Vivir es un tránsito, un camino en donde todos somos nómadas. Que la travesía merezca la pena, depende de ti.

29 de agosto de 2022

¿Urbanitas vs. ruralitas?


Alguien escribía "Mucha matemática y cero conocimiento de campo. Mucha silla y ordenador y pocos callos en las manos.", a lo que otro lector respondía "Eso, tú piensa con los callos. Este autor prefiere hacerlo con el cerebro y los datos."

Los comentarios los encontraremos al artículo "No, el ecologismo no quema los montes", publicado por la revista on-line "El vuelo del grajo, observación y naturaleza" y en el fondo ejemplifican muy bien la brecha social que padecemos en la actualidad entre el mundo rural y el urbano. 



Y es que resulta un problema difícil de soslayar la polarización que observamos en los últimos tiempos entre diferentes colectivos sociales según residan estos en ciudades o pueblos, lo que parece tanto más difícil de evitar cuanta más importancia cobra la conservación de la naturaleza para la sociedad actual, esa naturaleza que siempre fue fundamental para nuestra propia existencia a la par que una cuestión secundaria en nuestra toma de decisiones, en nuestro ritmo y estilo de vida y, finalmente, en los objetivos vitales de nuestra civilización moderna; esa naturaleza que estaba ahí de siempre, como infinita, per se, para que el ser humano la explotara y alcanzara cotas de bienestar social y calidad de vida antes inimaginables.


Peeeero ... nos hemos dado cuenta -quizá demasiado tarde ya, el tiempo nos lo dirá- que vivir a expensas del planeta que nos mantiene y de espaldas a su conservación acarrea unas consecuencias que nos están afectando a nosotros mismos como especie. Así las cosas, el hombre ha tomado la decisión de cuidar y conservar la casa en la que vivimos, ese planeta azul que nos alberga, 


aunque esta decisión no implique todavía, por desgracia, que levantemos el pie del acelerador, motivo por el que cada vez somos más los pesimistas redomados respecto a que hayamos llegado a tiempo -o que vayamos a hacerlo- de salvar la vida en el planeta tal y como la hemos conocido hasta ahora -el planeta y la vida en él nos sobrevivirá, sin duda, pero no será la misma, inmersos como estamos en la sexta extinción masiva. Pero, bueno, eso es ya otra historia que no atañe a esta disertación. 

Bien, hasta aquí todos de acuerdo: como civilización hemos tomado conciencia de la necesidad urgente de proteger el planeta -o lo que es lo mismo, la naturaleza-, aunque básicamente lo hagamos para protegernos a nosotros mismos, lo que tampoco importa mucho que así sea si el resultado final es que lleguemos a tiempo de evitar la irreversibilidad del deterioro que estamos provocando.

La cuestión ahora es tomar a tiempo las decisiones adecuadas para mantener, e incluso mejorar, ese legado ambiental que ha llegado hasta nuestros días desde las generaciones previas, en mejores o peores condiciones de conservación según los casos. Esas grandes decisiones globales en materia medioambiental llevan siendo reclamadas por la comunidad científica desde hace décadas, advirtiéndonos del desastre que se nos hecha encima, siendo paulatinamente tomadas por los gobiernos de cada país, así como por algunas organizaciones supranacionales a las que diversos estados soberanos se encuentran adheridos. Finalmente, son esas grandes decisiones las que, en última instancia, se traducen en regulaciones que nos afectan a unos y otros en nuestro día a día. Y aquí aparece el primer fleco del conflicto: lo que se decide en los despachos a raíz de lo demandado por la ciencia afecta muy directamente a los habitantes que viven en el medio rural de los recursos naturales que, al final, son un bien común. Y esto, precisamente, entronca con el sentimiento de los dos primeros párrafos.

- ¡Ah, carallo!, ¿eso significa que unos señores con corbata que en su vida han pisado el campo me van a decir a mí cómo tengo que cuidar mi rebaño de cabras?

Paradójicamente, en una época en la que el habitante de las urbes más se acerca y mejor conoce el medio natural de lo que nunca antes había hecho,
  

más distancia parece haber entre la mirada urbana y el sentir rural, provocando que la brecha emocional y social entre los unos y los otros se ensanche cada vez más.

Sin caer en el error fácil de generalizar, en algunas ocasiones nos encontramos con una cierta arrogancia en paisanos que llevan toda su vida cuidando ganado o labrando la tierra y se niegan a razonar que en las ciudades existan técnicos que hayan dedicado toda su vida a la investigación científica y sepan cuestiones, incluso de ganadería o agricultura, y desde luego de ecología, que ellos desconocen. Y aunque estos negacionistas no sean mayoría, su pensamiento se acaba filtrando en un entorno social muy permeable a lo que opine un colega, a la vez que reticente y remolón respecto de lo que provenga "de fuera", distorsionando y enrareciendo la relación campo-ciudad.



A ciertos profesionales del medio rural todavía les resulta duro aceptar que eso pueda suceder, y se les atraganta la posibilidad de que existan en la ciudad expertos en la gestión de los recursos naturales por el mero hecho de llevar corbata o no tener callos en las manos, mostrando su descontento con que las normativas o directrices tendentes a mejorar la calidad y sostenibilidad ambiental de las explotaciones agro-ganaderas provengan aparentemente de un despacho. Lo consideran imposiciones exógenas y una arbitrariedad injusta, tomada sin contar con ellos.


Estos profesionales, sin embargo, se ponen a silbar y miran para otro lado como si la cosa no fuera con ellos cuando alguien les menciona las subvenciones a fondo perdido que mantienen a flote sus negocios y que han abonado solidariamente todos los europeos a través de la Política Agraria Común, incluidos por supuesto todos esos "urbanitas" a los que ellos les niegan el derecho a opinar sobre el manejo que hacen de los recursos naturales, olvidándose además del insignificante detalle de que son ayudas directas específicamente condicionadas a cumplir ciertos criterios de sostenibilidad ambiental en sus explotaciones. En palabras del Ministerio: Compensan las rentas de los agricultores y ganaderos por practicar formas de producción que nos permitan mantener nuestro patrimonio natural. Sin embargo, estamos cansados de encontrarnos con ganaderos y sindicatos que exigen el exterminio del lobo, por ejemplo, o con agricultores que no cumplen con las buenas prácticas en materia de labranza, quema de rastrojos o de usos de productos fitosanitarios, a pesar de que todos ellos son beneficiarios de las mismas ayudas de la PAC que condicionan dichas prácticas.


Por otra parte, en el lado contrario, el paisano de la ciudad no sufre en sus carnes el olvido al que tienen que enfrentarse muchos de nuestros pueblos en materia de educación, de digitalización o de implantación de nuevas tecnologías; no tiene que bregar con la enorme y muchas veces incomprensible burocracia que implican sus negocios; o con las dificultades que conlleva la ausencia de muchos servicios públicos en el medio rural, del cierre de centros de salud, de colegios y de la casi totalidad de sucursales bancarias; ni con las a veces pésimas vías de comunicación o los obsoletos transportes públicos que los comunican, así como con la distancia que los separa de las capitales de provincia para realizar un gran número de gestiones -gestiones que hoy en día las instituciones públicas poco menos que te obligan a realizar de manera telemática, a pesar de que una gran mayoría de los pueblos no dispongan ni de fibra óptica, y muchas veces ni de cobertura de telefonía móvil. Sin ánimo de generalizar tampoco, lo que sería totalmente injusto también en este caso, a veces el residente de las grandes urbes llega incluso a menospreciar la opinión de las gentes del campo en base a sus supuestos niveles académicos. Más bajo no se puede caer, desde luego.

La España vaciada de la que tanto cacarean en nuestros días los políticos, no se vacía porque sí, la vacía el olvido al que ellos la tienen arrumbada; la vacía el abandono al que se tienen que enfrentar día a día por parte de nuestras instituciones públicas, además de por las grandes corporaciones privadas, empresas tecnológicas, entidades financieras y de telefonía. La modernidad, las oportunidades y la cultura parece que se concentran en el mundo urbano. 



Ni unos ni otros ayudan. La desconexión entre ambos mundos parece absoluta.

Habrá quien pudiera pensar que ese desdén prepotente tiene siempre una dirección concreta: desde la ciudad hacia el pueblo. Pero sería un error admitir esta simplista visión de la relación existente entre ambos entornos. No solo menosprecia algún urbanita a la gente del campo hablando con ciertos aires de superioridad que ofenden a cualquiera, también ocurre al revés, lo que se vuelve palmario cuando hablamos de la naturaleza, ya que parecemos no tener ni voz ni voto cuando se pone encima de la mesa el manejo que se hace de nuestro patrimonio natural. 

- ¡Me van a decir a mí estos señoritos de la ciudad cómo tengo yo que llevar mi negocio! Pues sí, si ese negocio lo llevas con el dinero de todos y afecta, además, a la naturaleza, que es un bien común.

- ¡Van a saber más de lo mío unos tíos que en su vida han pisado el campo que nosotros, que lo hemos mamado desde pequeños! Pues muchas veces también sí, en según qué temas. Haber nacido o vivir en un pueblo no implica en absoluto tener conocimientos ni innatos, ni genéticos, ni por ciencia infusa, en materia de ecología, botánica o fauna, por ejemplo, igual que tampoco implica que se sea respetuoso con el medio natural en el que desarrolla su actividad profesional por el mero hecho de haber nacido en un pueblo, y de la misma manera que el habitante de la ciudad tampoco tiene porqué ser poseedor de la verdad porque su nivel medio de estudios pudiera ser hipotéticamente superior. No caigamos ninguno en el error de creernos ni más informados ni más listos que los demás. 


Sin embargo, vemos que se están volviendo demasiado normales en nuestros días a través de las redes sociales y otros medios de comunicación ese tipo de frases surgidas en el medio rural, muchas veces a raíz de desastres naturales o polémicas concretas (lo hemos vivido recientemente con el tema de los incendios forestales, e históricamente con la cuestión del lobo, por ejemplo) y que, menospreciando los conocimientos o -lo que es más injusto- la simple opinión que la gente de la ciudad puede tener sobre las dinámicas naturales y el manejo que se hace de ellas en el medio rural, empiezan a representar un problema serio de entendimiento y diálogo, acentuando el enfrentamiento.

Para complicar más aún este "ecosistema social", a veces desde las mismas ciudades se comete el error contrario. Mientras que unos miran con displicencia insultante a la gente del campo, otros mitifican la figura del aldeano como la de un ser de proverbial sabiduría que vive en perfecta comunión con la naturaleza, poco menos que artífice verdadero y consciente de la biodiversidad que hoy en día se conserva en nuestros campos.



Que "el buen estado de conservación de los espacios naturales ibéricos o europeos ha llegado así hasta nuestros días gracias a que las gentes del campo lo cuidaron y lo conservaron con mimo y cariño", es un mito que hay que empezar a desterrar definitivamente. La frase más bien debería rezar que "ha llegado así hasta nuestros días a pesar de las gentes del campo". Soy plenamente consciente de lo políticamente incorrecto que resulta mantener esta aseveración en la actualidad, cuando existe un esfuerzo hasta institucionalizado que hace bandera del buenismo rural (eso sí, al mismo tiempo que se olvidan realmente de ellos a la hora de proporcionarles los mismos servicios, facilidades y oportunidades de que disponemos en las ciudades). Así, las diputaciones provinciales, medios de comunicación locales y autonómicos, otros entes o instituciones, empresas o productoras de documentales, etc., no cejan de machacar en sus folletos, publicaciones y producciones ese mantra de que la sabiduría de la gente del campo y su amor por la tierra han sido los responsables de que hasta nuestros días lleguen los espacios naturales tan bien conservados como lo han hecho.

Ha calado tanto este eslogan en la sociedad urbana que incluso gran parte del movimiento ecologista lo ha hecho propio. Pero que sea incómoda la realidad que apunta a todo lo contrario, no nos debe hacer caer en la tentación (amén) de creernos esa versión de la historia. La gente del campo no cuida el campo -o sí, depende de cada caso, que hay de todo, por supuesto-, lo explota y extrae de él sus recursos. Punto. Son cosas diferentes y, aunque no dudo que en la actualidad estén aumentando los profesionales que sí tengan una visión conservacionista y sostenible de su negocio, y que hayan incorporado al mismo esta nueva mentalidad, fueron en el pasado una rotunda excepción los que se pudieron plantear la cuestión medioambiental en sus explotaciones. Explotar los recursos naturales no es lo mismo que conservarlos, y no es ni mejor ni peor. "ES", simplemente. Que sus actividades agrícolas, ganaderas o selvícolas fueran más o menos sostenibles en su momento, con los pobres medios tecnológicos de que disponían en el pasado, o que fueran poco impactantes en el entorno, no es lo mismo a que su sabiduría les llevara a cuidar y proteger conscientemente ese patrimonio natural para legarlo a las generaciones que hemos llegado después. 



Y mantengo esta idea remitiéndome a las pruebas históricas y actuales que lo demuestran: el uso rotundamente abusivo de productos químicos para hacer más productiva la agricultura a costa de la vida de los polinizadores o de la calidad del suelo y de los acuíferos -el caso del Mar Menor es solo un ejemplo especialmente llamativo, pero hay más; el exterminio masivo de toda vida animal o vegetal que afecte o no al negocio (ratones, conejos, depredadores, avutardas, ..., todo sobraba, ... "malas hierbas", "cenizos", "maleza", ...), muchas veces incluso fuera de la propias tierras privadas, arrasando con linderos y cunetas colindantes que son sulfatadas en nuestros días con herbicidas o incendiadas en una verdadera obsesión por eliminar todo lo que no sea productivo hasta extremos que en nuestra agricultura actual empieza a parecer algo patológico; el odio que se les profesaba en el pasado a muchos seres vivos a los que se les tildaba de alimañas; el odio que todavía se les sigue teniendo en nuestros días a alguno de ellos a pesar de que los conocimientos científicos nos hablan de su necesidad en el ecosistema (zorros, lobos, urracas,...); la desaparición de arboledas enteras en las agroestepas cerealistas, hoy en día casi completamente desprovistas de bosques islas y de las serpenteantes alamedas que antiguamente jalonaban los innumerables regatos estacionales que las surcan; la deforestación tan salvaje que sufrieron todas nuestras sierras y montañas en el pasado -cuyos bosques hoy en día se encuentran muy recuperados precisamente como resultado del abandono y despoblación del medio rural; la explotación ilegal de acuíferos (a veces hasta extremos vergonzosos como en el caso de Doñana); la caza incontrolada de especies de vertebrados que fueron llevados al borde mismo de la extinción; la desecación de grandes y pequeños humedales para cultivar; la roturación con el mismo fin de grandes extensiones de encinar; incluso la locura de los trasvases de agua entre cuencas para regar huertas y mares de plástico allí donde el ecosistema es predesértico; el uso del veneno para la fauna; o el del fuego como medio de gestión del campo, especialmente en suelos agrícolas o ganaderos; y un largo etcétera demuestran que la explotación de los recursos naturales que se hizo en el pasado y que se hace en el presente, no tienen en absoluto una vocación conservacionista del entorno. Tenemos lo que se salvó en su momento. Incluso hasta la anecdótica basura que encontramos en los paseos por nuestros campos agrícolas, donde se abandonan sin pudor los envases de los productos químicos utilizados en las tierras de labor, ruedas de tractores, sacos de pienso que se los lleva el viento, ... todo nos desmitifica la figura idílica del hombre de campo, sabio y amante de su terruño, y responsable del buen estado de conservación en el que ha llegado la naturaleza hasta nuestros días.

La deforestación en el pasado fue realmente salvaje, llegando numerosos ejemplos de la devastación a mantenerse bien entrado el siglo XXI, cuando aún podemos encontrar muchas de nuestras montañas desnudas.


Campos arrasados de todo rastro de arbolado.



Campos en los que el agricultor hace desaparecer con productos químicos cualquier signo incipiente de vegetación, incluso cuando el suelo descansa después de la cosecha; como en la imagen siguiente, donde el propietario de la parcela donde se asienta la encina en primer plano no consiente absolutamente nada, y en un manejo esquizofrénico de sus tierras sulfata incluso donde no puede cultivar bajo el árbol. Bajo las copas de las encinas del fondo vemos el pasto verde, como debería quedar. 


El uso del fuego como herramienta agrícola.

Y seguimos sin entender que cada animal y cada planta juegan un papel fundamental en el equilibrio natural y en la conservación de la biodiversidad. Los mismos zorros que la gente del campo siguen masacrando son los que se alimentan principalmente de los micromamíferos contra los que ellos, luego, lucharán envenenando con rodenticidas nuestros campos.


¿Es esto cuidar y amar tu tierra?

No, amigos, desengañaos, nos ha llegado hasta hoy solo lo que se ha salvado de la explotación que se vino haciendo desde siempre de nuestros campos con los medios técnicos que tuvieron en el pasado. Si entonces hubieran dispuesto de tecnología más moderna, la alteración con la que nuestro entorno hubiera llegado hasta nuestros días hubiera sido, sin duda, mucho mayor. Esto es así de rotundo.

Conocer esa realidad, sin embargo, no debe darnos tampoco ningún derecho a, con el modo de pensar de un ciudadano actual, juzgar de manera inquisitorial las alteraciones que llevaron a cabo nuestros antepasados en el medioambiente. Hay que ser conscientes de que las mentalidades -la de entonces y la de ahora- son muy diferentes, y comprender que las circunstancias que ellos vivieron y sufrieron generaciones atrás eran muy distintas a las actuales, basadas en una economía prácticamente de subsistencia. Ante la disyuntiva de conservar una encina o ganarle unos metros cuadrados al trigal todos hubiéramos obrado de igual modo en sus circunstancias, sin duda, haciendo leña del árbol. No había nacido aún la actual conciencia medioambiental, ni la urgencia por cambiar el modelo de relacionarnos con el planeta, lo que debe derivar en la comprensión y tolerancia para quienes mataban en el pasado águilas u osos, para los que cortaban árboles o desecaban humedales. Pensaban que hacían lo correcto o, por lo menos, no creían que fueran hechos censurables.


Que con nuestras comodidades y mentalidad del siglo XXI no podemos ni debemos juzgar a las generaciones pasadas, es algo que resulta obvio, pero que tampoco debe ser óbice para negar la realidad histórica que fue.

Hoy, sin embargo, no es ayer. La vida ha evolucionado, y con ello también ha revolucionado los tiempos. Y mucho. El sector agro-ganadero se ha modernizado e intensificado, y las transformaciones que pueden derivar de ello en el medioambiente también pueden llegar a ser muy superiores. Hoy sabemos muchas cosas que desconocían nuestros antepasados y debemos actuar en consecuencia a dichos conocimientos para frenar la deriva en la que nos encontramos.

Y para conseguirlo es primordial conocer de dónde venimos y a dónde queremos llegar.

Para cambiar el rumbo de la cosas debemos comprender que la ciencia y la investigación son las que deberán marcar nuestros pasos en el presente y en el futuro; sí, esa ciencia que informa desde la ciudad pero que, muy a pesar de que en el medio rural siga habiendo negacionistas sin quererlo ver, se hace pisando el campo.

Y es aquí donde campo y ciudad deben ir de la mano. No podemos indultar al planeta si el campo no aporta su esfuerzo asumiendo que la ciencia y la investigación son fundamentales, y que la gente de la ciudad, no solo puede, sino que debe opinar sobre la gestión que se hace de los recursos naturales que ellos explotan. La actitud que transpire el medio rural es una parte nuclear en ese cambio de relación con la naturaleza y sin ellos no podremos avanzar, siendo los que al final manejan los recursos. Pero tampoco podremos salvar el planeta como lo hemos conocido hasta nuestros días si las gentes de las grandes ciudades no comprenden, por un lado, la situación real que se vive en el campo y, por otro, no lucha contra ese incremento exponencial de consumo desorbitando de unos recursos naturales que, hoy sabemos, son limitados.



Campo y ciudad no son, pues, excluyentes entre sí; son complementarios. Cada uno con sus luces y sus sombras, son lo que nosotros hemos construido, refugio de sueños o paz interior, o crisol de oportunidades y calidad de vida, pero también sumidero de recursos naturales. La una sin el otro no tienen sentido. Debemos interiorizar que, en el fondo, solo somos territorio, y en un territorio hay ciudades y pueblos; y estamos juntos, dependientes los unos de los otros.

Y todos de la naturaleza.

En la lucha por la conservación tenemos que caminar a la par, porque tenemos mucho que perder, pero está todo por ganar.



8 de agosto de 2022

Un poco pirata

Con tanto incendio asolando nuestras áreas naturales más habituales, se quedan en el tintero algunas imágenes que nacieron para ser compartidas. De una ya lejanísima primavera quedaba en el disco duro este amigo que siempre me ha parecido un poco pirata. Rodeado de piornos en flor, es uno de los pajarillos más habituales de la alta montaña gredense, cotidiano en muchas sesiones fotográficas, a las que no suele faltar. El escribano montesino (Emberiza cia) se distribuye por buena parte de Europa y Asia Central, así como por el Norte de África, alimentándose de semillas y pequeños insectos que buscan por laderas altas y montañosas, cubiertas de matorral y pequeños arboles dispersos. Aquí, en el Sistema Central, es sencillo encontrarse con ellos y su peculiar dibujo facial tan característico.




Cuando otros habitantes más escasos se nos resisten, estos discretos paseriformes siempre acuden a la llamada para salvar nuestra sesión.

5 de agosto de 2022

Suma y sigue


"¿Servirá de algo que todo este lamentable suceso le haya saltado a la cara al ejecutivo autonómico? Cuando va a hacer pronto 10 años del incendio de Castrocontrigo (León) con una superficie "oficial" de 12.000 hectáreas calcinadas, 5 del que arrasó otras 10.000 más en La Cabrera (León), y ni siquiera un año del de Navalacruz (Ávila) en el que todos perdimos 22.000 hectáreas más de monte, "oficiales", la Junta de Castilla y León sigue sin aprender que tiene la obligación de conservar y defender nuestro patrimonio natural, con políticas proteccionistas y preventivas, en vez de especulativas, y siguen sin aprender en los despachos que poniendo los medios para evitar estos desastres ambientales al final se ahorra más dinero que dejando a la concurrencia de la suerte que el próximo año no vuelva a ocurrir de nuevo. El próximo año o ... simplemente dentro de unas semanas, porque el verano aún no ha llegado y se puede hacer muuuyyyyy largo todavía. No resulta descabellado temer que lo sucedido en Zamora pueda volver a suceder en cualquier otro rincón de Castilla y León y en cualquier momento. Basta ya Suarez-Quiñones de cruzar los dedos y rezar para que no te salte el siguiente desastre en la cara, dejando al azar y la chiripa que todo vaya bien."

Esto lo escribía yo el 22 de junio en la entrada que titulé Lágrimas apagando fuegos a raíz del desastre ambiental ocurrido en la sierra de La Culebra y que, en el momento de publicarla aún seguía devorando hectáreas. Como si dispusiera de una bolita de cristal, acerté de lleno cuando ponía encima de la mesa la posibilidad real de que otro incendio similar se pudiera dar en Castilla y León, y no solo ya en los años venideros, sino en pocas semanas dada la temeraria, y quizás delictiva -la fiscalía ha admitido a trámite una denuncia al respecto-, gestión que el Consejero de Medio Ambiente, Vivienda y Ordenación del Territorio de la Junta viene llevando a cabo en materia de prevención y extinción de incendios, estando en aquel momento el verano todavía por comenzar. Por desgracia hice un pleno al quince al predecirlo: tan solo un puñado de días después -el 17 de julio- el incendio de Losacio pone de nuevo al Consejero y su ya emblemática incompetencia contra las cuerdas, al convertirse en el mayor incendio de la historia de España. Sumando las superficies calcinadas en ambos desastres, contiguos uno al otro, la torpeza y chulería política de Suarez-Quiñones se llevó por delante más de 60.000 hectáreas de suelo zamorano y, lo más trágico de todo, las vidas de un pastor y un brigadista.

La petición de dimisión o cese de este sujeto sigue siendo un clamor ciudadano, mientras él tiene la desfachatez de, no solo no asumir ninguna responsabilidad política en lo ocurrido (ya veremos si la tiene judicialmente porque, desde luego, somos muchos los que estamos convencidos de ello, dado el desastre ecológico que ha propiciado con su cabezonería de no aplicar el Plan de Protección Civil ante Emergencias por Incendios Forestales a pesar de la histórica ola de calor extremo que se vivió en esas fechas), sino de implicar en ello a " ... las nuevas modas del ecologismo ... El ecologismo extremo no es la causa, pero sí uno de los elementos que tenemos que trabajar" dijo en una entrevista en la Cadena Ser. Su caradura va a formar parte de los anales de esta bendita comunidad.

Cuando aún tenemos los ojos rojos de llorar por nuestros montes zamoranos, nos golpean más incendios como si de una plaga bíblica se tratara. Así, hace tan solo unos días volvíamos a pisar tierra quemada, esta vez para seguir llorando con la devastación que ha calcinado una gran porción de la comarca extremeña de Las Hurdes y que, como todos sabéis, acabó también afectando gravemente a la provincia salmantina, amenazando el valiosísimo ejemplo de monte mediterráneo que se conserva en el valle de Las Batuecas y afectando a gran parte del Parque Natural de la Sierra de Francia, que ha quedado seriamente tocado.

La sensación que tengo al llegar al Portillo -el puerto de montaña que comunica La Alberca y el valle de Las Batuecas- es parecida a la que se siente al llegar frente a la puerta de una habitación de hospital: te da miedo cruzarla porque tu corazón no quiere enfrentarse a las malas noticias que te esperan tras ella, pero sabes que es inevitable, aunque no abras esa puerta la realidad no va a cambiar y el sufrimiento va a ser el mismo. La cicatriz del nuevo cortafuegos, trazado con prisas para evitar la posible llegada de las llamas a este lugar tan cercano al pueblo Conjunto Histórico-Artístico, te ayuda a ir asumiendo lo que esta nueva tragedia ha representado.


Batuecas se ha salvado. Solo de refilón las llamas consiguieron entrar dentro del valle, cruzar incluso el arroyo homónimo y trepar un poco por las lomas de su margen izquierda. El monasterio tuvo el fuego a tan solo unas decenas de metros, pero habrá que esperar a que la Junta deje caminar de nuevo por sus senderos habituales para comprender lo cerca que estuvo.


Ahora todo acceso al interior del valle se mantiene prohibido, pudiendo el visitante llegar únicamente hasta la puerta del monasterio, lo que supongo cambiará en los próximos días (quizás ya lo haya hecho cuando veas estas líneas publicadas) dado que el incendio ha sido ya controlado, paso previo a declararlo extinguido. Si en la imagen anterior un cartel junto a la valla que rodea el monasterio advertía a todos los visitantes de la prohibición de entrar al valle de las Batuecas, en la siguiente observamos lo cerca que llegaron a estar las llamas de la explanada que hay delante del recinto monástico del Desierto de las Batuecas.


Continuar hacia la provincia de Cáceres es chocarte de bruces con la realidad más cruda de un incendio, con la desolación de un valle devorado por las llamas que te golpea en las sienes. Por abajo, apenas si llegamos a la pequeña población de El Cabezo parando a observar la zona donde empezó todo, el punto de inicio, suficiente para comprender el alcance de este nuevo desastre. Desde arriba, sin embargo, los prismáticos nos permiten abarcar visualmente desde las alturas de la Peña de Francia una parte importante de lo arrasado. De nuevo, los pinares de repoblación se convirtieron en cerillas que ardieron sin ningún control durante días. Pequeños rodales de cultivo de pino, unas pocas vaguadas húmedas con manchas de vegetación autóctona y lo que sobrevive a duras penas entre los canchales parecen ser lo único que se ha salvado, además de los propios pueblos que llegaron a verse rodeados y a tener las llamas dentro.




El apocalipsis ambiental, social y humano que representan estas grandes calamidades nos tiene que hacer recapacitar, en especial si queremos demostrarnos a nosotros mismos que sí, que somos de verdad una especie inteligente. Si hemos sido capaces de ir y volver a la Luna, de enviar robots a Marte o de hacer fotos del nacimiento del universo, ¿cómo no vamos a ser capaces de cambiar nuestras obsoletas políticas forestales especulativas y ambientalmente insostenibles, origen final de muchos de estos Grandes Incendios Forestales (GIFs)? Aunque en este punto debo dejar constancia de que siempre he tildado de "conjetura" esa posible inteligencia humana, puesto que a lo largo de la historia de la humanidad hemos dado muestras sobradas de nuestra elocuente estupidez, lo que nos fuerza a reconsiderar dicha cuestión como una mera hipótesis aún por demostrar. No tenemos que retroceder mucho para atrás para comprenderlo, la guerra de Ucrania es un buen ejemplo de que no escarmentamos, y la pandemia nos vino a demostrar que seguimos siendo los mismos, que no cambiaremos, y que, además, seguiremos destruyendo el planeta como antes de la misma. Todo sigue igual, nuestra inteligencia sigue sin ser demostrada.


Árboles calcinados, de tronco negro. Cenizas tapizando el suelo, que acabarán en los cursos de agua. Miles de seres vivos que habrán muerto o, por lo menos, que se habrán visto obligados a desaparecer de la región. La economía de la gente afectada. Viviendas y edificaciones destruidas. La apicultura o la micología, desaparecidas. Lo mismo que el turismo de naturaleza. Erosión y pérdida de suelo. Destrucción del paisaje y de los ecosistemas. Y, por supuesto, la emisión de una enorme cantidad de gases de efecto invernadero a la atmósfera, que en el caso de nuestro país alcanza el 1% del total. Por si fuera poco todo esto, en las últimas cuatro décadas se han perdido en España casi dos centenares de vidas humanas en estos desastres ambientales, económicos y sociales. Todo destruido, aniquilado por un problema que en gran medida hemos generado nosotros mismos. Un problema generalizado que se reproduce más intensamente cada verano en todas las regiones españolas, pero que no desaparece tampoco en invierno, ni siquiera en las regiones húmedas y verdes del Noroeste peninsular, tan diferentes a los resecos campos de clima mediterráneo del centro y sur ibéricos, o del propio arco mediterráneo: más del 50% de los incendios en el Estado español tienen lugar en Galicia, el 70% si incluimos Asturias, Cantabria y Norte de Castilla y León (León y Zamora).

Nos encontramos, pues, ante un problema estructural directamente relacionado con el uso que se hace del suelo de nuestras sierras, con la especulación de nuestros montes, la rancia política silvícola del siglo pasado y la incontestable realidad de que hay quien se beneficia de las llamas -más del 50% de los incendios en nuestro país tienen una intencionalidad. La PAC intentó enmendar estos errores incentivando las reforestaciones no monoespécificas con numerosas especies autóctonas de matorral y arbolado, pero en los cálculos cortoplacistas de quienes al final gestionan los montes españoles se sigue simplificando el número de especies para ahorrar costes, planificación y mano de obra.

En definitiva, seguimos cometiendo los mismos errores de siempre.



Se hace perentoria una planificación seria de la política forestal que impida ejemplos como los de Cantabria y Asturias, donde los gobiernos autonómicos permiten la entrada de ganado a las zonas incendiadas al año de ser destruidas, lo que puede estar detrás de un número determinado de incendios, además de ser una medida completamente antiecológica pues el ganado dificulta la recuperación del ecosistema, ya de por sí empobrecido. No se penaliza, pues, el incendio, sino que, muy al contrario, se incentiva su existencia.


Señores, el monte NO ESTÁ SUCIO, basta ya de tanto analfabetismo ambiental. Ni el monte está sucio, ni las orillas de los ríos tienen que ser limpiadas, ni existe la maleza, ni las malas hierbas, ni las alimañas (excepto si nos referimos a nosotros mismos, claro), ni las aves de rapiña (ídem de lo anterior), ni, por lo general, las plagas de animales (otro ídem más). Todas estas expresiones no hacen sino educarnos en la cultura egocéntrica de un ser que se cree el centro de la existencia y la vida en el planeta, que se siente completamente ajeno a la naturaleza y que está convencido de que ella está ahí solo para ser explotada. Todas estas expresiones, además de falsas, no hacen sino desconectarnos de la realidad, como si no dependiéramos realmente del propio planeta; como si viviéramos en una burbuja, desvinculados del mundo que nos rodea. El lobo no es el malo de la historia por mucho que los cuentos de Caperucita Roja o los Tres Cerditos así nos eduquen, y por mucho que sigamos utilizando todas esas expresiones manipuladoras ni existe la maleza, ni las malas hierbas, y mucho menos la naturaleza está sucia. Estamos siendo educados en el error y la mentira. 

De nuevo la palabra educación vuelve a cobrar un significado fundamental.

Vamos a ver, no aprendemos nunca: cuanto más completo sea un ecosistema más dificil será que un incendio cobre dimensiones incontrolables, a mayor complejidad forestal mejor defensa frente al fuego. Simplificando el paisaje con monocultivos solo estamos favoreciendo el aumento de los GIFs, que dejarán paso, a su vez, a enormes extensiones de matorral (que no maleza) que con facilidad podrán volver a ser pasto de las llamas. Una mayor diversidad de arbolado y matorral, un paisaje en mosaico, con usos variados del suelo agrícola y ganadero, además de forestal, con pastoreo en extensivo, y la consecución de manchas de bosque autóctono intercaladas entre cultivos de especies madereras bien gestionadas minimizarán las consecuencias del fuego allí donde se produzca. Un bosque maduro se protege así mismo, y se regenera con mayor facilidad si sufre un incendio. Un monocultivo es simplemente yesca. Pero si la realidad se impone y los necesitamos a ambos, ¿qué nos impide diversificar el paisaje para beneficio de la sociedad?


Por otro lado, es ridículo y absurdo seguir focalizando nuestros esfuerzos materiales, económicos y humanos exclusivamente en la extinción de los incendios, mientras que desatendemos el origen del problema: conociendo las causas que los provocan, en lo que debemos invertir dinero, medios, leyes, políticas, tiempo y esfuerzo es en evitarlos y prevenirlos. Seguimos siendo unos seres miopes que solo alcanzamos a pensar a corto plazo. Invertir exponencialmente más y más en extinción cada vez que hay un gran incendio es un error político que quedará muy bien de cara a la galería, pero que nunca solucionará la cuestión. Esto es más que evidente cuando conocemos el porcentaje de incendios intencionados, en gran medida con fines agrícolas o ganaderos, pero no solo. Si no atajamos de raíz el problema los incendios forestales seguirán siendo recurrentes cada año. El abandono del campo, de algunos usos tradicionales como el pastoreo, el propio abandono de las plantaciones de madera con gran cantidad de materia combustible sin gestionar, la pérdida de paisajes en mosaico, son solo algunas de las circunstancias que favorecen la peligrosidad de los incendios actuales. Y, cómo no, el cambio climático que está favoreciendo un aumento importante de las temperaturas, provocando el estrés hídrico de la vegetación y aumentando así su inflamabilidad.

Estoy seguro que el incendio de Las Hurdes - Sª de Francia tampoco será el punto de inflexión que provoque en nuestros políticos un cambio de rumbo en los planes de prevención y extinción de incendios forestales. Seguiremos oyendo de ellos pomposamente el esfuerzo empleado en la lucha contra tal o cual GIF, con la retahíla de medios aéreos, terrestres y humanos que se habrán jugado la vida una vez más; y seguirán, además, echando balones fuera respecto de su inherente responsabilidad en la resolución de este problema, sin afrontarlo decididamente con vistas a minimizarlo a medio y largo plazo. El señor Suarez-Quiñones seguirá siendo un buen ejemplo de lo que digo, de ese aferrarse a la poltrona, y de esa desfachatez de ni dimitir ni admitir su negligencia. Vamos, lo que viene siendo un magnífico ejemplo del modus operandi de nuestros gobernantes. Ese podría ser un buen eslogan para ellos: Ni dimito ni admito.

Nosotros, ciudadanos con el enorme poder de echarlos de sus butacas, seguiremos manifestando la incongruencia de sus decisiones cortoplacistas, en Zamora, en Valladolid, en Salamanca o allí donde sea necesario. Nosotros y nuestros votos podemos cambiar cabezas. Hagámoslo.


Estamos muy cansados de oir que los incendios se apagan en invierno y, aun siendo cierto, tenemos que pensar no solo en ser efectivos a la hora de extinguirlos, sino en focalizar los esfuerzos ya de una vez por todas en evitar que se produzcan. Apagaríamos muchos fuegos antes de que se iniciaran con un cambio sustancial de modelo en la gestión forestal de nuestros montes y con una planificación territorial que tenga en cuenta este problema y el agravamiento importante que vamos a padecer como consecuencia del propio cambio climático, con la ventaja de que, aún así, aquellos que finalmente se produzcan tendrán sin duda unas consecuencias mucho menores. Los incendios los apagaremos con medios, cierto, pero los evitaremos con Leyes.

Necesitamos PAISAJES CORTAFUEGOS.

(¡Ah!, y también se apagan con nuestro voto, castigando en las urnas a quien se ha reído de todos nosotros al no asumir su parte de culpa, a la par que la descarga en las "modas ecologistas". Político patético).