Vivir es un tránsito, un camino en donde todos somos nómadas. Que la travesía merezca la pena, depende de ti.

30 de mayo de 2018

Primavera

Desde antes de salir el sol una abubilla ya proclama a mis espaldas su porción de paisaje mediante su característico reclamo, profundo y grave, como esponjoso, retumbando por toda la vallejada en la que me encuentro. He llegado hasta una encina baja y achaparrada, rodeada de carrascos, con las primeras luces de un día de diario que se presenta soleado y despejado, vacío de gente y alejado de rutinarias labores agrícolas. La soledad es total. Literalmente empotrado en el follaje que rodea el árbol paso inadvertido a la fauna esteparia que merodea por la zona, con la esperanza de que alguno de sus miembros se deje fotografiar sin miramientos. Me gustan estos momentos en los que se inicia un nuevo día, los albores de una nueva jornada para cientos de seres tras el descanso nocturno. Siempre me han gustado los amaneceres, fríos, solitarios, despejados aún de los quehaceres humanos que lo invaden todo. Solo yo y el espacio que me rodea. Yo solo y los seres que lo pueblan.

El vehículo ha quedado a casi un kilómetro de distancia. Hasta aquí he llegado, pues, caminando sin prisas, intentando esquivar el rocío posado sobre la hierba para que las botas no acaben mojadas y frías, en un gesto tantas mañanas repetido. El gorro de lana y el poco abrigo que he traído se van a hacer imprescindibles en adelante; el grado y medio de temperatura que ha marcado el termómetro del coche en el momento de aparcar me ha sorprendido y promete unas primeras horas de hide "espartanas", puesto que la predicción no las indicaban tan bajas. Me acomodo en el centro de la vaguada rodeado de minúsculos roquedos que le dan variedad al vallejo. Delante de mí una nueva alfombra de flores de las que esta primavera nos está regalando sin contemplaciones; las manzanillas tapizan una porción de varias decenas de metros cuadrados por delante de mí y a mi izquierda en esta porción de estepa que he hecho mía, si quiera durante un pellizco de horas en esta mañana fría. Me basta una sola foto de un animal atravesando la alfombra de flores para compensar el madrugón. Una abubilla, una liebre, una corneja merodeando en busca del desayuno, un alcaraván,... un zorro. Al final una buena perdiz (Alectoris rufa) vino a compadecerse de mí y cruzó rápida mi tapete amarillo y blanco. Mira hacia la encina de donde sale el sonido de la cámara, posa y continúa su camino, alejándose. Suficiente para guardar en mi tarjeta tres o cuatro fotos que representan la belleza de las primaveras mediterráneas, su explosión de vida tras semanas de lluvia. No pasó por donde yo hubiera deseado enfrente mío, es cierto, pero al menos pasó y le estoy agradecido. Gracias por ello, perdiz.



25 de mayo de 2018

La sencillez del oportunismo

Aunque no sea lo habitual, en algunas raras oportunidades un esfuerzo reducido conlleva una recompensa muy superior a la esperada o, por lo menos, a la dedicación y trabajo que han sido necesarios para obtenerla. Porque, muy por el contrario, lo normal será generalmente madrugar de un modo intempestivo, o conducir hasta un enclave lejano, o cargar con un gran número de bártulos y trastos durante mucho rato, o simplemente dedicar muchas horas de espera hasta que aparezca el animal a fotografiar, en un trabajo arduo al que ya he aludido en otras entradas del blog. Solo el trabajo concienzudo y serio va a ser sinónimo, en el mejor de los casos, de recompensa y satisfacción; y a menudo ni siquiera eso. Sin embargo, y como para compensar el elevado esfuerzo desempeñado en esas jornadas en las que nos hemos vuelto para casa de vacío, en algunas sorprendentes ocasiones ocurre todo lo contrario, y con un despliegue sencillo de material y trabajo consigues regresar del campo con una amplia sonrisa dibujada en la cara.

Hace semanas que la primavera irrumpió con fuerza a golpe de chaparrones y lluvias persistentes que dejaron los paisajes intensamente saturados de verde. La explosión de amplios tapices de flores en nuestros campos parecía algo ya olvidado en esta reseca meseta, sedienta desde hacía muchos meses antes tras un otoño y un invierno rotundamente secos. Por fin los embalses se llenaron hasta necesitar soltar agua, agua que se llevó algunas porciones de las orillas del río (desprotegidas por la absurda acción del hombre empeñado en ajardinarlas, descuajándolas de su protección vegetal; aunque eso sea ya otra historia). Las aves comenzaron a desplegar todo su repertorio sonoro y la naturaleza se vio bruscamente inundada por la efervescencia de miles de criaturas que iniciaron al unísono su período de amoríos y cortejos. En aquellos días que parecieran ya lejanos, descubrí un campo cercano que se había tapizado repentinamente con una maravillosa alfombra de saxifragas blancas de porte pequeño. Perfecto por su altura para las abubillas (Upupa epops) que merodeaban por los alrededores buscando gusanos, larvas y pupas de pequeños insectos. Sin más protección que una red de camuflaje por encima y con la espalda apoyada en una gran piedra para soportar unas cuantas horas hasta el atardecer, con la sencillez que otorga el oportunismo las tres sesiones dedicadas a lo largo de una semana me depararon algunas fotografías que consiguieron ponerme esa cara de incrédulo ante la realidad. La sencillez de la oportunidad es posible. Existe.





Pasan las horas y el sol declina rápidamente, las luces se vuelven cálidas y agradables, e intensifican el tono dorado de las plumas color canela de la pareja de abubillas que deambula alrededor mío, en ocasiones a tan solo cincuenta o sesenta centímetros de mí. Me quedo entonces petrificado, completamente inmóvil y, sin girar la cabeza lo más mínimo, las miro de reojo durante largos minutos hasta que me duelen las cuencas de los ojos, temeroso de que un leve movimiento del camuflaje que me cubre las ponga en alerta y se marchen. Tranquilas ellas sin embargo, buscan comida por el suelo, a lo suyo, sondeando con sus largos y especializados picos. De vez en cuando revolotean por fin a un posadero, momento en el que una ráfaga de disparos suena como una suave e inofensiva metralleta en el prado. Puedo observar cómo el macho alimenta en varias ocasiones a la hembra tras extraer del suelo alguna larva rechoncha y nutritiva, lo que me permite distinguirlas entre sí, pues la hembra tiene despelujadas algunas plumas de la espalda-. Se la "camela" a base de regalos similares, para demostrarle que él es la pareja adecuada para sacar adelante una nidada. Otras veces el macho se planta firme en un lugar prominente y eleva su reclamo hueco a los cuatro vientos con su curioso movimiento del cuello, como si regurgitara algo, en un gesto tantas veces observado en la distancia.




En mi tercera y última tarde con las abubillas la pradera ya no presenta ni la mitad de flores que una semana antes. Sigue verde, por supuesto, pero estas delicadas plantas que eran mecidas suavemente por el aire, pierden sus pétalos velozmente. Unas pocas jornadas de calor han bastado para que cumplan su función polinizadora y se marchiten y desaparezcan casi por completo. El mullido tapizado blanco es ya un indeleble recuerdo en mis archivos digitales, como si una suave neviza primaveral hubiera visitado fugazmente la pradera. Habrá que cambiar a nuevos escenarios con otros terciopelos de colores, porque se agostan unos pero florecen otros. La primavera continúa, intensa, como hacía tiempo que no disfrutábamos; pero al igual que sucede con las flores, esta también pasa de un modo fugaz sobre nuestras llanuras y estepas.

NOTA: Imágenes en su formato original, sin recortes ni reencuadres.

17 de mayo de 2018

Fotógrafos naturalistas

Hace muchos años, perteneciendo yo a un foro naturalista, un compañero envió un mensaje al mismo en el que tras hacer una relación exhaustiva de sus observaciones en un determinado lugar, apostillaba su aportación diciendo más o menos:

- "...he visto tal y tal y tal especie. Por último, había en una de las orillas un fotógrafo dentro de un hide y, por supuesto, llamé al SEPRONA". 

Nadie del foro mostró públicamente su extrañeza o asombro por la denuncia, y menos aún un atisbo de reprimenda por la reacción del compañero ante la presencia del fotógrafo. Casos como este pueden parecernos sorprendentes a algunos, pero no dejan de ser sintomáticos de cuál parece ser la relación entre naturalistas y fotógrafos de naturaleza, o mejor dicho aún, cuál es la apreciación que muchos naturalistas tienen de los fotógrafos de fauna, al menos por donde yo me muevo. Aquel hecho, ya lejano en el tiempo, no me parecería más que una lamentable y triste anécdota sino fuera porque intermitentemente hay gente que me expresa, más o menos dogmáticamente, el convencimiento de que numerosos fotógrafos de fauna constituyen una molestia real para los animales que fotografían, lo que me lleva a plantearme qué hay de cierto en esto y qué hay de exageración.


Obviamente, hay fotógrafos a los que no les supone mucho desasosiego obtener la foto deseada aunque para ello se vean en la coyuntura de incordiar seriamente al ejemplar a fotografiar; yo no los conozco, pero sería absurdo negarlo, igual que lo sería en el caso de algunos naturalistas y ornitólogos con un comportamiento ético también un poco laxo y relajado; podríamos muy bien aquí aplicar aquellos dos dichos populares de que "en todos los sitios cuecen habas" o de que "quien esté libre de pecado que tire la primera piedra". Pero volvamos a los fotógrafos, que es a quienes se nos juzga. Aunque parece lógico pensar que algunos de esos fotógrafos son plenamente conscientes de su falta de ética, la creencia generalizada entre algunos que se arrogan para sí el sello de "naturalistas" y la solemnidad de "verdaderos amantes de la naturaleza" de que esa falta de escrúpulos es algo normal entre nosotros peca, sin duda, de exagerada, pero sobre todo de injusta. Lo más probable es que si un fotógrafo de fauna actúa de un modo inadecuado, esto sea fruto de su ignorancia o falta de experiencia. Estaremos todos de acuerdo en que esto tampoco disculpa una mala praxis a la hora de trabajar con animales, pero también estaréis conmigo en que cuando reviste mayor gravedad el hecho en sí de hacer las cosas mal es cuando se es consciente de ello, pues mientras que en el caso de hacerlas por ignorancia será suficiente con ganar experiencia y adquirir la capacidad técnica necesaria para no volver a incurrir en errores, independientemente de si trata de un fotógrafo o de un naturalista, en el otro supuesto lo que hay que cambiar es la actitud del desaprensivo; y eso sí que es bastante más complejo. Sea como fuere, está claro que ambas situaciones deben ser evitadas, pues las posibles consecuencias para el animal son al final las mismas, se hayan producido con conocimiento de causa o sin él.


¿La proporción de colegas con malas prácticas es importante o despreciable dentro del total del colectivo de fotógrafos de fauna, relevante o intrascendente, mayoritaria o minoritaria? ¿Y en qué proporción de esos casos, además, es el resultado de la ignorancia e inexperiencia, o de esa falta de escrúpulos y ética a la que aludíamos antes y que se nos otorga a la mayoría? No lo sabemos. Y no lo sabemos ni nosotros ni los compañeros naturalistas que generalizan con elocuencia las críticas al conjunto del colectivo. Mi experiencia me hace pensar que los fotógrafos de fauna son mayoritariamente apasionados por la naturaleza que buscan plasmar su pasión, la belleza del mundo natural y los momentos vividos en contacto con ella en sus imágenes. Nada que a priori haga pensar que anteponemos la obtención de la fotografía a la tranquilidad de las especies fotografiadas. Por ello, pienso que sentenciar que esta supuesta relajación ética es algo relativamente habitual en nuestro gremio resulta ser muy atrevido, inquisitorio y, como decía más arriba, injusto, pues parece partir de meros prejuicios.

Quizás esa distinción que flota en el ambiente entre "naturalistas" y "fotógrafos de fauna" no tenga sentido en la mayoría de los casos. Yo mismo soy y me considero ante todo naturalista y desde mucho tiempo antes de poderme llamar fotógrafo, pero es algo que, además, no tiene ninguna relevancia, lo que vuelve inoportuno por parte de algunos naturalistas el hecho de secuestrar para sí tal etiqueta, ninguneando la pasión que todos los fotógrafos de fauna también sentimos por el mundo natural; como si fueran más nobles y loables sus intenciones de simple observador que las de aquellos que buscamos traernos además una instantánea de regreso a casa; como si su actividad fuera pura y desinteresada y la nuestra mercantilista y egoísta; como si el deseo de traernos una foto no pudiera ser pareja a la pasión por la propia observación de la fauna fotografiada.



Sin embargo, aquí todos somos auténticos amantes de la fauna. Sus intereses son los mismos que los nuestros -como ya expresara en el post Fotografía y conservación-, y su pasión por la naturaleza es exactamente la misma que la nuestra, o si lo prefieres: nuestra pasión por la naturaleza es tan grande como la suya. En definitiva, que todos somos miembros de un mismo colectivo, unos con prismáticos y telescopios, otros con prismáticos y teleobjetivos.

Ahora bien, dicho esto, hay que dejar claro que es obligación de los fotógrafos hacer las cosas bien, con responsabilidad y cautela, dando prioridad siempre el principio de precaución y ajustando nuestros métodos de trabajo al menos al decálogo de AEFONA, sino siendo más estrictos y conservadores aún. Comprometernos con el total respeto a la naturaleza debe suponer siempre el punto de partida de cualquier actividad humana, entre las que se encuentran, por supuesto, la fotografía de animales salvajes, y como dice esta misma asociación "... con el ánimo de ser un ejemplo de integridad y comportamiento, especialmente para las nuevas generaciones de fotógrafos", o dicho de otra manera: mantener en todos nuestros trabajos una ética escrupulosa y además hacer que ello sea de conocimiento público (¿recordáis el dicho aquel de que "no solo hay que ser bueno, sino además parecerlo"?, pues eso, que nosotros además de hacer las cosas correctamente debemos demostrarlo -pienso que por desgracia, dicho sea de paso-).


La fotografía de fauna puede ser realmente dura y sacrificada. No sería posible obtener grandes y estéticas imágenes de animales en estado salvaje que remuevan conciencias, que eduquen, si nuestra pasión por ellos no fuera muy superior a la propia afición a la fotografía. Y los resultados llegan solo tras mucho tiempo de patear por el campo observando el comportamiento animal con los prismáticos colgados del cuello, y tras largas horas dentro del hide, frías a veces, en ocasiones asfixiantes, o tumbados a ras del suelo con los riñones y el cuello maltratados, madrugando mucho más que en una jornada laboral, conduciendo en ocasiones durante horas para estar en el hide antes incluso de amanecer, o dando largas caminatas cargados con el equipo, restando tiempo de la familia y de otras aficiones. Todos estos sacrificios no son precisamente ningún aliciente para quien no sienta verdadero amor por la vida silvestre. Si esto, que es un hecho incuestionable, lo admitimos todos, entonces también todos sabremos que caminamos juntos para conseguir un mismo y único fin, la conservación y protección de la misma. Aprendamos entonces unos de otros, para hacer todos las cosas de un modo correcto.


Y quizás así, un día, aquel naturalista entusiasta vea con su telescopio un hide cerca de una colonia de abejarucos o junto a la orilla de un río a treinta metros de unos cormoranes solazándose y no tenga el arranque instintivo de llamar a las autoridades para que lo sancionen y lo levanten de aquel paraje tranquilo, a donde habrá llegado quizás tras muchos kilómetros de conducción, en donde habrá montado su escondite de tela amparado por la oscuridad de la noche, y se habrá sentado a esperar durante un montón de tiempo para realizar esas fotos fantásticas que luego, irónicamente, quizás preste altruístamente a alguna asociación conservacionista para luchar por la defensa y protección de la vida salvaje; asociación a la que, de nuevo quizás, ese delator bienintencionado pero ignorante, pertenezca, y quién sabe sino también el propio fotógrafo. Y también quizás así, un día, ese mismo naturalista entusiasta en vez de cabrearse por lo que él considera una molestia para la fauna (no así esta, que se presta inconsciente a la sesión fotográfica sin saberlo si quiera frente a un arbusto extraño en el que de vez en cuando suena un click repetitivo) sienta sana envidia al comprender que el esfuerzo de aquel fotógrafo le está deparando unas vivencias que ya quisiera él para sí mismo, del martín pescador peinando sus plumas a seis o siete metros de distancia. Y desde el interior del hide a su vez, el fotógrafo observará también con envidia sana al naturalista, al que verá disfrutar de un paseo maravilloso, cómodo y fructífero con sus prismáticos colgados del cuello, entre praderas y bosquecillos de ribera, mientras él permanece encerrado en su cárcel de tela con la espalda o el cuello doloridos.