Vivir es un tránsito, un camino en donde todos somos nómadas. Que la travesía merezca la pena, depende de ti.

17 de diciembre de 2018

Soul

Sin lugar a dudas Nepal es mucho más que sus valles y montañas; de alguna forma hay algo muy profundo que engancha a quien lo visita, tan vital y palpitante como su propia naturaleza. Esa pulsión la representan sus gentes, el verdadero alma de este país, su auténtica esencia. Si de otros lugares del planeta se puede decir que los habitan gente buena, que se puede viajar sin miedo ni temor a amenazas o peligros derivados de las personas, en Nepal esa aseveración es poco menos que proverbial, convirtiéndose en un axioma. Su natural bondad la experimentamos en el día a día, en su tolerancia religiosa, en la absoluta ausencia de tonos altos, gritos o discusiones, en la sonrisa dibujada siempre en sus labios, en su "dejar hacer", en que cada uno se ocupa de sus cosas sin intromisiones, en la ausencia de malos gestos, en su honestidad y cordialidad, en definitiva.

Nos asombra la naturalidad con la que un hinduista hace girar molinos de oración budistas, o cuando vemos un cuerpo de policía completamente ajeno a la prepotencia de quien se pudiera sentir una autoridad superior,... Sus habitantes nos seducen y enamoran. Si hay algo que me fascina de Nepal es precisamente esa quimérica atmósfera de gentes amables y sonrientes, de gentileza y sosiego en el país de Los Himalayas, de paz interior, ... Pareciera magia.

Pareciera, pero no lo es. Paseamos por sus calles sucias y desbordadas de bullicio, sin aceras, con las manos en los bolsillos y sin prisas, impregnándonos de la ajetreada vida cotidiana de Kathmandú, Patán o Bakhtapur, o amansados y enmudecidos ante los hipnóticos ojos de Buda que nos narcotizan desde lo alto de sus grandes stupas blancas. El trasiego de gente es incesante, las calles vibran con un caótico orden que nosotros no controlamos, aunque intentamos comprenderlo desde la curiosidad propia de todo occidental que viaja a Asia. Ellos van y vienen, con sus indumentarias, su modo de hablar y expresarse, con sus risas y alegría, con sus adornos, los rasgos de sus caras, sus diferencias étnicas, sus ritos y sus costumbres. Todo nos hechiza, lo absorbemos para empaparnos del ritmo vital de sus gentes, hombres y mujeres sencillos, atados a sus fervores y creencias. Los vemos tranquilos, sentados en los monumentos que nosotros los turistas fotografiamos compulsivamente, formando parte del paisaje urbano, sin prestarnos mayores atenciones mientras apretamos el disparador de las cámaras, aunque son sabedores de que nos los llevaremos a nuestras casas inmortalizados en unas tarjetas de memoria.

Sí, estoy completamente seguro, Nepal es mucho más que sus valles y montañas, aunque el Himalaya encarne la mejor justificación para visitarlo. Es, ante todo, un lugar donde reconciliarse con el ser humano, y no es poco hoy en día en un planeta donde el egoísmo es premiado y la bondad humillada.

Nepal es, sencillamente, el lugar en donde renacer.







  


























14 de diciembre de 2018

Tic-tac, tic-tac, ...

Otro más. Y van cayendo los años y nosotros nos vamos haciendo un poco más viejos. Este diario, señores, cumple hoy uno nuevo, su séptimo cumpleaños. En este mundo virtual en el que los blogs han quedado obsoletos ante la inmediatez efímera y fugaz, olvidadiza y muchas veces incluso irreflexiva de otras redes sociales de bastantes menos caracteres, Cuaderno de un Nómada se obstina en seguir cumpliendo onomásticas, sin más pretensiones que seguir intentando transmitir historias, sensaciones y a veces hasta sentimientos positivos respecto del mundo que nos rodea. Espero sinceramente conseguirlo de vez en cuando.

Como en todos los catorce de diciembre anteriores, en esta ocasión también os dejo doce imágenes para celebrar los meses del año transcurrido; doce fotografías que en esta ocasión nos sirven de disculpa para recordar nuestra cita anual con el celo de las cabras monteses (Capra pyrenaica). Corresponden a la primera de las dos únicas jornadas que en esta oportunidad les he podido dedicar. Día frío y hosco como lo es la alta montaña invernal, con la ligera nevada nocturna que imprimió a las primeras horas de la mañana ese carácter riguroso, a la par que atractivo.

Un día más cargado de sensaciones. Un año más repleto de historias.













30 de noviembre de 2018

Tal día como hoy ...

... de hace treinta años comenzaba todo para mí. Fue el origen.

Un treinta de noviembre de mil novecientos ochenta y ocho ponía mis pies sobre las piedras más altas del volcán más alto del planeta, el Ojos del Salado. En aquella época su sugerente nombre sonaba aún a empresa desconocida e incierta, todavía olía a exploración. Hacerlo, hoyar su cumbre, fue el resultado por igual de la suerte y del entrenamiento y experiencia en montaña. Y digo que la suerte jugó un papel fundamental porque cuando en los ochenta y ocho mis dos amigos y yo viajamos a Sudamérica con la idea imprecisa de, además de al Aconcagua, subir al volcán más alto del mundo y segunda cumbre del continente, no encontramos ni la más mínima información de por dónde discurría la ruta de subida, no había croquis, no había reseñas escritas, ni fotos, nada. Nada de nada. Todo lo que sabíamos era que un grupo de Madrid y otro de Canarias habían intentado el volcán los años previos partiendo de un lugar denominado Hospedería Louis Murray, en pleno desierto chileno de Atacama, pero nada más. Eso era todo. Desconocíamos rutas, dificultades, variantes, distancias, desniveles, ...

Pero vayamos por partes, la historia del Ojos el Salado vendrá después. ¿Por qué empezó todo un mes de noviembre de hace treinta años? Porque para mí fue un punto de inflexión que lo cambió todo. A punto de cumplir los veintiséis, sin vehículo que me permitiera moverme libremente, viajaba haciendo autoestop, en transporte público o con otros compañeros que sí disponían de coche particular. Por aquel entonces ni siquiera había subido alguna cumbre de tres mil metros en los Pirineos. Menos aún cuatromiles de los Alpes o el Atlas marroquí. Pero surgió la oportunidad de organizar aquel viaje a Argentina y Chile y la aproveché sin dudarlo. Mi primer gran viaje, mis primeras grandes montañas de la mano de Paco, ya experimentado viajero y escalador con suficiente hábito en aquellas lides. Desde entonces viajar forma parte indisoluble de mi persona. Viajar con mayúsculas, no simplemente ir a ver sitios como hacen hoy en día tantos y tantos turistas, coleccionistas de lugares y países. Porque Viajar, con mayúsculas, puede llegar a ser muy distinto a visitar lugares. Es algo personal, interior, que forma parte de nuestro ser nómada, algo que llevamos grabado en nuestro ADN de humanos.

En aquel viaje le tocaba el turno primero al Aconcagua, que representaba para Paco una espina clavada dentro tras tenerse que bajar unos años antes de su vertical cara Sur. Tras la ascensión previa al Cerro Cuerno como aclimatación, los tres coronamos la cumbre más alta de América un espléndido 14 de noviembre, semanas antes de que la temporada alta de ascensiones comenzara en la Cordillera Central. No había nadie en el campamento base entonces, estuvimos solos los tres durante nuestra estancia allí, con la única compañía de un ratoncillo tuerto que se movía por el viejo refugio de madera de Plaza de Mulas, entonces pintado de amarillo, años después de blanco. No sé si seguirá existiendo hoy en día aquella vieja construcción con olor a humo, cuyas paredes ennegrecidas guardaban los recuerdos de muchos otros soñadores anteriores a nosotros, en forma de muescas que perpetuaban nombres y fechas. La ausencia total de montañeros nos permitió no tener que cargar con las tiendas de campaña para los campamentos de altura; así, el refugio Berlín situado a seis mil metros nos cobijaría a los tres durante la ascensión y el descenso de la cumbre, de la que por desgracia no pudimos hacer fotos, pues las pilas de la cámara se agotaron por el frío terminando la Arista del Guanaco y llegando casi a la misma cima.







Tras la rápida ascensión al Aconcagua (en solo siete días desde que dejáramos Puente del Inca), nos desplazamos a la ciudad chilena de Copiapó, situada a las mismas puertas del desierto de Atacama y ligada para siempre al famoso rescate de los treinta y tres mineros que quedaron atrapados en el interior de una mina en el verano del dos mil diez. Llegar a la base del volcán ya fue toda una odisea en sí misma, pues recorrer doscientos sesenta kilómetros de puro desierto supuso el primer gran escollo a salvar. Ninguna compañía minera quiso llevarnos aprovechando sus movimientos por la región, y alquilar finalmente un 4x4 con conductor fue nuestra única y desesperada alternativa para subir (aunque sí conseguimos regresar de allí gratis). La aclimatación adquirida en el Aconcagua fue fundamental para subir bruscamente los casi cuatro mil metros de desnivel que existen entre Copiapó y la hospedería Louis Murray en apenas seis horas.

Cuatro días después de llegar a aquel rincón inhóspito estamos en condiciones de intentar la cumbre. Salimos muy de noche a la luz de los frontales, pero Paco se ve obligado a regresar al refugio César Tejos al no encontrarse bien. Hasta ese momento él iba, como siempre, muy por delante de mí, y yo a su vez muy por delante de Javier. Tras superar la infame ladera de piedras sueltas que me deposita en el borde del cráter, veo enfrente la cumbre con una ascensión realmente parecida a la del Balaitus por la Brecha Latour (como descubriría yo mismo al verano siguiente haciendo este, mi primer tresmil pirenaico, mucho tiempo antes de que esta ruta contara con anclajes de rápel y cadenas). Atravieso el cráter por un incómodo pedregal y trepo a la brecha que divide su cumbre bicéfala, cuyas dos torres sabemos hoy que tienen exactamente la misma altura. En aquella época, sin embargo, se pensaba que el Torreón Oeste -o Chileno-, que era al que yo estaba subiendo, era ligeramente mayor; aunque claro, todo esto nosotros tampoco lo sabíamos entonces. Supusimos que sí había llegado a la cumbre principal simplemente porque en el Torreón Oeste al que yo me encaramé había una caja con un libro de cumbre y porque desde el cráter sí que parecía de mayor altura. Sea como fuere, una vez hube alcanzado la escotadura entre los dos torreones, gateé con las manos los siguientes quince metros por un terreno expuesto y delicado, más que difícil -que comporta un III grado de dificultad según sabemos hoy en día, también- saliendo a una suave loma que me depositó por fin en la cumbre del Ojos del Salado.

Mi vapuleada cámara compacta se había estropeado hacía ya varias horas y no hay tampoco foto de esta cumbre. Allí de pie, observando el paisaje de Atacama salpicado de volcanes y neveros, yo estoy satisfecho, me siento feliz por la ascensión, por supuesto, probablemente la segunda o tercera española, pero sobre todo estoy nervioso porque el destrepe hasta la brecha con las Koflach de plástico y los guantes puede ser peligroso, ... y estoy solo. Me siento muy vulnerable, tremendamente lejos de todo y de todos. Miro al borde del cráter y sigo sin ver a Javier asomar por él. Escribo los nombres de los tres en el libro de cumbre porque anímicamente ellos están aquí conmigo, porque somos un equipo. Miro a mi alrededor por última vez y salgo de allí pitando, no estaré tranquilo hasta que haya destrepado la brecha que separa ambas cimas. Me pregunto si Javier se habrá dado la vuelta igual que Paco o habrá tenido algún problema. Extrañado por no verlo, desando con mucho cuidado los metros que me separan de la estrecha portilla y una vez abajo, ya más tranquilo, continúo hacia el extremo contrario del cráter. Cuando estoy llegando a él asoma la figura de Javier por su borde. Ya no lo esperaba. Estuvimos quince minutos allí descansando, cambiando impresiones y haciendo las fotos mutuas que veis abajo (éramos parcos haciendo fotos). Javier decide darse la vuelta y se baja conmigo. Llegamos al refugio donde está Paco ya recuperado y continuamos para la hospedería Louis Murray.








Las viejas y decoloridas diapositivas que guardo de aquel viaje son un verdadero tesoro para mí. Son el recuerdo de un viaje iniciático que, por primero, nunca se podrá volver a repetir. Allí comenzó todo, hace hoy treinta años. Son viejas diapositivas en las que aparecen unos personajes que una vez soñaron no dejar nunca de viajar, de explorar los grandes paisajes del planeta y soñaron ser débiles para dejarse seducir por las montañas. Desearon no detenerse jamás. Soñaron no dejar de soñar.

Yo sigo haciéndolo.

Y veo ahora las fotos de Paco y me entristezco de que tan solo un año después de aquel periplo por los Andes él decidiera soñar para siempre con las laderas de un lejano monte del Himalaya y que, además, el destino quisiera satisfacerle un tres de octubre. No pudimos volver a soñar juntos montañas lejanas, pero de su mano germinó en mí la necesidad de no dejar de intentarlo. Gracias Paco.