Vivir es un tránsito, un camino en donde todos somos nómadas. Que la travesía merezca la pena, depende de ti.
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1 de enero de 2023

Nuevos propósitos

Hoy es por fin 1 de enero de 2023. Atrás ha quedado otro año gastado y viejo, otro espacio de tiempo perdido, otro intervalo horríbilis, una vez más. 365 días penosos, donde, por poner solo unas pinceladas, los tambores de guerra han vuelto a redoblar en la vieja Europa, donde las mujeres afganas son anuladas e invisibilizadas cada día un poco más, donde en la antigua Persia se reprime a disparos, con la cárcel o la horca a un pueblo que solo exige un poco de libertad e igualdad para las mujeres, donde los movimientos neofascistas se hacen fuertes una vez más a nuestro alrededor, al mismo tiempo que aumentan el racismo y demasiadas fobias. Y si nos miramos el ombligo, en nuestro último diciembre hemos batido récords de mujeres asesinadas en España. 2022 no ha sido un año bueno, no. Como tampoco lo fue el 21 o el 20. Y como tampoco lo fueron los anteriores. Porque si hurgamos un poco en nuestros recuerdos, si rascamos en ellos, casi podríamos decir que cada año que pasa es en realidad un poco peor que el anterior. 

Pero la humanidad comienza 2023 cargada de buenos y grandes propósitos que, sabemos, no vamos a cumplir. Y no me refiero a ir por fin al gimnasio, o ponernos definitivamente con esas clases de inglés que siempre hemos ido posponiendo. No. No me refiero a esas superficialidades que cada nuevo 1 de enero escuchamos a unos y a otros en nuestros acomodados países occidentales, en esos mismos civilizados estados donde la democracia perfecta podría parecernos que campa a sus anchas (lo que, no solamente es falso, sino que nos vuelve peligrosamente, más que en sumisos y condescendientes ciudadanos, en ignorantes intencionados, en cazurros con conocimiento de causa). No, tampoco me refiero a todo eso. Todos nos deseamos un próximo año lleno de felicidad, en el que nuestros sueños, deseos y esperanzas de amor y paz en el mundo se cumplan, además de, ya de paso, algunos caprichos personales que aún nos podemos permitir algunos privilegiados con mayor o menor esfuerzo; ese viaje, esa casita sin hipoteca, ese cochecito nuevo, ese ...

Mientras oímos hasta aburrirnos todos esos buenos propósitos para 2023, a unos pocos la riqueza les rebosa de los bolsillos a costa de la miseria de la inmensa mayoría; y a costa del planeta, of course. Mientras a unos países se nos caducan las vacunas, a otros no les llegan. Mientras unos nos formamos intensamente en excelsas universidades para asegurarnos un futuro que seguro llegará, a muchas mujeres sin él se les prohibe la educación más elemental, impidiéndolas que algún día puedan alcanzarlo, robándoselo pues. Mientras nosotros vivimos con entusiasmo, viajando, visitando países y lugares, otras mujeres ven el minúsculo mundo que les rodea desde el interior del burka, y cuántos desde la borda de una patera. Mientras muchos de nosotros reímos, continúan muriendo demasiadas mujeres en silencio a manos de hombres cobardes y despreciables. Mientras nosotros disfrutamos de las fiestas y los amigos, de las luces navideñas y sus comidas en familia, otros aguantan en los refugios subterráneos las bombas y los drones kamikazes, con los varones en el frente. El mundo está lleno de egoísmo, de ansias de poder, de obsesión por la riqueza, de misogínea, de política de mierda, y de políticos narcisistas y arrogantes, sordos y ciegos al sufrimiento de sus ciudadanos y vendidos al poder económico; ¡cuántos pantalones bajados hay en la política! El planeta, así, está abocado al desastre. Y el desastre ya está aquí, empieza a ser patente, pero nuestra miopía que solo nos deja ver a muy corto plazo no nos deja comprender que empieza a ser irreversible. ¿Qué mundo dejamos a nuestros hijos? ¿y qué mundo verán nuestros nietos?

No, no hay buenos propósitos donde tiene que haberlos, allí, en lo alto de la pirámide. De allí solo nos llegan muchas palabras vacías que nos creemos los inocentes que dormimos en los peldaños de abajo. 2023 será como 2022, no lo dudéis. Y como 2021, y el anterior, y el anterior. Y todos los anteriores.

Si no peor, claro.

Todavía me acuerdo de que tras la pandemia saldríamos mejores. Eso se decía una y otra vez, y mirar dónde estamos ahora, apenas solo unos meses después de alcanzar definitivamente la antigua normalidad. Ya nos hemos olvidado de todo.

¡Y tan rápido!









29 de noviembre de 2021

Erosión eternamente fugaz

Que el tiempo es relativo ya lo sabemos todos. Lo que para nosotros es una vida laaaarga cuando pensamos en algunos seres vivos, para otras criaturas o sucesos de la naturaleza pudiera ser sencillamente un instante efímero.

¿Por qué digo esto? Porque ayer, caminando por una garganta de Gredos, un buen amigo me enseñaba rincones donde la erosión va rebañando poco a poco algunos taludes fluviales, arañando piedra a piedra, desmoronando tierra y dejando en precario equilibrio algunas rocas de gran tamaño. Me señalaba los cambios ocurridos en el trazado de las sendas porque la erosión se había merendado un tramo de las mismas, así como restos de antiguas vallas de piedra que el tiempo y el desgaste han acabado precipitando a los tumultuosos ríos de montaña. En un momento dado me llevó hasta un tramo del camino, hoy en desuso, donde un bloque enorme permanecía suspendido sobre el cauce de un arroyo, en un delicado equilibrio que nos haría pensar a todos que en cualquier momento se iba a precipitar hasta el lecho del mismo, bastantes metros más abajo. Eso mismo pensé yo y así se lo expresé, a lo que él me contestó que ese bloque seguía exactamente igual desde 2005, cuando él lo vio en la misma posición por primera vez. Increíble. 

O no tanto, pensé yo de pronto.

Porque aquello me recordó al instante una anécdota que nos puede describir fielmente la lentitud con que algunas veces se producen los procesos erosivos en la naturaleza, y, por extrapolación, lo relativo del tiempo. El mítico fotógrafo de montaña Galen Rowell fotografió en 1975 un grupo de porteadores pakistaníes caminando a lo largo de un abrupto sendero cortado a pico sobre un terreno absolutamente descompuesto que se precipitaba sobre las rugientes aguas opacas del río Braldu, en plena cordillera del Karakorum. Es una fotografía que yo pude ver y disfrutar en varias publicaciones a finales de los 90. Y sí, se me quedó grabada en la cabeza para siempre. Imposible no imaginarme a mí mismo caminando por aquellos desolados y paupérrimos parajes rotos donde la historia del alpinismo mundial escribió grandes e inolvidables páginas, enormes gestas de irrepetibles alpinistas en montañas que parecieran existir solo en nuestros sueños. Cada punto del recorrido a lo más profundo y salvaje del Karakorum me lo conocía al dedillo muchos años antes, incluso, de llegar a Askole, la minúscula aldea a partir de la cual ya no se podía avanzar más sino era caminando.

El caso es que 26 años después de que Galen Rowell tomara aquella fotografía, yo iniciaba junto a dos compañeros el mismo recorrido; y en mi mente seguía grabada aquella foto. A cada recodo del camino, en los lugares más abruptos, escudriñaba el sendero hasta que localicé el mismo recoveco inmortalizado por aquel genio de la fotografía. No me lo podía creer y, de hecho, hasta no estar de regreso en mi hogar no estuve convencido de haber dado con aquel rincón exacto. Junto con las imágenes de los grandes ochomiles que había fotografiado estaba casi ofuscado por la foto de aquel recodo que parecía desmoronarse por momentos. Y cuando tuve por fin la diapositiva en mi despacho sobre una mesa de luz y la pude observar detenidamente con una lupa cuentahilos no daba crédito a lo que veía. "Luces de montaña" al lado, abierto por la página 148, ya mostraba entonces muchas de las piedras que aparecerían en mi transparencia de 35 mm casi tres décadas más tarde.

Yo miraba una y otra imagen y no podía más que sorprenderme al comprobar que un número realmente elevado de piedras de pequeño y mediano tamaño siguieran tantos años después aguantando sujetas por una mísera capa de tierra y arena que parecía deshacerse entre las manos. Poco había cambiado en aquel tiempo transcurrido ese tramo del sendero. Muy poco.

Podéis comprobarlo por vosotros mismos buscando detenidamente las coincidencias en el foto-montaje superior, aunque no soy tan malo y, pensando en los que ya sufráis de vista cansada y en los impacientes, os ahorraré el suplicio dejándoos parte del trabajo hecho en la imagen de debajo, donde podemos ver de un simple vistazo la importante cantidad de piedras que todavía se aferraban al abismo, inmutables en el tiempo, cuando yo tuve la fortuna de caminar por aquellos mismos lugares.

Viendo esto parece evidente que el tiempo en la naturaleza y en la vida se vuelve relativo, y que nuestro parecer al respecto solo puede ser considerado como subjetivo. Nosotros, al final, nos tenemos que reconocer como unos seres con vidas incuestionablemente cortas en medio de una naturaleza y un tiempo eternos. ¿En realidad se desmoronan rápidamente las laderas como de azúcar que dominan las orillas del río Braldu?, ¿o, por el contrario, lo hacen lentamente? Pues depende de los ojos con los que lo observemos. Quizás la respuesta sea que su tiempo es, sencillamente, a la vez eterno y fugaz.

4 de septiembre de 2021

Infancias robadas

Aparco por un momento los derroteros por los que este diario me arrastra y me quedo clavado mirando unas viejas diapositivas cuyos protagonistas me reclaman poderosamente la atención. Las sensaciones que tengo al verlas son de profunda tristeza. En ellas veo a los niños de una remota aldea perdida en el Karakorum sujetando sus viejas tablillas de madera, que hacían las veces de las pizarras de piedra que nuestros antepasados usaron en la escuela desde la Edad Media hasta el siglo XIX principalmente. En las sobadas tablillas aquellos niños aprendían a leer y escribir, y unas matemáticas rudimentarias, buscando alcanzar un futuro mejor que el de sus padres, intentando salir del agujero de miseria en el que habían nacido. O al menos aprendían con aquella intención.


Muchos no lo habrán conseguido, quizás ninguno. Se arremolinaban alrededor de aquellos tres occidentales que parecerían a sus ojos envidiables extraterrestres, inalcanzables, con sus cámaras fotográficas, sus ropas y calzados buenos, con sus equipos de montaña y con una riqueza que les permitía despilfarrarla volando desde sus lejanos lugares de origen hasta aquel país para recorrer a pie sus montañas, algo excéntrico y absurdo para ellos. Unos críos nos miran como asustados, los más pequeños. Otros se divierten con nuestra presencia, somos una novedad. Otros incluso se muestran especialmente curiosos y se nos acercan decididos. Pero las niñas no. Las niñas están desplazadas, siempre en un segundo plano, bien conocedoras ya de cuál es su roll en aquella sociedad patriarcal y machista, siempre haciéndose cargo de algún hermano pequeño.


Ellas nunca sonrieron, siempre trabajando desde muy pequeñas, sin posibilidad de salir del bucle en el que nacieron, ellas, sus madres, sus abuelas, sus bisabuelas ..., predestinadas desde que fueron engendradas para ser casadas con hombres adultos cuando ellas aún apenas están dejando la infancia -si es que alguna vez la tuvieron-.


En estos tiempos que corren, en los que las noticias nos arrastran a la cruda realidad afgana, mi corazón no puede por menos de llorar cuando veo estas viejas diapositivas y pienso en aquellos niños y niñas, hoy hombres y mujeres, y en cuál habrá sido su destino final, en si habrán conseguido salir de aquel pozo sin fondo en el que yo me los crucé durante unos pocos minutos. E imagino a esos niños y niñas afganas que intuimos en la televisión estos días y a los que nunca llegaremos a conocer. Nosotros, en nuestras acomodadas vidas, al menos tenemos la obligación de pensar en ellos, de no olvidarlos, de no hablar de ellos como de simples números de un noticiario.

Porque los niños siempre son los primeros que pagan las consecuencias de las guerras que hacemos los adultos, y porque, además, las niñas son las que siempre sufren las peores consecuencias de nuestras miserias humanas, hoy pienso en las niñas y los niños afganos. Y los veo a través de los ojos de aquellos otros críos pakistaníes para los que solo fuimos una novedad en aquel lejano día a la salida de la escuela.

20 de diciembre de 2015

2016, un año por descubrir

Os deseo a todos un año 2016 mejor que el que ya concluye. Disfrutarlo, que merecerá la pena.


12 de julio de 2014

Rajah bazar

Veo partir el microbús con mis compañeros camino del aeropuerto y siento bruscamente el peso de la soledad sobre mí, de pie en la puerta del hotel. Por delante diez días absorto en mis pensamientos mientras respiro el ambiente de una ciudad que para mí es poco menos que un mito, una de las Mecas del montañismo: Rawalpindi, antigua capital de Pakistán, la vieja Pindi, la puerta hacia el legendario Karakorum.

Desayuno como cada mañana y tomo la cámara y mi mochila y me encamino al Rajah bazar, el verdadero corazón de la vida real de esta metrópoli de cerca de tres millones de almas. Me sumerjo entre sus gentes amables y curiosas, que entablan rápidamente conversación con ese occidental extraño que deambula por entre sus puestos sin rumbo fijo, congelando con su cámara fotográfica instantes que para ellos son vulgares y cotidianos y que a él le deben parecer exóticos. Les llama la atención mi barba larga de varios meses sin ver la tijera, similar a la que algunos de ellos estilan, incluso más larga que la de muchos de ellos, y les incita a preguntarme en varias ocasiones "Are you muslim?" Las calles sucias son un enjambre de personas, mayoritariamente hombres, con la excepción de algunas mujeres que caminan por detrás de algún varón de la familia. Las arterias del bazar son un hervidero de gente que negocia su supervivencia. Los cables se arremolinan de fachada a fachada como si de un embrollo de lianas se tratara. Vacas sueltas por la calle se alimentan de la basura, los claxon no paran de avisar y las bicicletas cargan fardos de volúmenes imposibles. En las avenidas amplias algunos camiones engalanados con colores y adornos parecen competir entre sí en un concurso al más vistoso. Perros pulgosos y escuálidos, a los que parecen querer escaparse del pellejo los costillares, se enzarzan en escaramuzas y trifulcas. Los olores dulzones a especias pugnan con los olores malolientes de deshechos en descomposición por impregnar el aire.

Los ojos negros de unos niños brillan vivos y sus dientes blancos me regalan unas sonrisas que no tienen precio. Me hacen recordar a mi gente y me siento tan lejos que ahora sé que no existe esa Europa moderna, limpia y ordenada a la que pertenecía. Ahora tengo la certeza de que nunca existió, que mi hogar fue simplemente un sueño, pues la única realidad cierta es esta que me envuelve ahora. Con las manos en los bolsos del pantalón vagabundeo por los mercados, observando sus trueques y regateos; merodeo entre el trajín de los paisanos, despacio, sin prisas. Nadie me espera. Del altavoz de un alminar que se escapa al cielo de entre la locura del cableado eléctrico y telefónico, emerge el canto a la oración del muecín, cinco veces al día. Y me embriaga. Solo por oírlo mientras inspiro a bocanadas la vida de esta ciudad ha merecido la pena estos días de soledad. No lo puedo evitar, me subyuga el sentimiento que desprende. Me despierto al amanecer con su musicalidad y me hace comprender que en este mundo hay otros muchos mundos, distintos al nuestro, y hoy estoy aquí, viviendo intensamente la única realidad que ahora existe para mí, la de la vida en esta vieja e histórica Rawalpindi, fervientemente musulmana, intensa, extrema, única. Cautivadora.















14 de diciembre de 2012

12 meses

Doce meses se cumplen hoy día catorce de la andadura de este blog. Doce meses en los que mi aspiración ha sido que algo más de medio centenar de entradas os hayan contado algo más de medio centenar de historias. Sobre naturaleza unas veces, urbanas otras, sociales o personales también. Las cerca ya de diez mil visitas que este nómada ha tenido en este tiempo, le animan a seguir caminando la misma vereda, pues queda mucho que contar en un mundo que evoluciona rápidamente y en donde se suceden los cambios a velocidad de vértigo. Para soplar entre todos la primera vela del deambular de este cuaderno, y aprovechando también que tan solo hace tres días se conmemoró el Día Internacional de las Montañas, os dejo doce imágenes de otras tantas cumbres. Doce rincones del planeta para recordar los doce meses de este primer aniversario. Una docena de fotografías que quieren ser un homenaje a esa gran protagonista de la naturaleza más salvaje e indomable, la montaña, alta, lejana, fría e hinóspita, siempre peligrosa, pero a la vez bella como pocos escenarios de esta muestra casa. La Montaña, con mayúsculas.