Vivir es un tránsito, un camino en donde todos somos nómadas. Que la travesía merezca la pena, depende de ti.
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23 de enero de 2014

Marialva

Tic, tac, tic, tac. Los segundos pasan y forman minutos, horas y días. Y los días se suman en semanas, meses y años. Las manecillas dan vueltas sin cesar recordándonos que el transcurrir del tiempo se creó inexorable y que envejece y transforma la vida que conocemos. Incluso los paisajes cambian y se confunden con el tiempo, las montañas se desmoronan y las selvas mutan en desiertos. Morimos los seres vivos y sucumben los pueblos. Piedra a piedra los muros se derrumban, las vigas se desploman y desaparecen los objetos. Se vacían las calles y las plazuelas, las casas y los corrales, los silos y los templos. Sus habitantes se marcharon o murieron. Emigraron. Abandonaron el lugar decrépito, se trasladaron fuera de las murallas, dejando intramuros un pesado vacío en el hogar donde crecieron, hermoso en su decadencia, marchito en el crepúsculo donde, en su postrera expiración, fenecieron. Ya no escucharemos arengas a los vecinos alrededor del pelourinho convocados, ni oiremos el cacareo de las gallinas ni los ladridos de los perros por sus calles husmeando; tampoco el chirriar de los carros puliendo el empedrado de granito en surcos paralelos. En su lugar, el turista caminará por entre casuchas derruidas al abrigo del silencio, esforzándose en imaginar cómo de dura era la existencia en la frontera del Côa frente al reino de León, mil años atrás. Mil años, se dice pronto, con sus meses y sus días, con sus horas, sus minutos y segundos. Tic, tac, tic tac, con esos segundos que, irremediablemente, se siguen deslizando entre las raíces del mundo que conocemos.