Vivir es un tránsito, un camino en donde todos somos nómadas. Que la travesía merezca la pena, depende de ti.
Mostrando entradas con la etiqueta Aragón. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Aragón. Mostrar todas las entradas

13 de febrero de 2022

24 horas ...

 ... en la vida de Gallocanta. El tiempo se desarrolla con una cotidianidad maravillosa. Amanece. Se despereza la fauna diurna al tiempo que se encaman los habitantes de la noche. Comienza el ritual diario de buscar alimento, beber, bañarse, descansar, relacionarse con los congéneres, ... vigilar y mantenerse atento, ... seguir alimentándose, ... para finalmente regresar a la seguridad de la laguna, volver a detenerse por unas horas y dormir de nuevo en una vigilia atenta -la vida en la naturaleza pende siempre de un hilo-.

Un día tras otro, la rutina diaria de una jornada tras otra.

Para ellos, los inquilinos de la laguna, no es más que otra jornada más, en la que sobrevivir es el quehacer de cada día. Para nosotros será, por el contrario, un día especial, esperado desde hace meses cuando reservamos el uso de uno de los hides de Bello. Seremos privilegiados observadores de la vida cotidiana de Gallocanta, espías escondidos vigilando cada movimiento de su fauna. Vemos volar los grandes bandos de grullas (Grus grus) hacia cercanos puntos de alimentación con su griterío característico, muchas de ellas llevándose en sus patas delicados grilletes de hielo que demuestran las frías temperaturas bajo cero que han soportado la pasada noche en las aguas someras de la laguna que las pone a salvo de los depredadores terrestres. No todas vuelan con sus patas estiradas en la posición clásica de esta especie, sino que muchas lo hacen con ellas recogidas entre las plumas del vientre.

A lo lejos los enormes gigantes de Don Quijote mueven sus aspas y nos recuerdan lo sencillo que resulta no volver a ver un nuevo día cuando las nieblas, por ejemplo, o la oscuridad envuelven el paisaje.









Las horas en el zulo pasan y tornan las luces de cálidos tonos pastel a tonos neutros.






Un grupo de 5 corzos pastan a casi 1'5 kms de distancia, mientras observan sin perder detalle a un zorro que campea cerca de la orilla, a poca de distancia de donde se encuentran. Avefrías, anátidas, córvidos, estorninos y otros pajarillos deambulan por la llanura, buscando alimento. La jornada será cálida una vez que el sol gane altura: las paredes del hide se calientan con sus rayos y en el interior se está razonablemente cómodo, sin demasiado frío, aunque para las fotografías ello suponga un ambiente menos atractivo.

El objetivo principal aquí siempre será la grulla común con sus parloteos y su elegantes poses. La especie apareció por primera vez en Gallocanta allá por los años 70, y desde entonces no ha dejado de recalar en este lugar en sus extraordinarios periplos migratorios (anteriormente a esos años era un ave completamente desconocida por los lugareños). Este privilegiado lugar ofrece varios hides para disfrutar de la presencia cercana de estas desconfiadísimas zancudas y, aunque esta temporada no hemos tenido demasiada suerte con su proximidad, lo cierto es que las doce horas que se pasa uno dentro del habitáculo transcurren volando. Entrando antes de amanecer y saliendo una vez anochecido salvaremos todas las dificultades que presenta esta especie. El paisaje es, además, magnífico, con sus tonos dorados y homogéneos.

















Mañana aún veremos, en una vuelta por el perímetro de la lámina de agua, una piara de 11 jabalíes encamándose entre los carrizos de la orilla y unos 80 flamencos que se han sedimentado en la laguna durante este invierno, a pesar de las temperaturas muy por debajo de cero grados que siempre se registran aquí en esta estación (¿recordáis los -25'4º bajo cero que se midieron en Bello el pasado invierno durante el paso de la borrasca Filomena?).

El atardecer regresa, como regresará mañana el siguiente amanecer. Nosotros disparamos las últimas fotografías de grullas contra cielos incendiados de magentas y púrpuras mientras los enormes bandos regresan una vez más a su refugio acuático. Nuestro tiempo en Gallocanta concluye, pero solo por esta ocasión, porque habrá seguras nuevas visitas a este enclave.

















23 de octubre de 2021

Ordesa y Monte Perdido


Pirineos nunca defrauda. Ordesa y su entorno tampoco. Cuando llegamos ya se veían las cumbres con las primeras nevizas de la temporada, una ligera capa reciente caída los días previos en los que el mal tiempo barrió la Península. Duró apenas lo que tardó en calentar un poco el sol en la jornada siguiente. Hacía años que no pateábamos por Ordesa, aunque en esta ocasión tampoco era ese el objetivo principal. Nuestra mente estaba ocupada casi únicamente por el quebrantahuesos (Gypaetus barbatus), el magnífico "buitre-águila", ese buitre barbado en grave peligro de extinción que tiene en esta región pirenaica el principal reducto en Europa y probablemente las mayores densidades de la Península. Pero aún así hubo tiempo para todo, y el lugar no puede ser más espectacular para dejarse llevar. Estar inmerso en este ambiente de montaña durante varios días es un privilegio; un privilegio que supimos comprender. No en vano estamos rodeados por algunas cumbres relevantes de la cordillera, y de ellas son varias a las que nosotros hemos subido en anteriores viajes: Vignemal, Monte Perdido, Astazous, El Casco,... la Munia. El propio Tozal del Mallo en pleno valle de Ordesa nos ha visto descansar en su cima. Recuerdos eternos.







Atardeceres y amaneceres que se suceden ante nuestros ojos. Paredes teñidas de ocres cálidos, el profundo valle de Ordesa que se hunde en las sombras, volutas de nubes que se arremolinan en flecos deshilachados entre las paredes y que ocultan a ratos las cumbres, la levedad de un arcos iris que nos regala su belleza única, intangible, efímera, un techo de mil estrellas, el absoluto silencio de las noches,... ¿Se puede pedir más?










Paredes, paredes y más paredes. La mirada se nos va a ellas inevitablemente. Nos rodean colosales muros de caliza que nos empequeñecen, los mismos muros verticales en los que descansan las grandes rapaces a las que venimos a ver. Muros inaccesibles, salvajes, donde pareciera que solo las aves pueden llegar; profundas grietas que abrigan ríos tumultuosos. Añisclo, Escuain, Ordesa, Bujaruelo, son nombres que cualquier pirineísta reconoce, y a los que siempre nos gustará regresar. Y ya lo he hecho unas cuantas veces desde aquella primera ocasión en la que, siendo aún un adolescente, llegara en autoestop un anochecer de otoño, lluvioso y desapacible. La sensación de vulnerabilidad que sentí vivaqueando en el interior de aquellos bosques profundos, con sus ruidos desconocidos, no la olvidaré nunca. Ni tampoco el chaparrón que me dejó empapado de arriba a abajo, incluido el saco de dormir.

Han pasado cuatro décadas desde entonces, una eternidad; pero en el fondo, la sensación de llegar a un lugar apabullante y soberbio sigue siendo la misma. Esto es lo que nos regala Ordesa y Monte Perdido.