Vivir es un tránsito, un camino en donde todos somos nómadas. Que la travesía merezca la pena, depende de ti.

29 de junio de 2021

Rebecos leoneses

Amanece en las agrestes laderas de unos montes leoneses a donde el azar y las circunstancias nos han arrastrado con los pesados equipos fotográficos y de observación. El sol calienta las faldas de la montaña que tenemos enfrente mientras nosotros dos permanecemos aún a la sombra de una gran ladera, en silencio, observando con el telescopio y los prismáticos el renacer de una nueva jornada. Más allá de estos montes, un mar de nubes cubre todas las llanuras circundantes. Las manadas de rebecos (Rupicapra rupicapra) desayunan por las inclinadas praderas verdes, desperdigadas, pero nunca a mucha distancia de los protectores cortados rocosos. Envidiamos el sol que los calienta, mientras nosotros necesitamos ponernos toda la ropa que hemos traído, gorros y guantes incluidos; el astro rey tardará aún bastante en ofrecernos a nosotros sus anhelados rayos. Un jabalí deambula por debajo de nuestra posición. Un puñado de cabras monteses hacen lo propio también. Escudriñamos crestas, aristas, laderas, hondonadas, praderas, roquedos, canchales, ... buscando encontrarnos con los espíritus del bosque y la montaña, con el palpitar de la vida real en la naturaleza.








Hoy solo los rebecos, el puñado de cabras y aquel jabalí remolón distraerán nuestras miradas. Nuestros cuerpos destemplados esperarán inmóviles y pacientes la sorpresa que no llegará.

La pasión que levantan los rebecos en la cordillera Cantábrica y Pirineos  -únicos lugares en los que podemos observar esta especie en nuestro país- es comparable con la que levantan las cabras monteses a quienes vivimos cerca de Gredos y otras sierras centrales (además de en otros muchos lugares de la península). Más feúchos ahora con su pelaje de verano, se me viene a la cabeza las pasiones que levantaba ya en el siglo XIX entre la nobleza y la aristocracia españolas, cuando representaba un trofeo de caza muy codiciado. Hoy el rebeco sigue soportando una gran presión cinegética, tanto legal como ilegal.

Se trata de una especie típica del piso subalpino, de esa franja ecotonal existente entre la parte superior de los bosques y la alta montaña. En este ambiente realiza desplazamientos altitudinales con las estaciones del año, abrigándose en las masas forestales durante los crudos inviernos y ascendiendo por las praderas alpinas a medida que avanza la estación primaveral, alcanzando las mayores cotas durante lo más caluroso del verano. Nunca se aleja demasiado de los bosques o roquedos protectores, en los que busca refugio por igual. 

Nosotros, desde nuestra atalaya a la sombra, los vemos efectivamente alimentándose entre los últimos abedules del bosque y las cuerdas cimeras, aprovechando los pastos aún verdes de este final de primavera.




Cuando nos empieza a calentar el sol llega la hora de plegar los trastos, quitarnos algo de ropa y regresar por donde hemos venido. Ya han pasado tres horas desde que amaneció y los espíritus del bosque y la montaña no han querido presentarse. El amanecer no ha tenido desperdicio, aun así. Ha sido un chute de paz y serenidad. Hemos estado completamente solos y no hemos visto a nadie ni en la distancia. Solos. Nosotros y los rebecos. Completamente solos.

Ahora nos vamos y los dejamos a ellos pastando, dejando pasar un nuevo día en la montaña cantábrica.

26 de junio de 2021

Pechiazules del norte


Este año será para mí, sin duda, el año del pechiazul (Luscinia svecica). A mis sesiones realizadas a ejemplares de las sierras del Sistema Central (se distribuye desde Béjar a Somosierra), he podido sumar dos tardes muy productivas a ejemplares de los Montes de León. En la Península Ibérica, este pájaro se distribuye durante la época estival en dos poblaciones bien diferenciadas: la más meridional es la que abarca las cotas altas de las citadas sierras centrales; la segunda abarca la Cordillera Cantábrica y Montes de León. Los paisajes de estos últimos se mostraban en pleno esplendor primaveral y a la explosión de los piornos amarillos en grandes extensiones de sus laderas, se venían a sumar los fucsias y morados de los brezos en otras muchas colindantes.




No tengo calificativos para describir el espectáculo que representaban estas alfombras de flores, aromas y colores tapizando estas montañas. La oportunidad de fotografiar a esta especie en ambientes distintos a los que habitualmente ocupa en el centro peninsular no podía dejarla pasar por alto. Además, la posibilidad de obtener archivos de ejemplares con medalla blanca en la garganta podía ser la guinda del pastel para mí.



Así fue, pero no solo por esos dos aspectos que cobraron especial relevancia para mí, sino también al comprobar, además, la costumbre que tenían los machos aquí de elevar constantemente la cola, algo que, si bien lo hacen todos los machos de la especie, en mi zona de trabajo no me ha resultado nada sencillo fotografiar en anteriores ocasiones. ¿Comportamientos algo diferentes, a caso?. No lo sé. Lo que sí sé es que en mis archivos de otras temporadas no es sencillo encontrar alguna imagen con estas posturas, mientras que en estas dos sesiones me resultó habitual.




Sea como fuere, las dos sesiones que pude realizar -la primera de ellas acompañando a grandes amigos, magníficos naturalistas y mejores personas- fueron de lo más productivas, fotográficamente hablando.

Sin hide y sin red de camuflaje porque las sesiones surgieron de un modo imprevisto en el transcurso de un viaje bichero sin rumbo fijo, todas las fotos están realizadas a pecho descubierto. Sentado durante horas en una silla, detrás del trípode y la cámara, la observación previa y la paciencia se transformó en la herramienta fundamental para obtener algún resultado (vamos, lo normal en la fotografía de fauna, ¿no?). Localizados los posaderos que algunos ejemplares usaban en el denso matorral, y que pueden llegar a tener importantes acumulaciones de excrementos, toda la estrategia se basó en situarse cerca de ellos y esperar. 


Mayor simpleza no se puede pedir. Los animales, enfrascados en sus tareas reproductivas van y vienen con las cebas utilizando esos posaderos habituales.





Cuando uno de los progenitores llega a la zona, al principio lo hace vigilándome mientras yo permanezco sentado en silencio e inmóvil. Llegan a esos arbustos sobre los que se suelen posar y me observan. Rápidamente comprenden que no supongo ningún peligro, pero me mantienen vigilado. Si yo fuera una vaca paciendo de pie o rumiando tumbada ni se fijarían en mí, pero siendo un sujeto extraño ... ahí parado como un pasmarote ... habrá que tenerlo controlado por si acaso, ¿no?


Procuro no mirarlos cuando llegan, desvío mis ojos de sus miradas y pego la cara al equipo fotográfico preparado para soltar una corta ráfaga: cualquier cruce directo de miradas en la naturaleza siempre puede ser un acto de hostilidad o un peligro latente. Así, por ejemplo, cuando oigo al macho cantando a su bola detrás de mí, procuro no girarme, no le hago caso, yo a lo mío y él a lo suyo. Al cabo de un tiempo, solo soy una cosa más en medio del piornal, un ser (poco habitual, eso sí, y raro como él solo, por supuesto, con esos artilugios delante suyo) que deja de representar un peligro para las aves. Una cosa más del entorno.


El catálogo de insectos que estas pequeñas aves va capturando es increíble, y la convierten en una gran aliada de la lucha contra las plagas. Arañas, larvas, gusanos, algunos insectos voladores, y cualquier otro invertebrado que se le ponga por delante puede entrar a formar parte de su dieta. Raramente caza en vuelo, pero en una ocasión lo he podido observar cazando en el aire, de la misma manera que he podido observar cómo regurgita pequeñas egagrópilas con las partes indigeribles de los pequeños bichitos que componen su dieta. Es un ave que busca su sustento en el suelo por regla general, con pequeñas excepciones que confirman la norma. Selecciona positivamente laderas con denso matorral -como ya hemos visto a menudo de piorno o brezo-, donde vive, se refugia y se reproduce, pero generalmente con praderas abiertas en las proximidades. En estos claros en los que pacen el ganado y los herbívoros silvestres buscan buena parte de su alimento, además de al pie de los matorrales o sobre sus ramas, hojas y flores.



Los ires y venires de ambos progenitores se suceden en la amplia ladera tapizada de denso matorral donde yo me he vuelto un objeto más. Un cielo despejado a mis espaldas, hará que las luces me alegren la tarde y que yo acabe la jornada con más de mil archivos que sé que me van a dar bastante trabajo de regreso a casa. La criba será laboriosa y tediosa, pero ... ¿y la sonrisa con la que me iré hoy a la furgoneta?



23 de junio de 2021

Los pechiazules de mis sierras

Una temporada más me vuelvo a acercar a los piornales de las sierras del centro peninsular para observar y fotografiar -por ese orden- a uno de los grandes clásicos de la fauna alada de estos ecosistemas alpinos. En mi anterior entrada se presentaron cuatro de esos pequeños pájarillos que medran en estos ambientes, pero quedaba pendiente el que suele ser el centro de atención de muchos ornitólogos locales (y otros tantos que se desplazan desde mucha distancia para poder observarlos). Se trata del pechiazul (Luscinia svecica). Esta preciosa ave no representa un gran reto fotográfico siempre que esté presente en tu zona de trabajo, como sí puede suponer la fotografía de las enormes avutardas, por ejemplo, pero aún así es una cita que esperamos con ansia cada temporada. Varias subidas a la montaña harán que nuestra ansiedad, tensión arterial y frecuencia cardíaca disminuyan y tengamos la sensación de que hemos aprovechado el tiempo, de que estamos en paz con nosotros mismos. Encontrarnos un año más con el pechi siempre será un placer y un acto de fidelidad, tanto con él como con nuestra pasión por la naturaleza y la fotografía. No quiero ser injusto con otros animales, pero al final me doy cuenta que todos tenemos nuestras especies recurrentes, a cuyos encuentros procuramos no faltar nunca, salvo que alguna pandemia nos confine en el interior de nuestras madrigueras. Son citas fijas un año tras otro. Las cabras monteses durante el celo, las grullas que vienen del Gran Norte, las grandes carroñadas y el encuentro alguna vez al año con nuestras necrófagas, que si la abubilla (este año no ha podido ser), que si las avutardas, .... en esa lista entran para mí, como un icono, los pechis.

Bueno, os dejo este puñadito de fotos de nuestro hermoso pechiazul que ya se ha vuelto un imprescindible para mí cada temporada.