Vivir es un tránsito, un camino en donde todos somos nómadas. Que la travesía merezca la pena, depende de ti.

29 de noviembre de 2016

El cortejo

Nosotros seguimos regresando cansinamente a la sierra de Gredos para continuar con la observación del cortejo de la cabra montés (Capra pyrenaica victoriae) durante los primeros fríos otoñales. Por nuestra experiencia, y coincidiendo en las conversaciones que mantenemos con los celadores de la reserva, esta vuelve a ser una temporada de celo nuevamente extraña, con un número pequeño de combates entre grandes machos (aunque alguno de ellos de gran duración), un poco anodina y algo más atrasada de lo habitual, quizás todo ello debido a las temperaturas anormalmente templadas que se han registrado al comienzo de este período. En cualquier caso, nosotros, cargados con nuestros pesados equipos a lo largo de varias sesiones más, vamos ojeando cómo evoluciona este celo un tanto insulso.

Como cada comienzo de temporada, los primeros en encelarse son siempre los machos más jóvenes, mucho antes incluso de que las cabras se muestren receptivas. Parecen ser inmunes a la frustración y el desánimo.





Los machos a menudo se marcan con su propia orina en un gesto típico repetido miles de veces por otras especies de ungulados y que, aunque hemos podido observar en varias ocasiones en el transcurso de estas jornadas, las circunstancias nos ha impedido esta vez que lo podamos forografiar. Se lamen, van de allá para acá excitados y sin mucha fortuna con las hembras, que pacen o sestean desinteresadas. Van probando suerte de una cabra a otra sin caer en la desmoralización, insistente y machaconamente, siendo rechazados por ellas de un modo igual de sistemático, apartándolos con sus cuernos.





Pasan las jornadas y paulatinamente vamos viendo cada vez a más machos negros galanteando a las hembras. En estos momentos podemos comprobar cómo estos ejemplares de más edad se mantienen obstinadamente detrás de una sola cabra, señal inequívoca de que ella ya ha entrado en celo y se muestra receptiva. Estas ya no se muestran tan ariscas y se dejan flirtear. No alcanzamos a ver cópulas este año tampoco, pero poco a poco el cortejo va entrando en su cenit.





Finalmente los grandes ejemplares nos obsequian escenas siempre interesantes, con sus posturas ceremoniales, echando los pesados cuernos hacia atrás, levantando el hocico, sacando su lengua morada llena de puntitos negros, adelantando de vez en cuando una de las patas delanteras hacia la hembra objeto de cortejo, olisqueándolas y siguiéndolas con exquisita paciencia.





Nosotros intentamos recoger en los sensores de las cámaras la compleja y rica comunicación gestual del cortejo, sus protocolarios movimientos, el ritual del amor. Los viejos machos, con sus más de once y doce medrones, negros, abstraídos tras las hembras fértiles, se olvidan de nuestra presencia a unas pocas decenas de metros. Ellos siguen con sus muecas y respingos.




Declina el día una vez y lamentamos el final de cada una de las sesiones que hemos realizado a esta especie durante el transcurso de este período tan transcendental de su ciclo biológico. Recogemos los bártulos y nos dirigimos hacia nuestro vehículo, satisfechos con varias decenas de gigas en nuestras tarjetas, mientras los grandes machos persisten pacientemente tras las hembras. Durante las próximas jornadas irán teniendo lugar las cópulas que darán como resultado final la próxima generación de cabras monteses, el nuevo reemplazo de ejemplares de una especie magnífica e hipnotizante. Como este año y como también los pasados, el próximo otoño esperamos ser nuevamente testigos del elaborado cortejo de la cabra montés en alguna de nuestras sierras. Será nuevamente una cita ineludible.


25 de noviembre de 2016

Testosterona

Estamos en los últimos días del otoño. Las horas de luz se siguen acortando, el termómetro continúa bajando y el empeoramiento de la climatología se empieza a hacer patente por fin. Las nubes se enganchan en nuestras cordilleras y pasan las horas o incluso los días sin que el sol caliente los ánimos de sus moradores. Caen las primeras nevizas, que duran lo que duran los primeros fríos, seguidos siempre de jornadas soleadas durante el día y que tapizan de hielo piedras, caminos y arroyos durante sus noches estrelladas. Si para la mayoría de los habitantes de nuestras montañas la llegada inminente del invierno significa una época de penurias que muchos no superarán, para las cabras monteses (Capra pyrenaica victoriae) representa un tiempo de ardores amorosos, de pugnas por la supremacía jerárquica entre los machos, y de persecución y cortejo de los harenes de hembras.




Como siempre a comienzo de la temporada, los machos adultos que se van a disputar la cubrición de las cabras comienzan un período en el que miden sus fuerzas. Si no es fácil poder fotografiar sus combates, sí es por el contrario relativamente sencillo verlos medirse, a menudo en parejas, aunque a veces van acompañados de otros ejemplares más jóvenes. Se empujan, caminan lomo contra lomo y se tocan o echan la zancadilla con los cuernos. Los ejemplares de fuerza similar intentan así establecer ya una jerarquía sin llegar a desgastarse físicamente en enfrentamientos agotadores.



Cuando nada de esto surte efecto, los machos, cargados de testosterona, inician los primeros testarazos. No nos será difícil ver estas violentas trifulcas, unas veces de ejemplares jóvenes y otras de animales ya curtidos con muchos celos a sus espaldas. Sus topetazos resuenan en las laderas, no siendo complicado localizarlos con los prismáticos. Sin embargo y para nuestro disgusto, no nos será tan sencillo fotografiar estos combates por varios motivos. Uno de ellos porque, aunque a veces duran muchos minutos o incluso horas sin parar, a menudo realizan unos pocos embistes, tras los cuales los animales siguen paciendo o se siguen midiendo, calculando sus posibilidades de victoria mientras se desplazan. Se van en ocasiones a mucha distancia de donde se ha iniciado la pelea y de donde se reúne el rebaño de cabras. También influirá mucho la suerte, pues si coincidimos con una corta pelea hemos de estar ineludiblemente en la zona para poder inmortalizar alguno de sus pocos encontronazos. Además, el terreno incómodo de la alta montaña, y a veces incluso peligroso, no facilita el trabajo de acercamiento al fotógrafo. Por si estos factores no fueran ya de por sí decisivos a la hora de poder o no fotografiarlos peleándose, los últimos años el celo ha sido extraño, retrasado o deslucido. Así pues, calcular las sesiones en las que iremos y coincidir con una gran pelea cerca se torna más en una cuestión de suerte que de experiencia.





Poco a poco se va pasando el momento adecuado para estas verdaderas exhibiciones de fortaleza y bravura, y apenas podemos fotografiarlas. Pero no por ello dejamos de disfrutar de su observación en las escasas oportunidades en las que los vemos. Resulta, obviamente, un regalo permanecer a corta distancia de una de estas batallas observando a dos potentes animales insistir con obstinación y empecinamiento en apabullarse mutuamente, agotados pero tercos, duros como las montañas que habitan, tozudos, disputándose la soberanía sobre sus contrincantes y el dominio del harén.

Si su porte es ya de por sí un espectáculo, ver sus reyertas significa, sin ningún género de dudas, un momento mágico para cualquier fotógrafo de fauna, y Gredos nunca defrauda.








18 de noviembre de 2016

Comenzando un nuevo ciclo

Treinta de octubre de dos mil diez y seis. Parece que fue hace solo unas semanas desde que subiera por estos mismos vericuetos de la sierra de Gredos la última vez en busca de los rebaños de cabra montés (Capra pyrenaica victoriae) en época de celo. Y, sin embargo, ya ha pasado casi una año. Que me siento en estas laderas como en casa no es ningún secreto para los que me conocen o para los que han seguido este blog desde sus comienzos, pues así lo he hecho saber más de una vez. Por ellas he subido y bajado en infinidad de ocasiones y en cualquier época del año. He escalado con algunos de mis mejores amigos tanto por sus corredores congelados cubiertos de nieve y hielo, como por sus paredes rocosas. He soportado más de una ventisca y temido lo peor en alguna que otra tormenta eléctrica. He pisado las cumbres de casi todos sus picachos, desde La Covacha al Torreón de los Galayos o el Torozo, igual en invierno que en verano. Y siempre vivaqueando sobre el manto blanco en las largas noches de invierno, o sobre la hierba verde en las cortas vigías estivales, al cobijo de sus rocas y bajo un manto de estrellas.

Y regreso ahora cada año, mucho tiempo después de aquellas emociones intensas, con el relax que me produce el hecho de venir simplemente a pasear con los prismáticos colgados del cuello y el equipo fotográfico en la espalda. Con las manos en los bolsillos. Salgo fuera de los caminos, abandono las sendas que siguen fieles los turistas, excursionistas y montañeros de cada día, y me alejo de ellos, observándolos desde la distancia. Es otoño y mi pensamiento se centra ahora en otra cuestión: los grandes machos monteses que se preparan para el combate. Comienza el celo en el Sistema Central.

Con ese fin, el de fotografiar el cortejo y, a ser posible, los combates de los viejos machos, regreso como cada temporada por estas fechas. Cuando los primeros rayos de sol alcanzan las laderas por las que deambulan los rebaños, yo hace ya mucho rato que asciendo por ellas. Quiero estar ya al lado de algún gran ejemplar cuando el sol lo alcance por fin. Así pues, las primeras luces y las últimas las pasaré junto a ellos una vez más.  





Y como cada temporada, el primer encuentro con esta especie es solo para "testar" cómo se presenta el celo. Estos primeros compases  son en general tranquilos. Aún permanecen muchos patriarcas adultos separados de las hembras, al mismo tiempo que algunos otros, en especial los más jóvenes, ya se han mezclado con ellas, siguiéndolas a todas partes. En estas fechas ya se ven rebaños mixtos constituidos por hembras y crías de esa temporada, junto con algunos ejemplares macho de corta o mediana edad. Por lo tanto, muchos viejos cabrones aún no se han incorporado a los rebaños y deambulan ociosos, comiendo y reservando fuerzas por las laderas, solitarios o en pequeños grupos, en los que a menudo son seguidos y acompañados muy de cerca por otros ejemplares más jóvenes, haciendo las veces de escuderos. Busco parejas de grandes machos que se puedan estar "midiendo", pero no hay suerte, habrá que esperar a las próximas jornadas o buscar en otros lugares. Hoy está todo demasiado tranquilo, como era de esperar.





Observo, no obstante, algunos aspectos del comportamiento que me llaman la atención. Como cuando dos machos solitarios se localizan en la distancia y se observan durante largo rato fijamente, emitiendo de vez en cuando un silbido de aviso, similar a la clásica voz de alarma de la especie. O cuando algunos jovenzuelos se frotan contra el corpachón de los grandes ejemplares, probablemente para impregnarse de su olor.

Deambulo por varios lugares y localizo algún ejemplar que por su capa más parece un toro de lidia que una cabra. Preciosos todos, los negros sin embargo reclaman más mi atención.





Van pasando las horas y acompaño a los grupos de cabras sin atosigarlos. Yo siempre digo que no hay que seguirlos, sino acompañarlos, sin prisas, sin agobios. Ellos nos lo permiten sin disgusto alguno y tengo tiempo incluso de aprovechar la buena temperatura para echar una corta siestecita, lo mismo que ellos. Veo cómo se les va bajando su pedazo cabezota bajo el peso de sus enormes cornamentas, hasta que acaban apoyadas sobre el suelo, adormilados, con los ojos cerrados. Al final ya de la sesión me llama la atención un ejemplar, al que podéis ver en la fotografía anterior, afectado por cataratas en su ojo derecho, algo que llegaré a ver en otros ejemplares en todas y cada una de las jornadas siguientes de esta temporada, principalmente en hembras adultas.






El declinar del sol es imparable y anuncia la conclusión de esta fructífera jornada. Y viendo la foto de este último ejemplar, a cuyas pezuñas alcanzan ya las sombras del nuevo ocaso, no puedo por menos de regresar a casa con la sensación de mantener una relación especial con esta especie, a la que he dedicado numerosas sesiones de campo (probablemente más que a ninguna otra) y de la que, no en vano, más imágenes guardo. Así, varios miles de archivos de cabra montés, seleccionados en rigurosas cribas tras cada sesión, dan fe de mi pasión por estos animales poderosos y arrogantes. Hasta la fascinación. Eso, y que se desenvuelven en un entorno que siempre fue para mi como mi hogar, al que le tengo un cariño tan especial, son sin duda los responsables de que cada año regrese con obstinación a su encuentro.

11 de noviembre de 2016

En esa mirada humana

Podría fijarme en su mirada y ver en ella reflejada la nuestra. La de nuestros antepasados comunes hace cientos de miles de años, y la del hombre actual, capaz por igual del mayor de los egoísmos o de una compasión suprema. Podría en ella ver el enorme peso con el que tiene que cargar, el de la responsabilidad del jefe del grupo. Podría intuir su fuerza, pero sobre todo su fortaleza, que no siempre es lo mismo. Si me fijara bien, en su mirada podría encontrar la ternura con la que soporta las travesuras de las desvalidas nuevas generaciones del clan. Y también la soledad del patriarca, la del viejo jefe espalda plateada, la del que se sabe necesitado, sabedor de que de él depende la vida o la muerte de los suyos. Podría ver reflejada en sus ojos negros la virginidad de sus selvas siempre verdes, el profundo y romántico misterio que emana de lo más profundo de sus junglas, pero también la cruda realidad de una naturaleza violada por nosotros. Podría fijarme en su mirada y alcanzar a tocar su tristeza, su resignación ante el abismo al que sus hermanos lo hemos empujado, cercado y perseguido hasta llevarlo a una situación crítica.


Podría ver todo eso en su mirada y mucho más... si en realidad fuera su mirada. Por eso no puedo.

Y no lo es porque está muerto, disecado. Alguien lo mató. Un día fue un ser vivo con un alma noble, pero hoy ya no lo es. Es solo una representación inerte. Ahora los ojos a los que miro son en realidad unos ojos de cristal.

¡Qué pobreza la del alma humana, robarle la vida a su mirada!