pala de quizás 45º - 50º y de algo más de 80 metros. Hago 2 largos de 40 m. con cuerda pero sin seguros intermedios. A pelo. Reuniones a cuerpo o con un par de estacas. En algún tramo hielo más vertical y pocho. Mejor no pensar en la bajada"


Tras pasar este tramo, la ascensión se vuelve dura por la altura y la incomodidad del terreno, con grandes terrazas y penitentes de hielo que dificultan el avance y se vuelven agotadores, pero sin dificultad. David se va quedando retrasado y acaba renunciando, se sienta finalmente. Parece que se me revientan los pulmones cuando desde arriba le grito que siga, que continúe, pero me responde que no, que siga yo solo. Nueve agotadoras horas después me arrodillo sin fuerzas en la cima. Fotografío mi mochila en la nieve y, cuando he recuperado el resuello, me hago tres autorretratos. Estoy enormemente feliz de haberlo conseguido.


En mi cabeza me había dado de plazo para llegar a la cima con tiempo de regresar con luz hasta las 15:00 p.m., y había llegado a las 14:25, así que estaba satisfecho. Cuando llevo muy poco rato bajando veo que sube David. Muy despacio. Demasiado despacio. Yo al final contaba 40 pasos antes de detenerme y coger fuelle; él solo camina dos o tres. Subo de nuevo a la cima con él: solo hay una cuerda y empieza a ser tarde para bajar, no me atrevo a dejarlo solo. Mi diario continúa: "Llegamos a la pala. De nuevo los crampones. Una travesía hasta una roca sobresaliente. Luego un
rapel-destrepe: primero yo para escoger dónde parar, y después David. Le insisto en que tenga cuidado, de no ser brusco, para que no exista el riesgo de que la cuerda salte la roca. Yo le aseguro como puedo en otra roca, por si saltara el rapel. Llega y tras desatascar la cuerda le destrepo asegurado hasta otra más, 20 metros más abajo. Luego yo y por último una vez más la misma operación. Llego abajo donde están las trekking y el forro polar. Recojo los crampones y el material y me lanzo detrás de David que está decidido a dormir en un vivac, pocos metros más abajo. No le insisto mucho más y le pregunto si necesita ropa. Se me olvida que llevo siempre la manta de supervivencia, y al responderme que tiene suficiente, me lanzo canchal abajo. El sol está ya rojo hace un poco y le queda poco para ponerse. Me conformaría con llegar de día al final de los pedreros. De lo contrario me daría buenas hostias en el estado en que estoy. Consigo llegar de día al valle donde está el campo base. Tito (*que ha regresado de su intento a los Payachatas) está haciendo hogueras porque está muy asustado de que nos haya pasado algo. Nos espera hace horas y lleva rato pensando en qué coño debe hacer si no aparecemos. Llego reventado, tropezando como un borracho .../... Tito me cuenta su angustia y se tranquiliza, yo le pido agua, agua y agua. Tomo algo de leche caliente y al saco, mañana será otro día. Espero que a David no le pase nada en las manos o los pies, ya tuvo problemas de congelaciones el año pasado en el Illimani."


Tal día como hoy, 3 de septiembre, pero de hace ahora tres décadas, superaba los más de 1.792 m. de desnivel desde el campo base a la cumbre del volcán Sajama y regresaba al calor de la tienda de campaña del campo base en 15 horas de actividad ininterrumpida. Era el colofón de un viaje de casi dos meses de duración por las montañas y paisajes bolivianos con cinco amigos del Grupo Salmantino de Montaña. Atrás iban quedando recuerdos que nunca se borrarán de nuestras memorias, por una tierra increíble donde sobreviven con enorme tenacidad gentes humildes y luchadoras, en una tierra muy dura, donde la vida no es sencilla, donde el día a día hay que ganarlo con cabezonería, coraje y resistencia. De un 24 de julio a un 13 de septiembre de 1990 fui libre viviendo como quería vivir, recorriendo rincones lejanos, inhóspitos y maravillosos, irrepetibles en mi corazón. Crecí por dentro.

Puse mis ojos y mis pies sobre montañas hermosas, como el Cunatincuta (5.336 m), de evocador nombre, sobre el sencillo Charquini (5.392 m), y avanzamos como funambulistas sobre la arista somital del inolvidable Huayna Potosí (6.088 m) en medio de una fuerte tormenta eléctrica que crepitaba alrededor nuestro, amedrentándonos, caminamos sobre el lomo del Illimani (6.420 m) y finalmente vi Bolivia desde lo más alto del entonces recóndito Sajama (6.542 m). Montañas todas ellas que dejaron en mi una huella imposible de olvidar.








Por unos instantes formé parte de paisajes rotundamente exuberantes o terriblemente inhóspitos, verdes, amarillos o blancos, llenos de vida y de muerte, de montañas, selvas y punas. Lugares indescriptibles que no te puedes creer que existan. Hasta que te rodean y ves que están ahí, y que tú formas por unas horas parte de ellos. Circulamos por la mundialmente conocida como "carretera de la muerte", y por desconocidas pistas intransitables. Tuvimos delante nuestro el famoso e histórico Cerro Rico de Potosí, el ahora muy turístico Salar de Uyuni, o los selváticos yungas de la cara oculta de los Andes, donde el cultivo de la coca es la forma de vida.









Y Vimos gente que solo hablaba aymara, gentes que mitigan sus miserias con bolas de hoja de coca en la boca, humildes aldeas de adobe, acariciamos las piedras preincaicas de Tiwanaku y dormimos con mineros que parecían desterrados a lo más recóndito de la cordillera.






Durante casi dos meses de 1990 comprendí la verdadera Bolivia, la de verdad, muy lejos de cualquier panfleto publicitario que se pudiera editar con idílicas postales. Interioricé su vida. La real, la de la gente corriente, la de la vida cotidiana, la del día a día de niños y adultos. La de las huelgas generales con carreteras tapizadas de piedras y rocas, la de los arrieros y sus mulas, la de la hospitalidad de los aldeanos, la de dormir por tres pesetas, la de los trapicheos para subsistir, la del sincretismo religioso, la de la diferencia de clases.

Tal día como hoy, 3 de septiembre, pero de hace tres décadas daba inicio el principio del fin de nuestro viaje montañero por Bolivia, que fue mucho más que montañero: fue el descubrimiento de sus gentes y su vida. El descubrimiento de un país. Tocaba a partir de ahora iniciar un lento regreso a casa; primero en autoestop hasta Arica, en el norte de Chile, y de allí en un incómodo autobús hasta Lima, con sus aventuras incluidas. Ya en la capital peruana, el ejército en la calle, carteles en las aceras que rezaban "Prohibido detenerse, orden de disparar", tanquetas militares haciendo acto de presencia,... Tres días intentando pasar desapercibidos, que no se nos notara mucho que éramos turistas por las altísimas tasas de delincuencia que alcanzaba y por los numerosos atentados que Sendero Luminoso aún perpetraba contra los extranjeros, fueron la conclusión definitiva a un viaje que se hará imposible de olvidar. 

Bolivia 1990.



30 de noviembre de 2018

Tal día como hoy ...

... de hace treinta años comenzaba todo para mí. Fue el origen.

Un treinta de noviembre de mil novecientos ochenta y ocho ponía mis pies sobre las piedras más altas del volcán más alto del planeta, el Ojos del Salado. En aquella época su sugerente nombre sonaba aún a empresa desconocida e incierta, todavía olía a exploración. Hacerlo, hoyar su cumbre, fue el resultado por igual de la suerte y del entrenamiento y experiencia en montaña. Y digo que la suerte jugó un papel fundamental porque cuando en los ochenta y ocho mis dos amigos y yo viajamos a Sudamérica con la idea imprecisa de, además de al Aconcagua, subir al volcán más alto del mundo y segunda cumbre del continente, no encontramos ni la más mínima información de por dónde discurría la ruta de subida, no había croquis, no había reseñas escritas, ni fotos, nada. Nada de nada. Todo lo que sabíamos era que un grupo de Madrid y otro de Canarias habían intentado el volcán los años previos partiendo de un lugar denominado Hospedería Louis Murray, en pleno desierto chileno de Atacama, pero nada más. Eso era todo. Desconocíamos rutas, dificultades, variantes, distancias, desniveles, ...

Pero vayamos por partes, la historia del Ojos el Salado vendrá después. ¿Por qué empezó todo un mes de noviembre de hace treinta años? Porque para mí fue un punto de inflexión que lo cambió todo. A punto de cumplir los veintiséis, sin vehículo que me permitiera moverme libremente, viajaba haciendo autoestop, en transporte público o con otros compañeros que sí disponían de coche particular. Por aquel entonces ni siquiera había subido alguna cumbre de tres mil metros en los Pirineos. Menos aún cuatromiles de los Alpes o el Atlas marroquí. Pero surgió la oportunidad de organizar aquel viaje a Argentina y Chile y la aproveché sin dudarlo. Mi primer gran viaje, mis primeras grandes montañas de la mano de Paco, ya experimentado viajero y escalador con suficiente hábito en aquellas lides. Desde entonces viajar forma parte indisoluble de mi persona. Viajar con mayúsculas, no simplemente ir a ver sitios como hacen hoy en día tantos y tantos turistas, coleccionistas de lugares y países. Porque Viajar, con mayúsculas, puede llegar a ser muy distinto a visitar lugares. Es algo personal, interior, que forma parte de nuestro ser nómada, algo que llevamos grabado en nuestro ADN de humanos.

En aquel viaje le tocaba el turno primero al Aconcagua, que representaba para Paco una espina clavada dentro tras tenerse que bajar unos años antes de su vertical cara Sur. Tras la ascensión previa al Cerro Cuerno como aclimatación, los tres coronamos la cumbre más alta de América un espléndido 14 de noviembre, semanas antes de que la temporada alta de ascensiones comenzara en la Cordillera Central. No había nadie en el campamento base entonces, estuvimos solos los tres durante nuestra estancia allí, con la única compañía de un ratoncillo tuerto que se movía por el viejo refugio de madera de Plaza de Mulas, entonces pintado de amarillo, años después de blanco. No sé si seguirá existiendo hoy en día aquella vieja construcción con olor a humo, cuyas paredes ennegrecidas guardaban los recuerdos de muchos otros soñadores anteriores a nosotros, en forma de muescas que perpetuaban nombres y fechas. La ausencia total de montañeros nos permitió no tener que cargar con las tiendas de campaña para los campamentos de altura; así, el refugio Berlín situado a seis mil metros nos cobijaría a los tres durante la ascensión y el descenso de la cumbre, de la que por desgracia no pudimos hacer fotos, pues las pilas de la cámara se agotaron por el frío terminando la Arista del Guanaco y llegando casi a la misma cima.







Tras la rápida ascensión al Aconcagua (en solo siete días desde que dejáramos Puente del Inca), nos desplazamos a la ciudad chilena de Copiapó, situada a las mismas puertas del desierto de Atacama y ligada para siempre al famoso rescate de los treinta y tres mineros que quedaron atrapados en el interior de una mina en el verano del dos mil diez. Llegar a la base del volcán ya fue toda una odisea en sí misma, pues recorrer doscientos sesenta kilómetros de puro desierto supuso el primer gran escollo a salvar. Ninguna compañía minera quiso llevarnos aprovechando sus movimientos por la región, y alquilar finalmente un 4x4 con conductor fue nuestra única y desesperada alternativa para subir (aunque sí conseguimos regresar de allí gratis). La aclimatación adquirida en el Aconcagua fue fundamental para subir bruscamente los casi cuatro mil metros de desnivel que existen entre Copiapó y la hospedería Louis Murray en apenas seis horas.

Cuatro días después de llegar a aquel rincón inhóspito estamos en condiciones de intentar la cumbre. Salimos muy de noche a la luz de los frontales, pero Paco se ve obligado a regresar al refugio César Tejos al no encontrarse bien. Hasta ese momento él iba, como siempre, muy por delante de mí, y yo a su vez muy por delante de Javier. Tras superar la infame ladera de piedras sueltas que me deposita en el borde del cráter, veo enfrente la cumbre con una ascensión realmente parecida a la del Balaitus por la Brecha Latour (como descubriría yo mismo al verano siguiente haciendo este, mi primer tresmil pirenaico, mucho tiempo antes de que esta ruta contara con anclajes de rápel y cadenas). Atravieso el cráter por un incómodo pedregal y trepo a la brecha que divide su cumbre bicéfala, cuyas dos torres sabemos hoy que tienen exactamente la misma altura. En aquella época, sin embargo, se pensaba que el Torreón Oeste -o Chileno-, que era al que yo estaba subiendo, era ligeramente mayor; aunque claro, todo esto nosotros tampoco lo sabíamos entonces. Supusimos que sí había llegado a la cumbre principal simplemente porque en el Torreón Oeste al que yo me encaramé había una caja con un libro de cumbre y porque desde el cráter sí que parecía de mayor altura. Sea como fuere, una vez hube alcanzado la escotadura entre los dos torreones, gateé con las manos los siguientes quince metros por un terreno expuesto y delicado, más que difícil -que comporta un III grado de dificultad según sabemos hoy en día, también- saliendo a una suave loma que me depositó por fin en la cumbre del Ojos del Salado.

Mi vapuleada cámara compacta se había estropeado hacía ya varias horas y no hay tampoco foto de esta cumbre. Allí de pie, observando el paisaje de Atacama salpicado de volcanes y neveros, yo estoy satisfecho, me siento feliz por la ascensión, por supuesto, probablemente la segunda o tercera española, pero sobre todo estoy nervioso porque el destrepe hasta la brecha con las Koflach de plástico y los guantes puede ser peligroso, ... y estoy solo. Me siento muy vulnerable, tremendamente lejos de todo y de todos. Miro al borde del cráter y sigo sin ver a Javier asomar por él. Escribo los nombres de los tres en el libro de cumbre porque anímicamente ellos están aquí conmigo, porque somos un equipo. Miro a mi alrededor por última vez y salgo de allí pitando, no estaré tranquilo hasta que haya destrepado la brecha que separa ambas cimas. Me pregunto si Javier se habrá dado la vuelta igual que Paco o habrá tenido algún problema. Extrañado por no verlo, desando con mucho cuidado los metros que me separan de la estrecha portilla y una vez abajo, ya más tranquilo, continúo hacia el extremo contrario del cráter. Cuando estoy llegando a él asoma la figura de Javier por su borde. Ya no lo esperaba. Estuvimos quince minutos allí descansando, cambiando impresiones y haciendo las fotos mutuas que veis abajo (éramos parcos haciendo fotos). Javier decide darse la vuelta y se baja conmigo. Llegamos al refugio donde está Paco ya recuperado y continuamos para la hospedería Louis Murray.








Las viejas y decoloridas diapositivas que guardo de aquel viaje son un verdadero tesoro para mí. Son el recuerdo de un viaje iniciático que, por primero, nunca se podrá volver a repetir. Allí comenzó todo, hace hoy treinta años. Son viejas diapositivas en las que aparecen unos personajes que una vez soñaron no dejar nunca de viajar, de explorar los grandes paisajes del planeta y soñaron ser débiles para dejarse seducir por las montañas. Desearon no detenerse jamás. Soñaron no dejar de soñar.

Yo sigo haciéndolo.

Y veo ahora las fotos de Paco y me entristezco de que tan solo un año después de aquel periplo por los Andes él decidiera soñar para siempre con las laderas de un lejano monte del Himalaya y que, además, el destino quisiera satisfacerle un tres de octubre. No pudimos volver a soñar juntos montañas lejanas, pero de su mano germinó en mí la necesidad de no dejar de intentarlo. Gracias Paco.