Vivir es un tránsito, un camino en donde todos somos nómadas. Que la travesía merezca la pena, depende de ti.
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14 de diciembre de 2017

Mi sexto cumpleaños

Poquito a poco Cuaderno de un Nómada va madurando y creciendo, y aunque parezca que hace nada que comenzó a navegar por la red aquella primera entrada de presentación, hoy se suman seis años de andadura y más de trescientas entradas y cien mil visitas. Habrá a quien seis años le pueda parecer poco tiempo, y en cierta modo lo es; y habrá también quien pueda pensar que supone en sí mismo todo un logro, que el mero hecho de haber sobrevivido ese tiempo en la vorágine que acorrala nuestras existencias en este mundo tan complejo y difícil, puede representar ya un primer objetivo cumplido per se. Yo, en mi fuero interno, espero que mantenga su razón de ser durante una etapa mucho más amplia, a la vez que deseo no intervenir demasiado en esa decisión, pues quiero que sea él mismo el que se retro-alimente en el tiempo y que explore autónomamente los contenidos que quiera mostrar a sus seguidores. Me eximo, pues, de esa responsabilidad y en ese proceso me quedaré en un segundo plano.

Y viendo a la criatura con un poco de perspectiva, se hacen evidentes las diferencias que existen entre el blog que arrancó hace seis años y el que ahora tenemos delante. La deriva que el año pasado ya se hizo plenamente constatable en la temática de las entradas, se ha consolidado definitivamente a lo largo de este agonizante año que termina. Así, la fotografía que en los comienzos -como fuente y motor de inspiración por sí misma- me pedía y hasta exigía escudriñar y reflejar el mundo global que me rodeaba, como si a través de la mirilla de una puerta espiara o como si fuera un simple viajero curioseando por la ventanilla del tren cómo el mundo se deslizaba del otro lado del cristal, se ha transformado en la actualidad en la llave a través de la cual observo y muestro específicamente la naturaleza más cercana y la fauna salvaje que en ella encontramos. La fotografía ha perdido en parte sus mayúsculas y se ha convertido ahora en la herramienta, el utensilio, el altavoz necesario a través del cual busco revelar pequeños retazos de la vida que encierran nuestros campos a quienes quieran comprenderla y amarla, desentrañar cohibidas miradas a quienes se atrevan a mirar de frente, retratos de otros seres sin voz que comparten con nosotros el planeta. Yo, sin embargo, al igual que al principio, no he cambiado mi roll y sigo siendo un simple mediador, el "cooperador necesario" para que estas imágenes y las miradas que hay en ellas lleguen hasta vosotros. No sé si con ello aportaré un modesto granito de arena en pos de la necesaria preservación del medio ambiente, pero anhelo que así sea. Espero que la simple belleza de los animales fotografiados me ayude a conseguirlo. En definitiva, ya no es La Fotografía con mayúsculas la fuente de inspiración de estas páginas, sino la propia Fauna; este es ahora y por el momento el verdadero motor de Cuaderno de un Nómada. Mi motor.

En cualquier caso, en esta ocasión para celebrar el año que se despide he escogido imágenes de una docena de especies de aves fotografiadas a lo largo de estos últimos doce meses. Ha sido un año intenso, con muchas horas de espera tras la cámara, con muchas satisfacciones, con más fracasos que éxitos -como siempre-, y sobre todo con mucho, mucho trabajo para conseguir algunas de estas instantáneas. Supongo que ha merecido la pena. He aprendido mucho del comportamiento de algunas de estas especies, y salvar sus miedos y su distancia de seguridad siempre ha supuesto un reto primero y una recompensa después, aún cuando la imagen no fuera la imaginada. La experiencia me ayudará en los siguientes sueños y me hará más efectivo (o al menos eso quiero pensar).

Así pues, ofrezco este pequeño manojo de fotografías, seleccionadas de entre las que más satisfecho me han dejado a lo largo de dos mil diez y siete; apenas un pequeño puñado de efímeras instantáneas que han dado sentido por sí mismas a todo el trabajo que hay detrás de ellas. Salud, compañeros, para el año que se acerca, espero poderos mostrar otras cuantas imágenes más en el séptimo cumpleaños.













18 de mayo de 2017

Upupa epops

Pasar largas horas fotografiando fauna que, no lo olvidemos, se presenta siempre más o menos esquiva a la presencia del hombre (por algo será, y no dice mucho de nosotros) nos da la oportunidad de presenciar de cerca lo que, por lo general, la mayor parte de la gente no puede ver con tanto detalle. Observar con un telescopio acorta las distancias mucho, es cierto, pero ni aún así a veces se puede contemplar tan de cerca la vida salvaje como desde dentro de un escondrijo al que los animales no prestan ninguna atención o, en el peor de los casos, muy poca. Así, tener posado a dos metros a tu izquierda un pájaro cazando sin sospechar que lo observamos te da la ocasión de deleitarte de una forma diferente de la naturaleza. Tenerlo delante, además, te permite fotografiarlo y guardar para siempre un recuerdo que se habrá vuelto imperecedero, con el valor añadido de suponer un documento gráfico que describe un aspecto determinado del comportamiento animal. Esto es, en gran parte, el principal atractivo de la fotografía de fauna para una persona que se considera ante todo naturalista, como yo. Si además, por añadidura, la fotografía es una afición pasional, la satisfacción de volverte para casa con algunas tomas interesantes no puede tener otro resultado final: acabas enganchado. Y mucho.

Yo generalmente había visto a las abubillas (Upupa epops) cargando saltamontes y escarabajos en la punta de sus picos camino de algún nido más o menos escondido en el hueco de algún árbol, de algún montón de piedras, o de algún muro. En el encinar donde me muevo últimamente no dejan de capturar enormes arañas de grandes y rechonchos abdómenes. Las veo cómo van y vienen batiendo la zona. Se posan reiteradamente bajo la misma encina tres o cuatro veces, yendo y viniendo desde ella al nido con una captura tras otra. Luego se van a otra encina y después a otra, y a otra, y a otra. A veces por mi izquierda, a veces por mi derecha o por detrás de mi escondite. Pero en ocasiones lo hacen por delante de mi objetivo, bajo el propio árbol que me cobija y camufla. Y en esas circunstancias observo cómo las sacan de su agujero en el suelo con la seguridad de que sus picos largos y finos las protege de una posible picadura. Las deja en el suelo, las golpea repetida y eficazmente con el extremo del mismo y las mata. Si antes, al comienzo de la operación, la araña movía sus largas patas y quelíceros intentando zafarse del ave y defenderse, ahora, ya muerta, permanece encogida, como hecha un minúsculo ovillo, inerte e inofensiva. Es el momento de ofrecérsela a la hembra que permanece cazando cerca en los primeros momentos del período reproductor, o de levantar el vuelo y regresar al nido, cuando aquel está ya más avanzado.






Al nido en cuestión no siempre entran de la misma forma. Hay veces en las que se posan previamente en alguna rama concreta de la propia encina o de otras aledañas, y hay veces en las que lo hacen de un modo directo hasta la boca de la cavidad. Yo las observo desde lejos desde mi coche, con los prismáticos, y anoto los intervalos de tiempo entre cada una de las cebas. De esta forma compruebo en los primeros momentos del período de crianza que la hembra debe estar ya incubando o con pollitos muy chicos, pues solo permanece un ejemplar en el exterior aportando alimento. Días después ya son los dos miembros de la pareja los que acuden con presas en sus picos hasta el tronco hueco de la encina. E imagino además que los vástagos deben ser aún pequeños, pues ambos progenitores se introducen completamente dentro del mismo, señal de que aquellos aún no saben o no pueden esperar su ración en la entrada, trepando por el interior del estrecho habitáculo. Las cebas se suceden frenéticamente. A veces dos en un mismo minuto. Si ambos padres coinciden en la entrega, el macho traspasa la presa capturada a la hembra y esta remata la ceba.

Con el paso de los días, ya no entran dentro, lo que delata que los pollos han crecido bastante; simplemente se asoman al interior, introducen su largo pico y se van a por más. Su hambre debe ser insaciable, y no hay tiempo que perder. Araña tras araña, intercaladas con alguna que otra gran larva, van siendo engullidas por una nidada que se debe mostrar hambrienta y exigente. Dictatorial. Las cebas duran unos segundos escasos desde que llegan a la hoquedad con la cresta enhiesta (como hacen siempre que se posan en cualquier sitio), introducen el pico y se van. Muchas veces es un "visto y no visto".





Amanece y yo me encuentro una vez más dentro del hide. Se despereza por fin el día con el clarear de la mañana mientras los bichos de la noche se retiran. Roedores, zorros, erizos y algún que otro mochuelo se repliegan a sus escondrijos. Estos últimos aún se harán notar a lo largo de varias horas con sus reclamos aflautados, emitidos desde algún punto indeterminado del monte. ¡Cómo me gustan estos momentos del nuevo día! Cambia la luz por instantes y en cuestión de unos minutos el escenario sobre el que fotografío a mi pareja de abubillas muta. Voy modificando los parámetros de la cámara con la misma rapidez con la que esa luz se torna más intensa. Al principio todo en sombra, tanto fondos como posadero. Luego por fin los primeros rayos del sol alcanzan la encina que utilizo de fondo, mientras que el posadero donde descansa por un momento uno de los ejemplares permanece en sombra. Más tarde todo se tiñe de sol cálido y tibio. Tres luces, tres fotos.




Pero la última mañana aún me depara un nuevo aspecto del comportamiento de las aves que por cotidiano nos pasa generalmente desapercibido. Se trata del aseo del plumaje a través de una glándula que, aunque no tienen todas las especies de aves, sí la mayoría: la glándula uropígia, o uropigial.

Se trata de una glándula sebácea que presentan en la base de la cola, sobre la espalda, y que en ocasiones está rematada por un pequeño "plumero", una especie de pincelillo de minúsculas plumas. Con las ceras que excreta esta glándula durante el acicalamiento diario, el ave impregna su plumaje para mantener en él un cierto nivel de impermeabilización, así como de resistencia y limpieza.


El aceite secretado a través de las papilas finales de la glándula mancha el extremo del pico de esta abubilla mientras pinza con su punta el pequeño pincel de minúsculas plumas existente junto a los poros excretores, en la parte exterior de la misma.


Las secreciones así producidas en el interior de la glándula son repartidas con el pico del ave por aquellas plumas a las que no llega bien con su cabeza, en una acción de aseo muy típica y característica. Mediante este procedimiento, y gracias al uso del propio pico del animal, son untadas las plumas de la cola y de las alas.



Allí a donde el ave sí llega, distribuye los aceites restregando directamente el plumaje de su cabeza contra el del resto del cuerpo, tras haberla previamente frotado contra la glándula.



Esta labor, repetida en diversas ocasiones a lo largo de la jornada, permite mantener un nivel óptimo de limpieza e impermeabilización del plumaje, y su trascendencia es mayor de la que pudiera parecer en un principio. De hecho, de ello depende su supervivencia, y no solo por el elevado grado de aislamiento que proporciona una pluma bien cuidada frente a las inclemencias climatológicas adversas, sino además porque ello les permite realizar los largos trayectos migratorios que muchas de estas aves realizan cada año, incluida nuestra pareja de abubillas.

Poder fotografiar algo tan minúsculo y hasta íntimo (aunque de nombre tan poco glamouroso) como la citada glándula uropígia durante su aseo diario, ha sido el postre perfecto para las jornadas de trabajo realizadas con estas abubillas, que, dicho sea de paso, a estas alturas ya está concluyendo con éxito la primera de las nidadas de la temporada. A la satisfacción de tener de cerca a estas bellas aves mostrando su comportamiento más natural, se une la de haber fotografiado algo tan inusual, por pequeño y escondido.

La primavera con su climatología enrevesada y cambiante no se detiene y los días de campo se suceden. Bosques, estepas, humedales y montañas se llenan de cantos y amoríos. Las nuevas generaciones de los seres que los habitan obligan a sus progenitores a trabajar duramente para perpetuar las especies, lo que a nosotros nos brinda la oportunidad de disfrutar de sus idas y venidas, de sus comportamientos y de sus quehaceres cotidianos, aprendiendo un poquito más sobre ellos, y disfrutando "un mucho más" de su presencia. De esa presencia que desde el interior del hide resulta mucho más cercana y natural.

22 de julio de 2015

Nuestros punkies

-Jolín, ¿pero cuándo ha crecido ese arbusto tan grande que hay debajo de esa encina? estoy segura que ayer por la tarde no estaba ahí- parece pensar la abubilla (Upupa epops) cada vez que regresa a su posadero habitual, utilizado como atalaya justo antes de encaminarse al cercano nido a cebar a su prole. Llega con la cresta erizada, señal de que extraña la modificación del escenario, pero sin inmutarse ni un momento más continúa con su tarea: se dirige desde allí al nido, introduce allí el pico con la comida y en unas décimas de segundo ha elevado el vuelo de nuevo. Como casi siempre, se dirige a una zona concreta con cipreses ornamentales, no muy alejada y con abundante alimento,  y se posa en el suelo. La perdemos de vista solo momentáneamente mientras rebusca comida, pues no tardamos en verla venir una vez más con su vuelo ondulante, como de mariposa. Por enésima vez se aproxima a nosotros, que permanecemos escondidos dentro del hide, ese arbusto raro que ha crecido repentinamente durante la noche y que al amanecer tanto le ha llamado la atención.

Sin lugar a dudas, esta especie es una de las más reconocibles de nuestros campos, tanto por entendidos como por profanos, siempre deambulando por el suelo, de allá para acá, picoteando con su largo pico entre la hojarasca o introduciéndolo en el suelo en busca de larvas, insectos, saltamontes, procesionarias del pino y cuanto se le ponga a su alcance. Este miembro del orden de los Coraciiformes, que incluyen otros tres aves llamativas de nuestra geografía como los martines pescadores, las carracas y los abejarucos, no deja indiferente a nadie. Y a nosotros tampoco.

Durante varias horas se continúan las cebas sin miramientos, con una periodicidad constante y a una velocidad pasmosa, hasta que ... uno de los pequeños tesoros que guarda el agujero cercano emerge del mismo y, con la ingenuidad del novato, se lanza desde la horquilla del árbol y realiza su primer vuelo.

Y, ... sin pensárselo, ... voilá, ... voló.