Vivir es un tránsito, un camino en donde todos somos nómadas. Que la travesía merezca la pena, depende de ti.
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24 de diciembre de 2012

Oporto

Apenas hay transeúntes cuando bajo por una estrecha calle del barrio de la Ribeira buscando el Douro. El adoquinado de sus callejas y los edificios cubiertos de humedades me saludan con las primeras luces de la mañana, envolviéndome con una atmósfera que me embriaga. De las fachadas de sus edificios cuelgan tendederos de ropa y de los tejados emergen los graznidos de las gaviotas que han pasado allí la noche. Un borracho sube como puede la empinada callejuela apoyándose en cada portal, mientras en la plazuela contigua un barrendero trabaja los últimos momentos de sus turno de noche.

Poco a poco despierta al nuevo día la bulliciosa ciudad mercantil que da nombre a todo un país.

Camino por sus calles con el plano guardado en el bolsillo del pantalón pues el frescor de estas primeras horas me anima a pasear sin rumbo fijo. En breve la ciudad sosegada del amanecer se transformará en la urbe comercial, agitada, ruidosa y colorista que todos imaginamos a orillas del gran río internacional, junto a su desembocadura en el Atlántico, cargada de edificios victorianos y puentes históricos, del tipismo de sus rabelos y bodegas, de sus azulejos del color del mar y de sus viejos tranvías. La melancolía y la nostalgia del fado de Amalia Rodrigues fluye como el hilo musical de Oporto desde la ventana abierta de alguna casa; desde la ventana abierta de cualquier casa de esta ciudad cargada de historia y vida, que rivaliza con la misma Lisboa. Fluye como la banda sonara de este Oporto que me engancha y de todo Portugal.