Vivir es un tránsito, un camino en donde todos somos nómadas. Que la travesía merezca la pena, depende de ti.
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14 de diciembre de 2022

11 años ya

Un 14 de diciembre más recopilo algunas de las fotos aparecidas en este último año para celebrar un nuevo cumpleaños que añadir a este modesto Cuaderno de un Nómada. Once ya. A mí me parecen pocos para esta andadura de la que tengo la sensación de haberse iniciado mucho tiempo antes. Este año cumplido lo despido con menos fotos de fauna de las que hubiera querido, pues me han faltado muchas mañanas en el hide para lo que venía siendo habitual en años previos. Pero es que el tiempo mucha veces no está ahí para lo que quisiéramos.

No obstante, campo ha habido mucho, que es lo principal. Han sido muchos los pateos realizados por las sierras y montañas de mi zona de confort: Gredos, Béjar, sierra de Francia, de la Culebra, ... cordillera Cantábrica, ... Gallocanta, ... Y amigos, por supuesto, también ha habido muchos amigos sin los cuales el campo no hubiera sido lo mismo. Con ellos hemos gastado las suelas de las botas, hemos arrancado a caminar antes de amanecer para hacer imborrables esperas a nuestros grandes carnívoros, o hemos llegado de ellas ya de noche a nuestras furgos. Nos hemos reído y hemos hablado; ya lo creo que hemos hablado, largo y tendido, de naturaleza, de la política que afecta a nuestra naturaleza, ... y de los indeseables cuyas acciones y decisiones afectan a nuestra naturaleza. Ya lo creo que hemos hablado de todo ello y de todos ellos. Y también nos hemos reído (¿no lo había dicho ya?). Pues eso, que sin los amigos nada hubiera sido lo mismo.

Ha habido buenos momentos, pero también momentos amargos como la pesadumbre que nos provoca recorrer los grandes incendios de Zamora y de la sierra de Francia/Hurdes, cuyas cenizas hemos pisado cuando aún humeaban algunos rescoldos calientes. 

Este año no puedo ni quiero quedarme solo con los buenos recuerdos, aunque espero que sea solo una excepción. Será necesario recordar también los malos, porque olvidar nos hace tropezar de nuevo con el mismo problema, y porque olvidar nos puede hacer cómplices de que algunos desastres ambientales se vuelvan a repetir. No, no quiero olvidar, para saber a quién no he de votar.

Esta vez os dejaré, como excepción a la norma, alguna foto más de las doce con las que en otros cumpleaños he salpicado esta celebración; os dejo, pues, un bonus track. Espero que, aunque menos prolífico en lo fotográfico para mí, haya sido al menos un buen año en lo viajero para todos, porque el destino no es el objetivo, sino el camino. 

Feliz espíritu de lo salvaje, amigos.

















30 de julio de 2022

Geometría

Gorriona común con indudables conocimientos de composición fotográfica, posando para mí. Así da gusto. Imagen pasada simplemente a B/N, sin ningún otro tipo de ajuste, recorte o reencuadre. Componer líneas rectas y encajarlas milimétricamente en la toma siempre es un placer cuando se fotografía la vida natural. 



16 de diciembre de 2021

Una década ya

Hace tan solo dos días el calendario marcó otro catorce de diciembre y, como cada catorce de diciembre de los últimos diez años, yo celebro la onomástica de este modesto cuaderno de bitácora que ahora tienes en tu pantalla. ¡Diez años ya desde el inicio!, se me va haciendo mayor la criatura.

El caso es que en estos tiempos que corren en los que las redes sociales han impuesto la tiranía de la inmediatez, de la apariencia y el postureo, mantener un blog en el que hay que "perder" un tiempo precioso -que parece que ninguno tengamos- en leer un texto de más de cinco renglones parece una heroicidad. Vivimos tiempos en los que el despotismo de la superficialidad ha sido asumido por la sociedad; su frivolidad se ha vuelto dictadura y lo pueril se ha convertido en su fachada. Es la trivialidad de la apariencia y del "aquí y ahora" frente al pensamiento crítico y pausado. Así, la información de ahora mismo habrá desaparecido del pensamiento de la gente tan solo unas horas después (o unos minutos), cuando no sustituida por mentiras que no por viralizarlas miles veces acabarán convirtiéndose en verdades. El "año horribilis" del que hablaba en mi anterior onomástica nos lo ha demostrado. No somos más humildes que antes de la pandemia. Ni más solidarios, ni más responsables. Desde luego no somos más buenos. Los aplausos han dado paso demasiado rápidamente al egoísmo de siempre. Haciendo gala del sarcasmo, no somos, pues, mejor sociedad, solamente una sociedad más vacunada que la africana.

Han pasado otros doce meses y ya hemos comprobado cómo el sufrimiento que hemos padecido y seguimos padeciendo no nos ha hecho una sociedad más generosa y fraternal, lo que ya advertí yo desde el primer momento, cuando muchos ingenuos llegaron a pensarlo. Siento ser tan pesimista respecto del ser humano. Por eso este modesto blog (y otros cuantos que sobreviven en la esfera virtual) espera seguir mostrando lo humano y lo villano de nuestro tiempo -que es como decir de nosotros mismos-, la belleza y la fealdad de nuestro mundo y nuestra sociedad, lo afable y lo malicioso, lo justo y lo inmoral. Y espero poder seguir haciéndolo compartiendo mi visión personal junto con información veraz y contrastada; y lo que es igual de importante, sin prisas, pausadamente, tomándome el tiempo necesario, obstinándome en no claudicar frente a la inmediatez y la apariencia.

Y es la naturaleza para mí ese espejo en el que la sociedad refleja todo lo bueno del ser humano y todo lo malo. Como cada año, de los últimos diez, celebraré la onomástica de Cuaderno de un Nómada recordando doce fotografías de parte de los trabajos realizados en estos últimos meses con esa fauna que tanto me alivia el alma, de esas criaturas con las que compartimos el planeta que estamos destruyendo, de esos seres que consiguen que me cicatricen las heridas. Doce imágenes que son doce recuerdos, sanadores e imborrables.












19 de marzo de 2021

¡Aquel posadero!

No siempre las especies raras, escasas o desconfiadas son las más complicadas de fotografiar. O para expresarlo mucho mejor aún, no siempre la dificultad de conseguir la fotografía que tienes en tu cabeza depende de la rareza, escasez o desconfianza de la especie. Esta historia es un buen ejemplo de ello.

Hace ya bastante tiempo -junio de 2018- añadí un post en este blog titulado simplemente "Gorriones". En la segunda foto de aquella entrada aparecía un precioso macho que exhibía la típica intensidad de plumaje propia de la época de celo, descansando sobre un posadero muy bonito. Aquel gorrión tan chulo estaba posado en una percha no menos chula y que, tras observar las fotos, me pedía una imagen compuesta en vertical. Ya sabéis que soy de los que tiran los posaderos después de haberlos usado con una especie -lo he comentado en otro post titulado precisamente "Posaderos", ayudado por mis amigas las abubillas, así como en otras webs de fotografía de fauna-. Sin embargo, tras ver las tomas de aquella sesión de mayo de 2018 estaba claro que aquel posadero estaba pidiéndome a gritos que lo fotografiara en vertical. El palito en cuestión era una obra de arte en sí mismo y cobraba incluso más importancia que los propios humildes gorriones, o por lo menos tanta como estos. Así pues, lo intenté unos días después, pero los gorriones, caprichosos, decidieron que ya no se querían subir allí más veces. No me quedó más remedio que hacer varias sesiones más aquel año con la intención de rematar esa foto que tenía en la cabeza; pero nada, sin resultados, tuve que acabar "abortando la operación". No me quedó más remedio que guardar el posadero en el garaje para volver a intentarlo al año siguiente, obviamente con la misma especie pues no me gusta usar la misma percha con diferentes tipos de aves. Así lo hice en 2019, pero sin suerte, no hubo manera. Lo intenté situándolo en el mismo montón de maíz en el que se alimentan y que ya me sirvió en la primera ocasión; tampoco, que si quieres arroz, Catalina. Lo intenté junto a los pesebres de los corderos donde se ponían las botas con el pienso; menos aún. Lo intenté junto al abrevadero cuando en pleno verano la sequía hace de aquel lugar un oasis. Y nada, que mucho antes que Pedro ellos ya habían dicho que NO es NO. El posadero iba y venía (ahora tiene el extremo distinto -más corto- por algún percance durante los evidentes viajes, ¡tanto va el cántaro a la fuente ...!) y yo me desesperaba. ¿Cómo es posible que en las tres primeras sesiones que hice en aquel 2018 se posaran en todo lo que les ponía, incluido este mismo palo, y de pronto ... sin ningún motivo que yo alcanzara a entender ... dejaron de hacerlo. ¡Pero radicalmente, eh!. 

2020, como ya sabéis, vino rebelde y el confinamiento me impidió rematar aquel trabajo. Pero yo, que como ya podéis suponer soy más cabezón que los propios gorrioncillos, he seguido todo este tiempo empeñado en conseguir finalmente la imagen que guardaba dormida en algún rincón de mi susodicha cabezota, y este año, cuando ya los primeros machos comienzan a presentar esos colores intensos en su plumaje y los picos se les vuelven de color negro tizón, he desempolvado el palo en cuestión y he regresado.

Tras observar al bando un par de tardes, he decidido olvidarme del montón de maíz en donde siguen alimentándose y pongo mi rama estratégicamente entre los restos de la poda de unos cipreses. He podido comprobar cómo este montón de ramas, tumbadas y muy apretadas por el paso del tiempo, lo usan para esconderse dentro cuando el peligro acecha, a veces en forma de gavilán en busca del desayuno o la cena. Varias veces lo ha intentado sin que haya tenido éxito frente a los gorriones, aunque sí con un pobre estornino negro. Además, utilizan el montón de ramas como escala intermedia en sus trasiegos entre la comida, el suelo donde se dan sus baños de arena y polvo y los árboles próximos, además de para descansar y acicalarse. Aquí se concentran hasta quizás 200 individuos apretados sin guardar ninguna distancia social, como si con ellos no fuera la pandemia. Finalmente, tras cuatro tardes, y a pesar de que mi posadero les sigue sin apetecer como lugar de parada, he conseguido hacerles algunas fotos que se acercan mucho a lo que tenía en mi cabeza. Han bastado unos gorriones despistados y unos segunditos muy cortos subidos en el posadero para que les haya podido hacer unos retratos definitivos.

Estaréis conmigo que el palito ha merecido la pena.

Ahora ya sí, puede ir a formar parte del suelo del bosque. Adiós, te echaré de menos.






2 de agosto de 2020

La vieja caja nido


No soy amigo de hacer fotos de aves en sus nidos. Pueden incentivar a otros fotógrafos a hacer lo mismo, y las molestias que podemos causar en el entorno del mismo pueden dar al traste con la nidada en cuestión. A esto siempre puede haber excepciones, como en el caso de las colonias de aves marinas, en donde fotografiar (o simplemente observar) sus nidos desde lo alto del acantilado no representa ningún problema de conservación para las aves, allí congregadas por miles, al menos por regla general. Además, tampoco suele ser estéticamente bonita la fotografía de los pollos en un nido, sino más bien todo lo contrario, por lo que tampoco nos deben interesar estas tomas si lo que buscamos son imágenes hermosas de las aves (aunque a esto también encontramos sus excepciones). Quizás, el principal objeto que justifique fotografiar aves en nidos sea la de documentar este aspecto de sus biología.

Por si fuera poco, la fotografía de aves en nido que se practicó mucho en los albores de esta disciplina fotográfica pasó de moda hace muuuucho tiempo; afortunadamente para las especies, que han dejado de sufrir este tipo de incordio o incluso acoso.

 

En cualquier caso, fotografiar nidos debería, de hacerse, conllevar siempre la necesidad imperiosa y rigurosa de tener un total control sobre las posibles molestias que se les pueda causar, con el fin de abortar cualquier sesión si observamos que esas molestias se producen. En esto hay que ser siempre radical. Así pues, este tipo de fotografías solo deberían realizarse en circunstancias concretas, con un objetivo que lo justifique y por fotógrafos con suficiente experiencia naturalística como para realizarlas de manera totalmente segura para las aves.



Pero como decía arriba, siempre hay excepciones. Este año, tras el duro confinamiento que nos ha impedido disfrutar de la maravillosa primavera que se ha esparcido por nuestros campos, hemos llegado a un comienzo de verano con verdadera necesidad de naturaleza. Y esta a veces nos regala la oportunidad en bandeja. El corral de la casa del pueblo se transforma cada primavera y verano en un bullicioso hotel. Varios nidos de gorriones se instalan bajo los voladizos de los tejados, en la vieja chimenea que habéis visto en mi entrada titulada "Compañeros", entre las uralitas que dan sombra a la mitad del mismo o en el interior de la panera aprovechando los rotos de las bobedillas del techo. Las hierbas secas y restos de ramitas finas que emergen de los rincones más insospechados los delatan; los nidos están por todas partes. A menudo también los pollitos muertos caídos de sus nidos. Las tórtolas turcas, por su parte, crían sobre una caja nido que fabriqué hace unos años para los gorriones y que nunca fue usada, o sobre las cerchas metálicas que soportan las placas de fibrocemento blanco (lo que todos conocemos por el nombre de la marca que lo comercializó mayoritariamente en nuestro país: la uralita) o sobre el cráneo del carnero que preside el amplio corral (en estos momentos, con los pollos anteriores ya independizados, han iniciado una nueva puesta; no paran) y cuyas fotos podéis ver en esta otra entrada titulada "La exploradora". Los estorninos negros sacan adelante a su familia bajo un par de tejas rotas en un tejado. Y los mirlos lo hacen entre la maraña de hojas con que la hiedra cubre una de las paredes del jardín, y este año, además, en el enramado profuso de la wisteria de la pérgola.

 

Sí, el corral se llena de nuevos retoños reclamando comida. 

 

Este año, por si todos eso rincones fueran pocos, una pareja de gorriones comunes (Passer domesticus) ha utilizado por fin para criar una vieja caja nido que lleva colgada ahí de una pared desde hace años y que nunca había sido usada con anterioridad. Vieja caja nido recuperada del suelo de un pinar en un viaje por el centro de la Península y que este año ha vuelto a tener utilidad, al contrario que otra segunda caja que tampoco ha sido usada todavía y que ha permanecido varios años en la pared tapizada de hiedra. En próximo año tendrá otra ubicación a ver si alguna pareja de gorriones le saca algo de servicio.




¡Cómo resistirse a llevar una mañana el equipo y observar y fotografiar el comportamiento de los progenitores y de los polluelos! Me lo estaban pidiendo a gritos. Bueno, a piídos.


Que las aves estén acostumbradas a la presencia humana facilita la tarea de observarlas y también, como en este caso, la de fotografiarlas. La pareja de gorriones comunes (Passer domesticus) que han ocupado la caja nido situada en una pared del jardín nos ven deambular de un lado para otro, meter y sacar los vehículos, sentarnos bajo la pérgola, y trabajar aquí y allí (siempre hay algo que hacer, arreglar o mejorar). Si en la pareja de pardales que anidaron en la chimenea de la pared se observaba con claridad que el macho entraba a cebar muchas más veces que la hembra, quizás porque esta última desconfiaba de nuestra presencia en el corral, en esta otra familia también se pueden observar comportamientos cuanto menos curiosos. 



En la foto de encima vemos a la gorriona que me observa mientras yo estoy parado en el medio del corral con el trípode, atenta a si represento o no un peligro para ella y su descendencia. Aunque ceba sin perderme de vista, lo hace sin problema una y otra vez. Más bien el problema lo tiene con su propio partenaire, que por algún motivo la persigue cuando regresa a casa con comida -como vemos en la siguiente foto- para robársela y así ser él el que cebe a los dos pollos que asoman sus picos por el agujero de la caja.



Hasta en cuatro o cinco ocasiones al menos en el transcurso de las dos horas y media que estuve haciéndoles fotos, el macho parasitó a la hembra intentando robarle del pico la ceba que transportaba, algo que conseguía con relativa facilidad cuando se trataba de saltamontes, dado que estos voluminosos insectos sobresalían mucho de su pico. Imaginaros la escena: en cierta oportunidad llegó la hembra con dos grandes saltamontes. Como en otras ocasiones, el macho se abalanzó agresivo tras ella y con malas maneras intentó arrebatarle los insectos. La hembra, protegiendo sus dos capturas, tuvo que marcharse perseguida por su compañero, pero no una, ni dos, ni tres veces; hasta en cuatro ocasiones se vio obligada a huir hasta que finalmente el que regresó a la boca del nido fue el macho, esta vez sí, con el botín arrebatado. El padre inmediatamente cebó a los pollos con ambos saltamontes y se marchó a por más comida. Bueno, no os imaginéis la escena, verla:



En la foto superior la madre llega con los dos grandes ortópteros y comienza a cebar a uno de los pollos. La costumbre que tienen de tardar en soltar la comida dentro de las bocas de los pollos (hacen como varios intentos, introduciendo y sacando el pico de la boca de las crías antes de depositar definitivamente el alimento en ellas, como si se debatieran entre el instinto de cebarlas y el de alimentarse a sí mismos, como si les diera pena deshacerse de tan suculentos bocados) hizo que el macho llegara a tiempo para piratearle la ceba, momento que se observa en la imagen inferior donde ya ha "pinzado" con su pico uno de los dos saltamontes. En un forcejeo la hembra perdería las dos presas.



En las dos fotografías siguientes vemos otra de las trifulcas en la que la hembra perdió de nuevo un saltamontes con el que, en la segunda toma, el macho alimenta a una de sus crías.

 



La obsesión de este ejemplar macho por alimentar a su descendencia le llevaba a no respetar a su propia pareja reproductora, aunque desconozco si por un instinto paternal, digamos, extremo o por algún desorden de conducta que, pienso, no es el habitual ya que en otras parejas de gorriones no he visto comportamientos similares al de este individuo concreto. Habrá que estar, pues, atento a futuras reproducciones. Siempre he comentado algo que por otro lado es obvio, como que, aunque cada especie suele mantener unos patrones regulares de conducta, luego cada individuo tiene su propia personalidad que puede llegar a diferir bastante de esos prototipos generales. Además, estas fotos vienen a corroborar otra cuestión en la que siempre hago mucho hincapié: la observación (y documentación) del comportamiento de los animales es una parte fundamental de la fotografía de fauna.


Sea como fuere, los dos progenitores se afanaban en alimentar a sus retoños, podríamos decir que casi compulsivamente. No siempre se hace fácil discernir con qué los alimentaban, pero a menudo eran insectos, pudiendo distinguir emergiendo de sus picos diferentes patas, antenas o alas antes de ser introducidas en la garganta roja de su descendencia. Alguna semilla y posiblemente fruta picoteada de la higuera junto a la que se sitúa la propia caja nido, completaron esa mañana la dieta de los pollos. Debajo, el macho ceba con dos mariposas diurnas muy similares a la Arctia caja, pero de abdomen blanco y que no he conseguido diferenciar bien. La gorriona, a su vez, espera con algún insecto también, del que se ve alguna antena.







A fecha de hoy los dos polluelos que aparentemente han crecido en la vieja caja nido ya la han abandonado. Se habrán unido al resto de adolescentes que estos días se lanzan al mundo, de momento en compañía de sus padres, en busca de su propia vida, llenando nuestras ciudades y pueblos de naturaleza salvaje, a la vez qiue cercana. Sin duda, unos compañeros de viaje entrañables.



18 de julio de 2020

Compañeros

El gorrión común (Passer domesticos) es, sin lugar a dudas, la especie salvaje más conocida por nosotros de entre las que medran junto al ser humano en nuestras urbes, pueblos y zonas habitadas. Es comensal del hombre y se ha adaptado a vivir con (y de) nosotros sin problemas. No es la única especie silvestre que lo hace, ni mucho menos, pero sí es probablemente la más emblemática. Su alimentación omnívora y su adaptabilidad a vivir tanto en ambientes rurales como urbanos se lo facilitan mucho. Que se suban a nuestras manos en algunos lugares para comer en ellas con descaro no significa que sean absolutamente confiadas, y saben marcar las distancias con los hombres, aunque parezca a veces que esas distancias son muy cortas. Hacía años que veía a los gorrioncillos criar sus nidadas en una vieja chimenea inutilizada y ya taponada hace muchos años, situada en una pared del corral. Este año me llevé una tarde el equipo, sabedor de que los polluelos estaban a punto de saltar del nido y largarse a conocer mundo, como así hicieron: dos días después el nido ya estaba vacío y silencioso.

El macho ceba constantemente, aparentemente más confiado que la hembra. Aporta a los pollos granos de maíz y pienso destinados a la alimentación de las gallinas y que roba del interior del gallinero, y a veces también insectos.


Los pollos, teóricamente dos (o al menos únicamente coincidieron solo dos asomando sus picos al mismo tiempo), generalmente esperan agazapados en el nido la llegada de los progenitores, pero a veces lo hacían asomando curiosos su cabecita por encima del borde. 


Uno de ellos haciendo prácticas de vuelo sin soltarse de la oxidada chimenea, mariposeando sus alas velozmente, como si de un colibrí se tratara. No les queda nada en casa de sus padres.


Como ya avancé arriba, la mayor parte de las cebas las realizó aquella tarde el padre y solo unas pocas las hizo la gorriona, que se mostraba mucho más huidiza y desconfiada ante nuestra presencia. Es curioso cómo, a pesar de ser animales que están acostumbrados a la gente trabajando y moviéndose por un espacio concreto relativamente pequeño, y de, a pesar de ello, escoger ese entorno para ubicar su nido, luego desconfían de esa presencia humana cercana. Fácilmente nueve de cada diez cebas las realizó el macho.


Arriba vemos a la madre aportando una especie de avispa negra o quizás alguna hormiga voladora, mirándonos desconfiada mientras estamos sentados bajo una pérgola cubierta de plantas trepadoras, a ocho o nueve metros de distancia. Al poco uno de los polluelos aletea en el reducido espacio del interior de la chimenea mientras su hermano asoma la cabeza.


La luz de la tarde va cayendo y las sombras alcanzan la chimenea. Dejamos a los gorriones y al resto de compañeros silvestres que sigan con sus idas y venidas. Los mirlos comunes ceban a sus tres pollos al lado mismo de nosotros, en el ramaje profuso de la misma pérgola bajo la que descansamos; entran y salen a escasos dos metros nuestro, cargados en el pico con lombrices que capturan en el césped del campo de futbol. En esta pareja sucede al revés que con los gorriones, el desconfiado es el macho -extrañamente desplumado en el cuello-, mientras que la hembra entra con más facilidad al nido. Las tórtolas turcas que anidan bajo un techado existente en el corral y mucho más lejos de nuestra presencia, parecen estar incubando una nueva puesta (un año pusieron seis, siendo ya Navidades cuando sacaban la última nidada adelante, siempre de dos pichones). Sin embargo, los tordos, que es como por estas tierras se les llama a los estorninos negros, ya solo se acercan hasta esta casa para comernos los higos que maduran en la higuera. No nos dejan ni uno. Yo no me enfado, quizás también tienen sus pollos que alimentar, y aunque esta especie en estos momentos ya no anida en la casa, hace tan solo unas semanas una pareja cebaba a su nidada bajo la teja rota de la "cocina vieja", en la base de la chimenea. 

Unos y otros viven con el ser humano, son nuestros pequeños compañeros de viaje. Alegran nuestras primaveras castellanas con sus algarabías, cantos y polluelos. Padres ajetreados en interminables idas y venidas. Picos abiertos en rojo y amarillo, pidiendo insaciables. Vida nueva en forma de pequeñas criaturas emplumadas que medran entre nosotros, aportando naturaleza a nuestras ciudades y pueblos.

Compañeros de piso.