Vivir es un tránsito, un camino en donde todos somos nómadas. Que la travesía merezca la pena, depende de ti.
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1 de febrero de 2024

La silueta

En mi última entrada de enero hacía un recordatorio de lo que ganarían en calidad las fotos de aquel atardecer maravilloso si una figura animal se hubiera recortado en el horizonte encendido. La fortuna no quiso complacerme entonces, pero me compensó tiempo después, con otras luces y, esta vez sí, con la silueta de una cierva (Cervus elaphus) perfilada en el horizonte. Apenas asomó unos segundos en aquel punto de la ladera, emergió de la nada, dio unos bocados a las herbáceas que habría por el suelo y desapareció en el negro de la ladera. Me permitió componer rápidamente un encuadre y disparar. Y ya está, se acabó. Al menos el azar se puso de mi lado esta vez por unos instantes fugaces y, levantando la cabeza, me permitió siluetearla con una pose bonita, distinta a la habitual mientras pastan, con la cabeza agachada. Sus grandes orejotas, su hocico, su cuerpo esbelto y sus cuatro patas se recortan contra un cielo "panza-burro" (blanco zaino que me decía otro fotógrafo de fauna) que, medio a contraluz, contrasta lo suficiente para sacarle algo de partido en blanco y negro. Un ciervito macho a su lado con una cuerna guapa hubiera estado muy bien, o uno de esos cielos incendiados.

No pudo ser, pero no pasa nada, esta me satisfizo igualmente y con eso me quedo, pues estar allí viendo esta escena ya constituyó suficiente premio para mí. Al fin y al cabo, la vida natural está repleta de instantes así, y yo tuve la fortuna de formar parte de uno de ellos. ¿Se puede pedir algo más? Sinceramente, yo creo que no. 



22 de noviembre de 2023

A contracorriente

Eso es lo que se me venía a la mente cuando, quemando kilómetros con nuestra furgoneta hacia el Gran Norte, veíamos los bandos de grullas volar en dirección contraria. Sí, ya sé que generalmente se viaja al norte cuando los días son más largos, las temperaturas más suaves y la fauna está ocupada sacando a su descendencia anual. Hasta las grullas lo saben, y eso que tienen el cerebro bastante más pequeño que el mío. Primavera y comienzos de verano constituyen la época más adecuada para nomadear más allá del Circulo Polar Ártico, y no el mes de octubre. Peeero ... ... cuando no se puede, no se puede, y además es ...

Pues eso, vosotros mismos habéis terminado la frase: "imposible".

Noruega y Suecia se nos resistían desde el trágico 2020, cuando un confinamiento, hoy ya olvidado por la sociedad, nos truncó la experiencia de subir a dichos países escandinavos. 2021 tampoco iba a ser mejor año para hacerlo, pues las fronteras aún se cerraban intermitentemente debido a los temibles rebrotes, pudiendo suceder que nos dejaran encerrados en algún país durante semanas. ¡Y será por fronteras!, seis hay que cruzar, y no solo de ida, que hay que regresar también. Era, pues, arriesgado viajar hasta allí en el corto espacio de tiempo de unas vacaciones y pretender tener la seguridad de que el primer día de trabajo tras el supuesto regreso se iba a estar de verdad en el puesto de trabajo. En 2022 no se pudo porque no se pudo, así de sencillo, así que este año 2023 no nos preocupó demasiado ni el precio del combustible, ni las pocas horas de luz, ni las bajas temperaturas, ni que la fauna estuviera escapando de allí, bajándose al sur a favor de la corriente con sus pequeños cerebros, o dispersándose por los océanos de medio mundo desde sus colonias de cría en los acantilados costeros. Octubre iba a ser el mes, sí o sí. Y todo esto iba a ser así porque octubre nos regalaba algo con lo que nunca habíamos contado en nuestro periplo soñado originalmente al Gran Norte: podríamos ver los cielos del Ártico encendidos en llamas. La decisión estaba tomada, sería esta la oportunidad definitiva de dejar zanjados tres largos años de espera.

La primera escala sería en Dinamarca, solo para desentumecer los músculos después de tres días y medio de conducción. Bueno, solo para eso y para comenzar a llenar las tarjetas de memoria. Objetivo primero: los ciervos rojos (Cervus elaphus sp.) -que deberían estar en plena berrea- y los gamos (Dama dama) -con su particular ronca- que pueblan los espacios boscosos de algunos parques del país. Estos enclaves rodeados de ciudades y urbanizaciones son áreas de esparcimiento habitual de muchos daneses, por lo que los cérvidos están habituados a la presencia de la gente desde hace generaciones sin que se los tiroteé, lo que facilita enormemente su observación y, por supuesto, su fotografía. Nosotros nos acercaremos primero a Hindsgavl en la isla de Fionia, y después a Jægersborg, en la de Selandia. Poder cargar con el equipo por fin y pasear por sus pistas y caminos entre descomunales robles y hayas tras estos animales es todo un privilegio, y observarlos sin que huyan despavoridos ante nuestra presencia, como si fuéramos la mismísima encarnación del diablo, como sucede en nuestro país, supone, además, un disfrute increíble para cualquier amante de la fauna.


Que es un ciervo rojo del norte de Europa es algo que se ve a le legua viendo las dos imágenes superiores, ya que en nuestra piel de toro no resulta creíble que sobreviva suficiente tiempo uno de nuestros ciervos como para llegar a tener 24 puntas. Solo si son custodiados en alguna finca privada de caza intensiva para alcanzar trofeos más prestigiosos, o si permanecen reservados para personalidades especialmente importantes (la vida de una criatura relegada a una mera cuestión de márketing) seríamos capaces de encontrar ejemplares con unas defensas así de desarrolladas. Que un bicho de estos te mire así con ese candelabro de muchos kilos encima y esos ojos enormes que no te pierden de vista es algo que alucina. Con el robledal como telón de fondo, este animal y los dos colegas que le acompañaban en el interior del bosque no se fiaban demasiado de nuestra presencia. No nos perdieron ojo. Ni ojo ... ni pabellones auditivos, porque hay que ver cómo los desplegaban para no perder detalle de nuestras evoluciones.

Que la caza, mal llamada deportiva, es en sí misma una actividad que me supera es algo obvio por muchos motivos ya mencionados aquí en otras ocasiones. Y este que trasciende en estas imágenes es uno de ellos: no se pueden mantener los hipotéticos beneficios ecológicos de la actividad cinegética cuando lo que se practica realmente es una involución de las especies de caza mayor: se eliminan los sujetos más fuertes y desarrollados, llevando a cabo exactamente todo lo contrario de lo que la teoría de la evolución hace con la selección natural. Hastía escuchar cansinamente lo necesario que resulta para los ecosistemas eso de "matar por diversión", cuando la realidad lo desmiente constantemente, siendo este otro magnífico ejemplo de ello. ¡Basta ya de vendernos la moto, hombre! Matar los ejemplares más capacitados para engendrar la siguiente generación es rotundamente negativo para las especies, lo mires como lo mires.


El ciervo rojo es un herbívoro ampliamente distribuido por todo el hemisferio norte. Se conocen de él numerosas subespecies, pero los autores no se ponen de acuerdo en el número real que hay de ellas, oscilando entre la docena y casi treinta. Esto no debe sorprendernos, dado que en la actualidad estamos siendo testigos de una pequeña gran revolución en la sistemática debido a los avances en genética aplicada, mucho más exacta y realista que las antiguas y obsoletas fórmulas diferenciadoras de especies, subespecies y poblaciones que se basaban en aspectos casi exclusivamente morfológicos. Tal es así, que en los próximos años seguiremos siendo testigos de numerosos reclasificaciones taxonómicas, lo que representará implicaciones directas, no solo en el propio conocimiento de la realidad filogenética de las especies, sino también incluso en la conservación de los seres vivos que pueblan la Tierra. Imaginemos, por ejemplo, cómo podría afectar a la recuperación de la población aislada de un animal el que este dejase de ser considerado en un momento dado como subespecie, si dicho animal estuviese en ese momento dado catalogado como en Peligro Crítico de Extinción: simplemente desaparecerían todos los recursos humanos y económicos destinados a su conservación si fuese integrado en otra subespecie o en la especie nominal, y si esta no tuviese la misma catalogación en los países o regiones donde aún habitase. O imaginemos un supuesto en el que ocurriera todo lo contrario, que una población animal aislada y adscrita a otra subespecie o a la especie nominal fuera extraída de allí y fuera catalogada repentinamente como subespecie o especie y con una población muy reducida y en clara regresión; se implementarían ipso facto medidas urgentes para su conservación desde ámbitos públicos y privados. 

Sin duda alguna, la realidad genética de las especies y sus parentescos, así como las implicaciones que ello tiene en la conservación de las mismas es un tema realmente apasionante y que dará mucho que hablar en los próximos años.

Regresando al ciervo rojo, hay en la actualidad un amplio debate incluso de si el icónico wapiti (Cervus canadensis), habitante de Asia Central y Norteamérica, es una especie diferente del ciervo rojo o no, relegándolo por algunos genetistas a la categoría de subespecie, como Cervus elaphus canadensis


Por su parte, las poblaciones ibéricas pertenecen a la subespecie Cervus elaphus hispanicus, no presentando la corpulencia de sus parientes del centro y norte de Europa, ni tampoco el desarrollo de su cornamenta, sensiblemente menor en los nuestros (muy a pesar de los chicos del gatillo). Y como no podía ser de otra manera, ello ha llevado en más de una ocasión al irresponsable manejo cinegético de algunas poblaciones de ciervo en la península ibérica que ha provocando un impacto negativo en la conservación de este herbívoro como consecuencia de la introgresión genética que se está llevando a cabo mediante la introducción de ejemplares de dichas subespecies centroeuropeas -principalmente de Cervus elaphus hyppelaphus-, más corpulentas y con cornamentas más desarrolladas, o mediante la llegada de material genético (semen) con fines reproductores. Estos animales foráneos están siendo traslocados a nuestro país con el fin de hibridarlos con los autóctonos y aumentar así el tamaño de lo que ellos llaman "trofeos", aunque ello implique la contaminación y degradación genética de la subespecie hispanicus. Las cercas cinegéticas y su consecuente fragmentación de las poblaciones, la desproporción de sexos y la continuada selección artificial de los reproductores acentúan, además, la pérdida de variabilidad genética de nuestra subespecie. Otro ejemplo más de las "bondades" ecológicas del gatillo y la mira telescópica, y de la lamentable corresponsabilidad de nuestras administraciones que permiten este modelo de gestión de las especies cinegéticas. 

Con un otoño que aún no asomaba el hocico por ningún sitio, el señor del bosque descansa tras semanas de intenso ajetreo. Con el celo en gran medida pasado (o muy flojo, ¡a saber!) nos tenemos que conformar con fotografiar a estas maravillosas criaturas en actitudes cotidianas, sin poder inmortalizar esos rituales que todos hemos grabado en nuestras retinas cientos de veces: berridos con la cabeza echada para atrás, esas peleas a empellones, o esas montas fugaces. No me quejo, hombre, el disparador no para de hacer click y los gigas se acumulan.

Así, inmortalizamos cómo algún semental lame solícito y con ternura la cara de varias de las hembras de su harén.


O cómo los grandes machos pasean tranquilos e indolentes en las proximidades de sus harenes, mientras que los ejemplares de edades y corpulencia inferior aún andan midiéndose las fuerzas, no se sabe muy bien si como entrenamiento quizás para el futuro, o para descargar las tensiones propias del inevitable estrés que provoca una época de celo en la que ellos son relegados a un segundo plano por los grandes sementales, que son los que al final acaparan todas las hembras.



Y también podemos observar y fotografiar cómo olfatean las feromonas femeninas que flotan en el aire con su órgano vomeronasal o de jacobson, con el que "huelen" el estado de receptividad de las ciervas. No se trata de un órgano olfatorio como tal (pituitaria, nervios olfatorios, etc), sino de uno asociado a dicho sentido localizado en el hueso vomer situado en la parte inferior de la cavidad nasal, sobre el paladar. Este órgano cuenta con células receptoras de ciertos compuestos químicos, como las feromonas. Todos hemos visto a las serpientes sacando y metiendo sus lenguas para "oler" a sus presas; pues bien, lo que están haciendo es impregnar sus lenguas de esas sustancias químicas que flotan en el aire e introducirlas en su boca hasta ponerlas en contacto con su órgano vomeronasal en el paladar. Gran parte de los mamíferos cuentan con dicho órgano, incluidos nosotros mismos, aunque aún existe controversia al respecto de su funcionalidad en humanos, siendo considerado por algunos autores como un órgano meramente vestigial, heredado de nuestros ancestros y hoy en día sin funcionalidad alguna, mientras que otros aseguran que en humanos adultos provoca respuestas conductuales concretas. Bueno, el caso es que algunos animales mejoran la captación de las feromonas levantando los labios superiores, en lo que se conoce como "reflejo de Flehmen", que consiste en el levantamiento y retracción del labio superior. ¿Quién no ha visto en algún documental a caballos o leones regalándonos estas muecas?  




El bicharraco permanece tumbado sobre la hierba en un claro del bosque; me mira de vez en cuando mientras yo realizo una aproximación más que lenta, como distraído, mirando siempre para otro lado, zigzageando en oblicuo. No quiero que piense que él es el centro de mi atención. La luz es escasa pero buena para evitar los contrastados claroscuros al borde del robledal. Está tranquilo. Y si él lo está yo también. 

Parece descansar tras haber cumplido con su obligación. Habrá cubierto a unas cuantas ciervas en estas últimas semanas, y aún tendrá que cubrir algunas más los próximos días. Un año más habrá ayudado a perpetuar la especie.

25 de abril de 2021

Siempre Gredos, II

Para muchos asiduos de esta sierra, Gredos y Béjar es solamente montaña, un lugar donde desarrollar algunas actividades deportivas, como la escalada, el montañismo, el senderismo o el esquí de travesía. Un lugar extenso al que regresar cada fin de semana para crecer como deportista en alguna o en todas esas disciplinas deportivas. Durante un tiempo yo también pude parecer uno más de aquellos locos fanáticos que salían a la sierra a vivaquear cada viernes o sábado, en invierno y en verano, y que regresaba a la ciudad el domingo con las pilas cargadas tras dos o tres jornadas intensas en la nieve o en la roca. 





Aquellas viejas, viejísimas diapositivas, descoloridas y llenas de grano, penosamente faltas de definición, son ahora recuerdos preciados e imborrables de aquellos años frenéticos y radicales. A diferencia de todos mis compañeros, para mí "La Montaña", con mayúsculas, no fue solo el terreno de juego donde realizar aquellas actividades con las que necesitábamos doparnos cada semana, era mucho más. A ella había llegado para observar las criaturas salvajes que vivían en las alturas, sus ecosistemas y el conjunto del entorno. Y me quedé.

Me quedé enganchado a ella sin ya poderme bajar. Ahora observaba en ella, in situ, las huellas geológicas que delataban el glaciarismo que dieron forma a estas sierras, su vegetación, su clima y, ¡cómo no!, la fauna que ella habitaba, sus rebecos, su cabras, sus aves rupícuolas, sus reptiles, ... Desde el principio para mí la montaña siempre fue un compendio de valores que iba infinitamente mucho más allá de la mera actividad deportiva o física. Vi vida.





Así pues, el Gredos donde yo crecí siempre fue -y será- mucho más que las actividades que pudiera desarrollar en sus laderas, valles o cumbres. Siempre fue y será mucho más que la casa libre donde me formé como montañero y quiero pensar que como alpinista. Siempre fue y será, simple y sencillamente, naturaleza en estado puro, y una desbordante vida salvaje por descubrir. Es, en sí misma, plenitud para todo aquel que desee recorrerla igual que se recorren las páginas de un libro: aprendiendo, sin olvidarse de ninguna faceta. Y más aún desde una mentalidad naturalística, como gentes de un nuevo renacimiento. Todas las montañas, y también Gredos, son mucho más que bosques, roquedos, hondas gargantas o mares de piornos hasta donde abarca la vista. Tras años disfrutando de su vida salvaje mientras pateaba los lugares más emblemáticos del macizo, gateaba por sus paredes de granito o escalaba por algunos de sus corredores más clásicos, un chip cambió en mi cabeza y cobró, de nuevo, más importancia el conocimiento de la vida íntima y salvaje del lugar que mi propio paso por él.

Volví a mis orígenes.

Gredos infinito. Pura vida.






Conocer Gredos no es recorrer y visitar sus principales lagunas o circos, que también, hay que conocerlo todo, claro. Conocer Gredos es mucho más que eso, es caminar por todos esos senderos que nunca antes habíamos pisado porque no van a ningún sitio emblemático. Sendas que transitan a media ladera, por lugares olvidados y perdidos. Que unen vallejadas sin importancia, minúsculos reductos glaciares alejados de todo, praderías a las que solo se acercan las vacas, descolgadas a media altura. Es descender por cuerdas que siempre pillan a "desmano" de todos los lugares, o ascender por esa ladera cubierta de piornales infinitos que pareciera no tener ningún acceso.

Conocer Gredos no es traerte para casa fotos de las principales cumbres, ni siquiera de las más difíciles. Es llegar a donde solo llega el ganado en verano, y el vaquero cuando toca recogerlas al llegar el mal tiempo. Es abrir las portezuelas de madera de las decenas de cabañas que se encuentran repartidas por el monte, muchas de ellas parecieran perdidas. Es caminar por caminar. Es improvisar en el momento. Es decidir el camino a seguir según nuestra curiosidad nos empuja, aquí y ahora. Es deambular sin rumbo fijo, investigando líneas de hitos que te sumergen en mares verdes de vegetación que parecieran no poderse atravesar, o en laderas desconocidas en mitad de ninguna parte.






Gredos es el cambio de estaciones que te hace vivir montañas distintas en invierno con nieve o el resto del año sin ella. Un lugar deja de ser el mismo lugar.




Pero es también y sobre todo una pletórica vida salvaje que bulle por doquier. A muchas de estas criaturas, generalmente a las de pluma, las podremos ver con facilidad, volando entre las ramas de árboles o arbustos, o sobre nuestras cabezas. Aves pequeñas y grandes que nos llamarán la atención y nos será más o menos sencillo poderlas identificar.

Pero hay otros habitantes de la montaña que se ocultan y a los que habrá que descubrir aprendiendo a leer en el suelo. Estos otros seres no se suelen dejar ver, pero, a cambio, nos dejan pistas para que sepamos de su existencia y sigamos sus andanzas. Como en un libro, el suelo que pisamos se transforma como por arte de magia en una hoja de papel escrito en la que podemos interpretar las firmas de multitud de animales que viven y mueren en la montaña. Por ejemplo, esos pequeños micromamíferos que a saltitos o caminando van dejando sus pequeños rastros; musarañas, ratones y lirones.



O esas perdices que dejan sus pisadas en la nieve mientras "apeonan" y que, de repente, desaparece el rastro porque han levantado el vuelo. O incluso cuando en su rápido aleteo rozan la superficie de una roca dejando la impresión de sus plumas en la nieve que la cubre.


O esos ungulados que pasan desapercibidos durante el día y que, exceptuando la cabra montés cuya excepción confirma la norma de no dejarse ver, deambulan por la sierra generalmente de noche. Son numerosos los peligros que los acechan y es mejor pasar desapercibidos.









Y cómo no, los depredadores, que infunden temor en la fauna sobre la que depredan y la obligan a moverse con sigilo en un juego del gato y el ratón, ancestral e inacabable; depredadores tan imprescindibles para mantener el ecosistema equilibrado como perseguidos y odiados por el hombre inculto (o simplemente egoísta) que nunca entenderá (o le dará igual) que su función es simplemente vital en la naturaleza. Desde la más pequeña comadreja hasta el superdepredador por excelencia de nuestra geografía, el lobo, pueden dejarnos sus marcas para que sepamos de su existencia. Felinos, mustélidos, vivérridos y cánidos campan por Gredos más o menos a sus anchas, escondiéndose no solo de sus presas para poderlas dar caza, sino también de nosotros. No siempre será sencillo identificarlos, a veces incluso nos confundirán los perros y gatos domésticos que también deambulan libres por el monte, pero con paciencia y atención acabaremos descubriendo muchos secretos de la vida salvaje de estas montañas.











El regreso del lobo al Sistema Central no puede más que alegrarnos. Esperamos que su control sobre el exceso de cabras monteses evite que se alcancen en Gredos los problemas que ha provocado su sobrepoblación en Guadarrama, por ejemplo. El control de epizootías que puedan afectar al ganado doméstico solo es posible con poblaciones saludables de herbívoros silvestres, y esto a su vez solo es posible si un animal controla esas poblaciones. Y ese animal solo puede ser uno, el lobo. Pretender que el hombre pueda alguna vez sustituir los servicios ecosistémicos que proporcionan los depredadores mediante la caza es, sencillamente, de una prepotencia e ignorancia infinita.

La sierra de Gredos hoy en día está un poco más completa con el regreso a sus gargantas del gran depredador, aunque se antoja ya imposible que el ecosistema gredense recupere todo el esplendor del pasado, dado que una pieza fundamental del ecosistema no parece que, hoy por hoy, pueda volver a medrar en sus ladras: el oso. La vieja mano del último oso cazado en Gredos hace más de cuatro siglos, que permanece clavada en la puerta de la iglesia de Navacepeda de Tormes, seguirá siendo un mudo recuerdo de la inconsciencia del hombre y de la nefasta influencia que tiene sobre la naturaleza.

Aún así, la vida salvaje bulle en estas montañas, y caminar por ellas mirando atento al suelo, a sus laderas y al cielo no puede entenderse más que como un ejercicio de aprendizaje y de humildad ante las grandes montañas.