Vivir es un tránsito, un camino en donde todos somos nómadas. Que la travesía merezca la pena, depende de ti.
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27 de abril de 2016

De decadente belleza

El viejo Portugal nos recibe con la belleza de lo cotidiano, de la vida real, del pulso del día a día, sin artificios para el visitante, ni pompas, ni alardes. Sin escaparates. Sin complejos, sin miedos ni trastornos. De frente.

Azules, rojos, verdes, blancos, se entremezclan con el musgo, la humedad, los desconchones y los mohos, con el abandono y el olvido, con el descuido, el desamparo y la soledad, en una mezcolanza por la que paseo mi mirada y mi objetivo, en pos del detalle, del rasgo o el gesto del lugar. De su alma decadente, de su atmósfera cansada y mortecina. El viejo Portugal, vecino apegado, tan próximo, tan cercano, a un paso de nosotros.

Nunca me defrauda.











6 de abril de 2016

La torre del homenaje

Mejores tiempos vivió la torre del homenaje, hoy olvidada a las afueras de la pequeña aldea sobre su montículo de hierba y roca. Derrumbados ya hace décadas sus pisos de tablones y maderos, su escalinata hace mucho que dejó de llevar a ningún ser humano arriba y abajo. Ahora sus habitantes tienen plumas y revolotean por su interior acomodándose en recovecos y huecos. Por el día algún cernícalo, tordos y palomas que se arrullan y anidan. Por la noche se dejará oír el carraspeo lúgubre de la lechuza.

Vieja torre del homenaje, decrépita, vacía y olvidada.



14 de septiembre de 2014

La puerta de mi casa

Mi casa nunca está cerrada, porque no tiene puerta. Está siempre abierta, porque ni siquiera tiene cristales. Los plásticos con los que cierro el paso al viento y la lluvia son viejos y sucios, y los ato con cuerdas y alambres.

Mi casa no tiene luz. Por eso no tengo frigorífico, ni televisor. Ni microondas, ni lavadora última generación, de esas triple A, eficientes y ecológicas. Ni home cinema, ni aparato de alta fidelidad. Como en ella no puedo cargar mi smartphone tampoco me compré uno. La tablet nunca me gustó.

Saco a la entrada una silla que encontré junto a una cuneta. En ella me siento. Y desde ella miro mis zapatos. Están viejos y gastados. Si llueve me mojo los pies y los calcetines raídos y agujereados. No tengo otros, son de verano y de invierno al mismo tiempo. Tendré que buscar unos nuevos pronto. Bueno, mejor tendré que buscar unos pronto.

Tampoco aparco delante de ella mi coche, porque como ya habréis adivinado tampoco tengo. Pero solo es porque me gusta moverme despacio por la ciudad, andando. Saboreando el paso del tiempo. Caminando. Buscando. Revisando contenedores. Ya sabes, a veces tomando prestado de un frutal o de una huerta. Paseo hasta mi casa y desde mi casa. Paseo porque no tengo horarios, no tengo trabajo, ni ficha que fichar. Por eso muchas veces pienso que mi trabajo es aguantar. Sobrevivir. Superar un día sin neumonía. Hacer una rayita más en la pared de atrás de mi casa, la que da para el corral que no tiene gallinas. Una muesca más por cada día que como, por cada noche que duermo seco y caliente, una por cada día que no enfermo. Seis rayitas y una que las cruza. Un semana. Y así se suman los grupos de rayitas. Y los grupos suman paredes. Tengo que buscar otra pared para seguir haciendo rayitas, y ya llevo varias.

Se que a veces hablan unos y otros de mi y de otros pocos que viven como yo. Nos llaman los desheredados y no entiendo por qué. Los sin techo, y no entiendo por qué. Los excluidos. Los desamparados. Los olvidados. Llegan a llamarnos los invisibles. Y no entiendo por qué. El caso es que nunca vino aquí ninguno de ellos a verme, ni a hablar conmigo, ni a ofrecerme otro trabajo que no sea el que ya os expliqué de aguantar, ni ayudarme a mejorar. Ni curas, ni políticos, ni vecinos.

Mesas encontradas, cajas de frutas que hacen de armarios y baldas improvisadas, viejos colchones manchados y mantas, botellas, cubos y barreños, platos de porcelana mellada y viejos cartones de vino malo que me consuelan en las frías noches de invierno. Y de verano.

Esto es mi hogar. Mi casa.

Mi casa que ni siquiera es mi casa.


29 de enero de 2014

De chintófanos, correlirios y otros seres

Y de gamusimos, cocos, tragaldabas y zamparrones, cojuelos, bús, trasgos, sacamantecas, gruñus, encorujás y demás monstruos de nuestro imaginario.









23 de enero de 2014

Marialva

Tic, tac, tic, tac. Los segundos pasan y forman minutos, horas y días. Y los días se suman en semanas, meses y años. Las manecillas dan vueltas sin cesar recordándonos que el transcurrir del tiempo se creó inexorable y que envejece y transforma la vida que conocemos. Incluso los paisajes cambian y se confunden con el tiempo, las montañas se desmoronan y las selvas mutan en desiertos. Morimos los seres vivos y sucumben los pueblos. Piedra a piedra los muros se derrumban, las vigas se desploman y desaparecen los objetos. Se vacían las calles y las plazuelas, las casas y los corrales, los silos y los templos. Sus habitantes se marcharon o murieron. Emigraron. Abandonaron el lugar decrépito, se trasladaron fuera de las murallas, dejando intramuros un pesado vacío en el hogar donde crecieron, hermoso en su decadencia, marchito en el crepúsculo donde, en su postrera expiración, fenecieron. Ya no escucharemos arengas a los vecinos alrededor del pelourinho convocados, ni oiremos el cacareo de las gallinas ni los ladridos de los perros por sus calles husmeando; tampoco el chirriar de los carros puliendo el empedrado de granito en surcos paralelos. En su lugar, el turista caminará por entre casuchas derruidas al abrigo del silencio, esforzándose en imaginar cómo de dura era la existencia en la frontera del Côa frente al reino de León, mil años atrás. Mil años, se dice pronto, con sus meses y sus días, con sus horas, sus minutos y segundos. Tic, tac, tic tac, con esos segundos que, irremediablemente, se siguen deslizando entre las raíces del mundo que conocemos.













4 de enero de 2014

Sorthela

Recorrer las calles de algunos pueblos portugueses es retroceder en el tiempo muchos años; es echar una mirada atrás, a una época en donde la ausencia de puertas de aluminio, persianas de plástico, tendederos en las ventanas y otros objetos antiestéticos de modernos materiales hacían de la población un lugar auténtico y con personalidad. Hoy en día, ese amor por lo propio de los habitantes de alguna de estas pequeñas aldeas del país vecino hace que muchas de ellas sean merecedoras de una visita pausada por parte de aquella gente fieles de lo auténtico. Y no creo que esté reñida la conservación del patrimonio cultural con la comodidad y la calidad de vida de los vecinos que habitan las casas que nosotros, los turistas que estamos simplemente de paso, fotografiamos. Basta tener un poco de sensibilidad respecto de la belleza estética del mundo que nos rodea para entenderlo, no importando el hecho de si estamos hablando de un paisaje sin trazas artificiales de pistas, carreteras o tendidos eléctricos, o de una coqueta y aislada aldea donde a la vieja puerta carcomida por el paso del tiempo se la sustituye por otra nueva igualmente de madera, en lugar de por la vulgar y antiestética de aluminio plateado.

Sorthela es un claro ejemplo de esto. El mimo con el que los propietarios de las casas y la municipalidad cuidan el conjunto de la aldea intramuros se traduce en belleza. Simplemente. Y la belleza atrae a la gente capaz de apreciarla. Pasear por un pueblo en el que no encuentras papeles por el suelo, en donde las construcciones conservan la arquitectura tradicional, en donde los recintos amurallados no están afeados por modernas barandillas metálicas, en donde el cuidado de cada rincón transmite cariño por la tierra, representa un ejercicio de aprendizaje y humildad del que muchos deberíamos aprender. Sí, Sorthela es uno de esos lugares maravillosos en donde es muy improbable que en una de tus fotografías te veas obligado a clonar algún papel del suelo de alguna de sus calles.








2 de diciembre de 2013

Castelo Mendo

Pasear por las calles de la pequeña y poco visitada aldea portuguesa de Castelo Mendo es como hacerse una cura de sosiego y tranquilidad. El silencio y la paz que se respiran entre sus callejuelas de granito hacen que te olvides de las manecillas del reloj y te invitan a caminar sin rumbo fijo, observando cada detalle y cada rincón, sin prisas. No muy alejada de Almeida, en el distrito de Guarda, en plena Beira Interior Norte y muy cercana a "la raya" con Salamanca, se trata de una de las numerosas aldeas amuralladas que conserva el país vecino, formando parte del conjunto de lo que se ha etiquetado para fomentar el turismo como "Aldeas Históricas". Reconforta observar cómo su centenar de vecinos se esmeran con mimo y sensibilidad en el mantenimiento y cuidado de sus calles y sus casas, conservando pulcramente su arquitectura tradicional. Pasear por sus callejuelas será un ejercicio de limpieza interior, de remedio contra el estrés y el ajetreo de nuestras vidas en las grandes ciudades y nos invitará, no solo a regresar en futuras oportunidades a Castelo Mendo, sino a conocer otras aldeas y villas del país vecino que colmarán, con completa seguridad, todas nuestras expectativas.